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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

Ha estallado la paz (59 page)

BOOK: Ha estallado la paz
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Entonces Ignacio miró a mosén Alberto. Éste sonrió. Pero acertó a hacerlo con tal discreción que el muchacho se le acercó y tomándole la mano se la besó.

Discretamente, y con paso rápido, cruzó a su lado el anestesista Carreras. Un hombre menudo, que siempre miraba al suelo. No lo reconocieron. El anestesista llevaba doblado debajo del brazo un ejemplar de
Amanecer
.

Carmen Elgazu permaneció en la Clínica Chaos doce días. Desfiló mucha gente por su habitación, llevándole ramos de flores como si fuera una parturienta, es decir, lo contrario de lo que era. Cuando despertó preguntó por Matías. Estuvo mucho rato pronunciando exclusivamente este nombre: Matías… Luego deliró un poco y habló de Bilbao y de algo que debía de referirse a su infancia.

Todas las noches, sin exceptuar una sola, la veló Pilar. Pilar no quiso ceder tal honor a nadie más. Al principio lo máximo que se permitía, cuando veía a su madre tranquila, era echar unas cabezadas. A partir de la tercera noche se acostó en el diván junto a la cama y durmió a ratos pacíficamente, aunque despertándose al menor movimiento de la enferma.

Carmen Elgazu, los primeros días, creyó morir. De pronto perdía totalmente las fuerzas y desfallecía. En esas ocasiones, cuando volvía a abrir los ojos parecía despedirse para siempre de los suyos, que se turnaban o que, según la hora, estaban todos a su lado. Por suerte, el doctor Chaos y el propio doctor Morell estuvieron siempre pendientes de ella y desde el primer momento confiaron en que no sobrevendrían complicaciones, como así fue.

Una de las visitantes más asiduas fue la madre de Marta. Ignacio se lo agradeció de veras. Si por azar coincidía con Paz, o con tía Conchi, la mujer saludaba y luego permanecía mirando al suelo.

Otros visitantes asiduos fueron Eloy y el pequeño Manuel, aunque ninguno de los dos acababa de ver claro lo que había ocurrido. Solían ir juntos, al salir del Grupo Escolar San Narciso. A veces subían antes al Museo Diocesano para hacer el viaje en compañía de mosén Alberto, quien por supuesto se comportó como un auténtico amigo y que, antes de que Carmen Elgazu entrara en el quirófano, la oyó en confesión.

Matías hizo tantas veces el recorrido a la Clínica, desde su casa o desde Telégrafos, que tuvo la impresión de conocerse de memoria casa por casa y todos los accidentes de la acera y de la calzada. Los últimos días caminaba ya con mayor desparpajo, más erguido, y hasta se permitía, a la ida o a la vuelta, detenerse un poco a contemplar las obras que se efectuaban en el Jardín de la Infancia, o a los tranquilos pescadores que pescaban en el Oñar.

El día en que se efectuó el traslado de Carmen Elgazu a su casa, la familia tuvo la impresión de salir de una pesadilla e intuyó que todo volvería a su cauce normal.

¿Normal…? Bueno, eso era decir mucho. Ignacio, por lo menos tuvo la sensación de que no olvidaría aquello nunca. ¿Y si su madre hubiera muerto? Una y otra vez notaba en el cerebro el alfilerazo de aquel olor a éter que le penetró en la clínica al salir Carmen Elgazu del quirófano. ¡El éter! El muchacho se acordó de una frase de su amigo Moncho, pronunciada en lo alto de una montaña, desde la cual los valles y los hombres parecían enanos. «Un poco de éter —había dicho Moncho— y todos iguales».

Tan árido recuerdo vapuleó con intensísima fuerza a Ignacio, por cuanto contrastaba con la exaltación religiosa, trascendente, que se apoderó de la familia: lamparillas encendidas, triduos de acción de gracias y, sobre todo, la comunión. Carmen Elgazu manifestó deseos de comulgar y mosén Alberto la complació, llevándole una Sagrada Forma, en una cajita antigua, pequeña, del Museo. Carmen Elgazu comulgó en la cama y rodeada de todos, todos con una vela en la mano y un minuto después, al quedarse a solas con Dios, entornados los postigos de la ventana, se apretó el pecho con las manos deseando fervorosamente que Jesús se quedara instalado allí para siempre. Se había puesto su mejor camisón: el camisón de novia, de color blanco que había guardado en el armario siempre. Y sin saber cómo, de pronto le pareció que junto al lecho, acompañando a Jesús, brotaba la figura de César. Fueron unos minutos de profunda introspección, pues tanto más claramente veía a su hijo cuanto con mayor fuerza cerraba los ojos. Siendo lo curioso que César no llevaba en la mano, como la habían llevado los demás, una vela encendida, sino que su propia mano era una llama resplandeciente y sus ojos despedían tal felicidad, que Carmen Elgazu por un momento deseó unirse con él, separándose del resto de la familia.

Aunque, de pronto, venciendo el rapto místico que la embargaba, se asustó.

Entonces deseó ardientemente que fueran todos a unirse con César, todos juntos; incluida Paz, la sobrina, incluidos Conchi y Manuel. Por más que ¿era lícito desear aquello? No, no lo era. Que fuera el propio Jesús, el Jesús que se había dignado entrar en su pecho y diluirse en él, en su sangre, quien decidiese el momento de la partida.

La comunión obró efectos taumatúrgicos sobre Carmen Elgazu. A partir de aquel momento se dedicó a sonreír. El primer día que intentó levantarse de la cama —¡Dios, cómo le dolían las entrañas, que ya no tenía!—, al sentir que las rodillas se le doblaban, sonrió. Y al día siguiente, al conseguir llegar, del brazo de Matías e Ignacio, al comedor amado, donde la estufa ardía y la esperaba la mecedora en la que tantas veces había echado la siesta, sonrió otra vez. Una alegría inmensa se apoderó entonces de la casa, pues la enferma se recuperaba a ojos vistas. Entonces todos le contaron a Carmen Elgazu la terrible impresión que les produjo verla pasar exánime en la camilla rodante, gimiendo como si estuviera en la agonía. Prodújose un contagio de confidencias. Todo el mundo volcó lo que había sentido en el hondón del alma. No hubo sino dos detalles que fueron escamoteados: Ignacio no reveló a nadie lo que había visto en la palangana del quirófano y Carmen Elgazu se calló, guardó para sí, que el día en que comulgó vio a César y que la mano de César era una llama esplendorosa.

¡Ay, qué cantidad de pruebas de afecto! Muchas más que por Navidad. Desde el Gobernador hasta el profesor Civil y los tenderos de la Rambla, todo el mundo se interesó por Carmen Elgazu. Jaime, el poeta, subrayó con dos trazos fuertes, en
Amanecer
, la noticia que publicó el periódico dando cuenta «del feliz desenlace de la operación».

Por cierto que Pilar —la muchacha, como siempre que había enfermos en la casa, se superó a sí misma y se constituyó en la auténtica heroína— recortó dicha noticia y pegó el recorte en una página de su Diario; de aquel Diario que iniciara antes de la guerra, cuando conoció a Mateo.

Matías concluyó la odisea diciendo:

—Lo que más me ilusiona es que salgas al balcón el primer día que luzca el sol. Es decir, ¡el primer día que el sol caliente un poco! Quiero que los transeúntes te vean. ¡Estás tan guapa!

Era verdad. Carmen Elgazu llevaba impresas en el rostro las huellas de la intervención. Pero emanaba de ella un halo de nobleza superior incluso al de antes. Tal vez fuera cierto que el dolor era fecundo. Tal vez fuera cierto que quien había rozado la muerte vivía luego una temporada inspirando respeto a los demás. Alfonso Estrada así lo creía; él, que tanto entendía de fantasmas y de fuerzas ocultas. El primer día que Pilar volvió al trabajo, a la oficina de Salvoconductos, Alfonso Estrada le dijo: «Lo que tu madre haya perdido en lo físico lo habrá ganado espiritualmente». Pilar protestó: «Pero ¿es que una santa puede perfeccionarse todavía más?».

Ignacio sacó también conclusiones prácticas de todo aquello. Incluso del recuerdo de la frase de Moncho. En primer lugar, fue a confesarse con el padre Forteza, quien le dijo: «Eres un muchacho rebelde; pero eso dice mucho en tu favor». En segundo lugar, recibió a Marta, cuando ésta llegó, ¡a finales de marzo!, de sus cursillos de Madrid, con cara un tanto seria.

—Ya ves cuántas cosas han pasado… —le dijo Ignacio—. Y tú ausente, cantando himnos con las otras Delegadas Provinciales.

Marta hizo de tripas corazón. Se disculpó, se disculpó con todas sus fuerzas. Y de pronto depositó en manos de Ignacio un obsequio que había traído para él, un paquete.

Ignacio pensó un momento que acaso dicho paquete lo reconciliara con la muchacha. Debía de ser una pluma estilográfica, pues habían hablado de que le hacía falta, o un mechero de plata. ¡Sí, seguro que era una pluma estilográfica, o un mechero de plata!

Ignacio, un tanto nervioso, abrió el paquete. Contenía una piedra. Una piedra casi blanca, dura y cuya forma no recordaba nada concreto.

—Pero ¿esto qué es?

Marta se explicó con entusiasmo:

—Una piedra de las ruinas del Alcázar… Estuvimos en Toledo. Te la he traído para que la uses como pisapapeles.

Ignacio, con la piedra en las manos, no sabía qué hacer.

—Es un detalle… muy original —comentó—. Un recuerdo heroico.

Capítulo XXXI

El Gobernador y Mateo recibieron a Marta con mucha más amabilidad que Ignacio.

—¿Qué tal por Madrid? ¿Qué noticias nos traes?

Marta hizo un informe exhaustivo. Después de alabar grandemente la sencillez y modestia de la Delegada Nacional, Pilar Primo de Rivera, dio cuenta de que el ambiente que se respiraba en la capital de España era de entusiasmo. Existían dos causas de inquietud, dos problemas: la posibilidad de que la guerra internacional se extendiese y la carencia de artículos alimenticios. Al margen de esto, la Patria navegaba con ritmo seguro. Grandes proyectos para la construcción de embalses y de carreteras; plan para transformar Madrid en una urbe digna de la capitalidad de la nueva España; estudio para efectuar una repoblación forestal sin precedentes y, al mismo tiempo, concesión de créditos para prospecciones petrolíferas; métodos revolucionarios para incrementar la industria conservera nacional, etcétera.

En otro orden de valores, volvía a cobrar la debida prestancia la fiesta de los toros, tan descuidada cuando la República. Los toreros de moda seguían siendo Marcial Lalanda, Domingo Ortega, Pepe Bienvenida y Juan Belmonte, pero había irrumpido en los ruedos un cordobés llamado Manolete, de mucho temple y mucho arte, que armaba un ruido de padre y muy señor mío. También entusiasmaba, ¡cómo no!, el fútbol. La gente parecía disputarse en cada partido el porvenir y ello era indicio de que, al igual que en Gerona, en todas partes había energías disponibles y ganas de divertirse sin hacer daño a nadie. Tal vez le había disgustado un poco, para decirlo de algún modo, el mal ambiente reinante con respecto a Cataluña. «Madrid achaca a Cataluña buena parte de la responsabilidad de lo ocurrido. Y entiendo que eso es exagerado».

Mateo le preguntó a Marta qué programa traía con respecto a las actividades que desarrollar por la Sección Femenina.

—Sería hora —opinó Mateo— de que concretarais un poco, ¿no crees?

Marta, que en aquellas tres semanas había adelgazado mucho y que, por culpa de Ignacio daba muestras de gran nerviosismo, al oír estas palabras asintió con la cabeza.

—Sí, comprendo lo que quieres decir. Pero ¿es que hasta ahora podíamos hacer algo más?

Había estudiado el asunto de la Sección Femenina en Gerona y había llegado a dos conclusiones: la primera, que las mujeres catalanas, contra lo que pudo parecer inmediatamente después de la liberación, sentían escaso entusiasmo por la política y menos aún por enrolarse en cualquier organización que obligara a llevar uniforme; segunda, que faltaban instructoras, chicas como María Victoria, la novia de José Luis, formadas ya en la guerra y capaces de levantar el ánimo. «Partiendo de estas bases, Mateo, la tarea no es nada fácil, compréndelo. Aquí lo que quieren las chicas es ayudar a la familia y luego casarse».

No obstante, Marta estaba dispuesta a demostrar que «era inasequible al desaliento».

Buscaría las instructoras en la propia Gerona y provincia, y las buscaría entre la clase media, que era la médula de la sociedad catalana. Había pensado ya en tres o cuatro «solteronas» que daban impresión de tener energía sobrante, energía que a la sazón malgastaban acariciando a sus sobrinitos o persiguiendo ferozmente al primer hombre que se les ponía a tiro. «Pero tenemos que partir de una realidad: habrá que pagarlas. ¿Puedo contar con tu ayuda, Gobernador? ¿Cómo…? ¡Pues busca el dinero y dime que sí!».

Aparte la necesidad de esas instructoras, las actividades que desarrollar, de acuerdo con las consignas recibidas en los cursillos de Madrid, eran múltiples.

Creación de la Hermandad de la Ciudad y el Campo. Punto clave. Había que convencer a las mujeres campesinas de que la limpieza era compatible con el estiércol y con la cría de gallinas y de cerdos. «De esa Hermandad puede encargarse una muchacha de Olot que conozco muy bien, la camarada Pascual, hija de campesinos ricos pero que sienten los problemas de la tierra».

Luego había que organizar el Coro de la Sección Femenina. «Ahí me será muy útil Chelo Rosselló, que tiene nociones de música y muy buena voz. Pero habrá que contratar los servicios de un director, y he pensado buscarlo entre los músicos que antes integraban la
Cobla Gerona
de sardanas y que ahora están en paro».

También había que organizar definitivamente las Danzas. La Delegada Nacional había insistido mucho sobre el particular, pues quería exhumar y revalorizar el folklore de cada región de España, que consideraba el más rico y variado del mundo. «En este apartado he tenido suerte. Gracia Andújar, nuestra más reciente afiliada, desde los cinco años ha ido a clase de gimnasia y de ballet, en Santiago de Compostela. ¡Parece una gacela! Un día, en mi despacho, se puso a andar sobre la punta de los pies y nos dejó atónitas».

Asunción, la Directora del Grupo Escolar San Narciso, podría encargarse de un capítulo importante: las clases nocturnas para las muchachas de servicio que no supieran leer ni escribir.

También había pensado en Pilar para dirigir la sección de Costura; pero Pilar, al parecer, se casaba en otoño y prefería coserles los botones a Mateo y a don Emilio Santos… «¡Mira por dónde —comentó Mateo— voy a resultarte un estorbo!».

Por último, de la Sección de Cultura y Propaganda se ocuparía ella misma, Marta, por considerarlo trascendental. Por cierto que al respecto no se había venido de los cursillos con las manos vacías. De momento, era ya un hecho la actuación, en el Teatro Municipal, del famosísimo charlista García Sanchiz y la proyección, en el Cine Albéniz, de una serié de documentales cinematográficos alemanes e italianos, uno de los cuales, titulado «Alas Milagrosas», sobre la aviación del III Reich, era una auténtica maravilla.

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