Read Guía del autoestopista galáctico Online
Authors: Douglas Adams
Una de las consecuencias del proyecto del Corazón de Oro era todo un rosario de coincidencias sin sentido.
Pero en modo alguno era una coincidencia que aquel día, el día de la culminación de los trabajos, el gran día de la revelación, el día en que el Corazón de Oro iba por fin a presentarse ante la maravillada Galaxia, fuese también un gran día para Zaphod Beeblebrox. Por consideración a aquel día era por lo que resolvió presentarse para la Presidencia, decisión que había provocado oleadas de conmoción en toda la Galaxia Imperial. ¿Zaphod Beeblebrox? ¿
Presidente
? ¿No será el Zaphod Beeblebrox…? ¿No será para la Presidencia? Muchos lo habían visto como una prueba irrefutable de que toda la creación conocida se había vuelto por fin rematadamente loca.
Zaphod sonrió y dio más velocidad a la lancha.
A Zaphod Beeblebrox, aventurero, ex
hippy
, juerguista (¿estafador?: muy posible), maniático publicista de sí mismo, desastroso en sus relaciones personales, con frecuencia se le consideraba perfectamente estúpido.
¿Presidente?
Nadie se había vuelto loco, al menos no hasta ese punto.
Sólo seis personas en toda la Galaxia comprendían el principio por el que se gobernaba ésta, y sabían que una vez que Zaphod Beeblebrox había anunciado su intención de presentarse, su candidatura constituía más o menos un
fait accompli
: era el sustento ideal para la Presidencia
[1]
Lo que no entendían en absoluto era por qué se presentaba.
Viró bruscamente, lanzando un remolino de agua hacia el sol.
Hoy era el día; llegaba el momento en que se darían cuenta de lo que Zaphod se traía entre manos. Hoy se vería por qué Zaphod Beeblebrox se había presentado a la presidencia. Hoy era también su bicentésimo cumpleaños, pero eso no era sino otra coincidencia sin sentido.
Mientras pilotaba la lancha por los mares de Damogran sonreía tranquilamente para sí, pensando en lo maravilloso y emocionante que iba a ser aquel día. Se relajó y extendió perezosamente los dos brazos por el respaldo del asiento. Tomó el timón con el brazo extra que hacía poco se había instalado justo debajo del derecho para mejorar en el boxeo con esquíes.
—Oye —se decía a sí mismo mimosamente—, eres un tipo muy audaz.
Pero sus nervios cantaban una canción más estridente que el silbido de un perro.
La isla de Francia tenía unos treinta kilómetros de largo por siete y medio de ancho, era arenosa y en forma de luna creciente. En realidad, parecía existir no tanto como una isla por derecho propio sino en cuanto simple medio de definir la curva extensión de una enorme bahía. Tal impresión se incrementaba por el hecho de que la línea interior de la luna creciente estaba casi exclusivamente constituida por empinados farallones. Desde la cima del desfiladero, el terreno descendía suavemente siete kilómetros y medio hacia la costa opuesta.
En la cumbre de los riscos aguardaba un comité de recepción.
Se componía en su mayor parte de ingenieros e investigadores que habían construido el Corazón de Oro; por lo general eran humanoides, pero aquí y allá había unos cuantos atominarios reptiloides, un par de fisucturalistas octopódicos y un hooloovoo (un hooloovoo es un matiz superinteligente del color azul). Salvo el hooloovoo, todos refulgían en sus multicolores batas ceremoniales de laboratorio: al hooloovoo se le había refractado temporalmente en un prisma vertical. Todos sentían una emoción inmensa y estaban muy animados. Entre todos habían alcanzado y superado los límites de las leyes físicas, reconstruyendo la estructura fundamental de la materia, forzando, doblegando y quebrantando las leyes de lo posible y de lo imposible; pero la emoción más grande de todas parecía ser el encuentro con un hombre que llevaba una banda anaranjada al cuello. (Eso era lo que tradicionalmente llevaba el Presidente de la Galaxia.) Quizá no les hubiera importado si hubiesen sabido exactamente cuánto poder ejercía en realidad el Presidente de la Galaxia: ninguno en absoluto. Sólo seis personas en toda la Galaxia sabían que la función del Presidente galáctico no consistía en ejercer el poder, sino en desviar la atención de él.
Zaphod Beeblebrox era sorprendentemente bueno en su trabajo.
La multitud estaba anhelante, deslumbrada por el sol y la pericia del navegante, mientras la lancha rápida del presidente doblaba el cabo y entraba en la bahía. Destellaba y relucía al patinar sobre las aguas deslizándose por ellas con giros dilatados.
Efectivamente, no necesitaba rozar el agua en absoluto, porque iba suspendida de un nebuloso almohadón de átomos ionizados; pero sólo para causar impresión estaba provista de aletas que podían arriarse para que surcaran en el agua. Cortaban el mar lanzando por el aire cortinas de agua, profundas cuchilladas que oscilaban caprichosamente y volvían a hundirse levantando negra espuma en la estela de la lancha a medida que se adentraba velozmente en la bahía.
A Zaphod le encantaba causar impresión: era lo que sabía hacer mejor. Giró bruscamente el timón, la lancha viró en redondo deslizándose como una guadaña bajo la pared del farallón y se detuvo suavemente, meciéndose entre las olas.
Al cabo de unos segundos, corrió a cubierta y saludó sonriente a los tres mil millones de personas. Los tres mil millones de personas no estaban realmente allí, sino que contemplaban cada gesto suyo a través de los ojos de una pequeña cámara robot tri-D que se movía obsequiosamente por el aire. Las payasadas del Presidente siempre hacían sumamente popular al tri-D: para eso estaban.
Zaphod volvió a sonreír. Tres mil millones y seis personas no lo sabían, pero hoy se produciría una travesura mayor de lo que nadie imaginaba.
La cámara robot se acercó para sacar un primer plano de la más popular de sus dos cabezas; Zaphod volvió a saludar con la mano. Tenía un aspecto toscamente humanoide, si se exceptuaba la segunda cabeza y el tercer brazo. Su pelo, rubio y desgreñado, se disparaba en todas direcciones; sus ojos azules lanzaban un destello absolutamente desconocido, y sus barbillas casi siempre estaban sin afeitar.
Un globo transparente de unos ocho metros de altura osciló cerca de su lancha, moviéndose y meciéndose, refulgiendo bajo el sol brillante. En su interior flotaba un amplio sofá semicircular guarnecido de magnífico cuero rojo; cuanto más se movía y se mecía el globo, más quieto permanecía el sofá, firme como una roca tapizada. Todo preparado, una vez más, con la intención de causar efecto.
Zaphod atravesó la pared del globo y se sentó cómodamente en el sofá. Extendió los dos brazos por el respaldo y con el tercero se sacudió el polvo de las rodillas. Sus cabezas se movían de un lado a otro, sonriendo; alzó los pies. En cualquier momento, pensó, podría gritar.
Subía agua hirviente por debajo de la burbuja: manaba a borbollones. La burbuja se agitaba en el aire, moviéndose y meciéndose en el chorro de agua. Subió y subió, arrojando pilares de luz al farallón. El chorro siguió subiéndola y el agua caía nada más tocarla, estrellándose en el mar a centenares de metros.
Zaphod sonrió, formándose una imagen mental de sí mismo.
Era un medio de transporte sumamente ridículo, pero también sumamente bonito.
El globo vaciló un momento en la cima del farallón, se inclinó sobre un repecho vallado, descendió a una pequeña plataforma cóncava y se detuvo.
Entre aplausos ensordecedores, Zaphod Beeblebrox salió de la burbuja con su banda anaranjada destellando a la luz.
Había llegado el Presidente de la Galaxia.
Esperó a que se apagara el aplauso y luego saludó con la mano alzada.
—¡Hola! —dijo.
Una araña gubernamental se acercó furtivamente a él y trató de ponerle en las manos una copia del discurso ya preparado. En aquel momento, las páginas tres a la siete de la versión original flotaban empapadas en el mar de Damogran a unas cinco millas de la bahía. Las páginas una y dos fueron rescatadas por un águila damograna de cresta frondosa que ya se habían incorporado a una nueva y extraordinaria forma de nido que el águila había inventado. En su mayor parte estaba construido con
papier maché
, y a un aguilucho recién salido del cascarón le resultaba prácticamente imposible abandonarlo. El águila damograna de cresta frondosa había oído hablar del concepto de la supervivencia de las especies, pero no quería saber nada de él.
Zaphod Beeblebrox no iba a necesitar el discurso preparado, y rechazó amablemente el que le ofrecía la araña.
—¡Hola! —volvió a saludar.
Todo el mundo estaba radiante al verle, o por lo menos casi todo el mundo.
Distinguió a Trillian entre la multitud. Trillian era una chica con la que Zaphod había ligado recientemente mientras hacía una visita de incógnito a un planeta, sólo para divertirse. Era esbelta, humanoide, de piel morena y largos cabellos negros y rizados; tenía unos labios carnosos, una naricilla extraña y unos ojos ridículamente castaños. Con el pañuelo rojo anudado a la cabeza de aquella forma particular y la larga y vaporosa túnica marrón, tenía una vaga apariencia de árabe. Por supuesto, en Damogran nadie había oído hablar de los árabes, que hacía poco habían dejado de existir e, incluso cuando existían, estaban a quinientos años-luz de aquel planeta. Trillian no era nadie en particular, o al menos eso es lo que afirmaba Zaphod. Trillian se limitaba a salir mucho con él y a decirle lo que pensaba de su persona.
—¡Hola, cariño! —le dijo Zaphod.
Ella le lanzó una rápida sonrisa con los labios apretados y miró a otra parte. Luego volvió la vista hacia él y le sonrió con más afecto, pero entonces Zaphod miraba a otra cosa.
—¡Hola! —dijo a un pequeño grupo de criaturas de la prensa que estaban situados en las proximidades con esperanza de que dejara de decir
¡Hola!
y empezara el discurso. Les sonrió con especial insistencia porque sabía que dentro de unos momentos les daría algo bueno que anotar.
Pero sus siguientes palabras no les sirvieron de mucho. Uno de los funcionarios del comité estaba molesto y decidió que el Presidente no se encontraba evidentemente con ánimos para leer el encantador discurso que se había escrito para él, y conectó el interruptor del control remoto del aparato que llevaba en el bolsillo. Frente a ellos, una enorme cúpula blanca que se proyectaba contra el cielo se rompió por la mitad, se abrió y cayó lentamente al suelo.
Todo el mundo quedó boquiabierto, aunque sabían perfectamente lo que iba a pasar, ya que lo habían preparado de aquella manera.
Bajo la cúpula surgió una enorme nave espacial, sin tapar, de unos ciento cincuenta metros de largo y de forma semejante a una blanda zapatilla deportiva, absolutamente blanca y sorprendentemente bonita. En su interior, oculta, había una cajita de oro que contenía el aparato más prodigioso que se hubiera concebido jamás, un instrumento que convertía en única a aquella nave en la historia de la Galaxia, una máquina que había dado su nombre al vehículo espacial: el Corazón de Oro.
—¡Caray! —exclamó Zaphod al ver el Corazón de Oro. No podía decir mucho más.
Lo volvió a repetir porque sabía que molestaría a la prensa.
—¡Caray!
La multitud volvió la vista hacia él, expectante. Zaphod hizo un guiño a Trillian, que enarcó las cejas y le miró con ojos muy abiertos. Sabía lo que Zaphod iba a decir, y pensó que era un farolero tremendo.
—Es realmente maravilloso —dijo—. Es real y verdaderamente maravilloso. Es tan maravillosamente maravilloso que me dan ganas de robarlo.
Una maravillosa frase presidencial absolutamente ajustada a los hechos. La multitud se rió apreciativamente, los Periodistas apretaron jubilosos los botones de sus Subetas Noticiasmáticos, y el Presidente sonrió.
Mientras sonreía, su corazón gritaba de manera insoportable, y entonces acarició la pequeña bomba Paralisomática que guardaba tranquilamente en el bolsillo.
Al fin no pudo soportarlo más. Alzó las cabezas al cielo, dio un alarido en tercer tono mayor, arrojó la bomba al suelo y echó a correr en línea recta, entre el mar de radiantes sonrisas súbitamente paralizadas.
Prostetnic Vogon Jeltz no era agradable a la vista, ni siquiera para otros vogones. Su nariz respingada se alzaba muy por encima de su pequeña frente de cochinillo. Su elástica piel de color verde oscuro era lo bastante gruesa como para permitirle jugar a la Política de administración pública de los vogones y hacerlo bien; y era lo suficientemente impermeable como para que pudiera sobrevivir indefinidamente en el mar hasta una profundidad de trescientos metros sin que ello le produjera efectos nocivos.
No es que fuese alguna vez a nadar, por supuesto. Sus múltiples ocupaciones no se lo permitían. Era así porque hacía billones de años, cuando los vogones salieron de los primitivos mares estancados de Vogosfera y se tumbaron jadeantes y sin aliento en las costas vírgenes del planeta…, cuando los primeros rayos del brillante y joven vogosol los iluminaron aquella mañana, fue como si las fuerzas de la evolución los hubieran abandonado allí mismo, volviéndoles la espalda disgustadas y olvidándolos como a un error repugnante y lamentable. No volvieron a evolucionar: no debieron haber sobrevivido.
El hecho de que sobrevivieran es una especie de tributo a la obstinación, a la fuerte voluntad, a la deformación cerebral de tales criaturas.
¿Evolución?
, se dijeron a sí mismos.
¿Quién la necesita?
Y lo que la naturaleza se negó a hacer por ellos lo hicieron por sí mismos hasta el momento en que pudieron rectificar las groseras inconveniencias anatómicas por medio de la cirugía.
Entretanto, las fuerzas naturales del planeta Vogosfera habían hecho horas extraordinarias para remediar su equivocación anterior. Produjeron escurridizos cangrejos, centelleantes como gemas, que los vogones comían aplastándoles los caparazones con mazos de hierro; altos árboles anhelosos, de esbeltez y colores increíbles, que los vogones talaban y encendían para asar la carne de los cangrejos; elegantes criaturas semejantes a gacelas, de pieles sedosas y ojos virginales, que los vogones capturaban para sentarse sobre ellas. No servían como medio de transporte, porque su columna vertebral se rompía al instante, pero los vogones se sentaban sobre ellas de todos modos.
Así pasó el planeta Vogosfera los tristes milenios hasta que los vogones descubrieron de repente los principios de los viajes interestelares. Al cabo de unos breves años vogones, todos los habitantes del planeta habían emigrado al grupo de Megabrantis, el eje político de la Galaxia, y ahora formaban el espinazo, enormemente poderoso, de la Administración Pública de la Galaxia. Trataron de adquirir conocimientos, intentaron alcanzar estilo y elegancia social, pero en muchos aspectos los vogones modernos se diferenciaban poco de sus ancestros primitivos. Todos los años importaban veintisiete mil escurridizos cangrejos centelleantes como gemas, y pasaban una noche feliz emborrachándose y aplastándolos hasta hacerlos pedacitos con mazos de hierro.