—Admirable —dijo—. ¿Y cómo se las arregló para averiguarlo todo?
—De ninguna fuente oficial, me puede creer. Sólo hablando con la gente, con los que aún viven y quisieron contarme. El mayor golpe de suerte lo tuve cuando gocé del privilegio de leer el detallado diario del responsable de la organización de toda la operación, el coronel Max Radl. Su viuda todavía vive en Baviera. Pero me gustaría saber qué pasó después aquí.
—Hubo una intensa acción de parte de las fuerzas de seguridad.
Los agentes de los servicios secretos interrogaron a todos los habitantes. Se invocó el Acta de Secretos Oficiales. Aunque en realidad no era necesario. Esta gente es muy especial. Se apoyan mutuamente en la adversidad, son hostiles a los extraños; usted lo ha visto. Consideran que eso fue asunto de ellos y de nadie más.
—¿Y qué fue de Seymour?.
—¿Sabía que se mató en febrero pasado?
—No.
—Venía de Holt, borracho, de noche. Patinó en coche por la carretera, cayó al pantano y se ahogó.
—¿Y qué le sucedió después de su gran aventura?
—Le retiraron del pueblo. Pasó dieciocho años internado en un hospital hasta que pudo salir cuando se suavizaron las leyes y las normas relacionadas con la salud mental.
—Pero ¿cómo le soportaba cerca la gente del pueblo? —Era pariente de por lo menos la mitad de las familias del distrito. La esposa de George Wilde, Betty, era su hermana.
—Por Dios —dije—. No me había dado cuenta.
—En cierto sentido, el silencio que hubo durante tantos años, ha sido una especie de protección para Arthur Seymour.
—Hay otra posibilidad —le dije—. Que la cosa horrible que Seymour hizo esa noche afectara a todos en alguna medida. Que lo consideraran más bien algo digno de ocultarse que de revelarse.
—Eso también es cierto.
—¿Y la lápida?
—Los ingenieros militares que enviaron aquí para limpiar el pueblo, reparar los daños, etcétera, depositaron todos los cuerpos en una fosa común en el cementerio de la iglesia. No pusieron ninguna señal,por supuesto, y se nos dijo que debíamos dejarla así.
—Pero ¿usted pensó otra cosa?
—No sólo yo. Todos nosotros. La propaganda de guerra es algo pernicioso, pero parece que necesario. Todos los relatos de guerra que veíamos en el cine, todos los libros que leíamos, todos los periódicos, retrataban al soldado alemán medio como un salvaje rudo y bárbaro. Esos hombres eran muy distintos. Graham Wilde está vivo y Susan Turner se casó y tiene tres hijos porque uno de los hombres de Steiner dio su vida para salvarles. Y en la iglesia, recuerde, dejó salir atodo el mundo antes de la última batalla.
—¿Así que decidieron hacer una tumba secreta?
—Exacto. Y fue bastante fácil arreglarlo. El viejo Ted Turner era albañil retirado. Se hizo la tumba, la consagré en una ceremonia privada y después la ocultamos de la vista como usted sabe. Ese hombre, Preston, también está allí, pero no se le incluyó en la nómina.
—¿Y todos estuvieron de acuerdo en hacerlo?
—Se las arregló para sonreír con esa sonrisa que tan pocas veces exhibía.
—Si usted quiere, fue una especie de penitencia personal. Que iba a danzar sobre su tumba, dijo Steiner, y tenía razón. Ese día yo lo odiaba. Le hubiera matado yo mismo.
—¿Por qué? —le pregunté—. ¿Porque fue una bala alemana la que le dejó a usted lisiado?
—Así lo fingí hasta el día en que caí de rodillas y le pedí a Dios que me diera fuerzas para hacer frente a la verdad.
—¿Joanna Grey? —le dije, suavemente.
Tenía el rostro completamente en la penumbra. No pude verle la expresión.
—Estoy más acostumbrado a escuchar confesiones que a hacerlas, pero así es, tiene usted razón. Adoraba a Joanna Grey. Oh, pero no en ningún sentido sexual ni superficial. Me parecía la mujer más maravillosa que había conocido en la vida. Ni siquiera ahora le podría describir el
shock
que experimenté cuando descubrí su verdadera personalidad.
—¿Así que culpaba a Steiner en cierto sentido?
—Creo que ésa es la descripción psicológica adecuada —suspiró—. ¡Hace tanto tiempo! ¿Qué edad tenía usted en 1943?
¿Doce, trece años? ¿Recuerda cómo eran esos años?
—Realmente no, no en el sentido que usted dice.
—La gente estaba agotada porque la guerra parecía interminable. ¿Se puede imaginar la magnitud del golpe moral que habría significado para la nación el conocimiento de lo que ocurrió aquí? ¿Era posible que paracaidistas alemanes descendieran en suelo inglés y estuvieran a punto de secuestrar al mismísimo primer ministro?
—Y Steiner pudo llegar tan cerca que sólo le faltó apretar el gatillo para volarle la cabeza a Churchill.
Asintió.
—¿Sigue queriendo publicar el caso?
—No veo por qué no voy a hacerlo.
—No sucedió, usted lo sabe. No queda rastro de esa tumba, ¿y quién va a decir que existió alguna vez? ¿Y ha encontrado algún documento oficial que le sirva para demostrar algún aspecto de la historia?
—En realidad no —le dije amablemente—. Pero he hablado con mucha gente y en conjunto me han armado, sin contradicciones, una historia que resulta muy convincente.
—Podría resultar —dijo Vereker, sonriendo levemente—, si usted no hubiera olvidado un detalle muy importante.
—¿Y cuál es?
—Busque en cualquier libro de historia de la última guerra y vea qué estaba haciendo Winston Churchill ese fin de semana. Pero quizás eso era demasiado simple, demasiado obvio.
—De acuerdo —le dije—. Dígamelo.
—Preparándose para abandonar el barco
Renown
y partir a Teherán, a la conferencia. De camino se detuvo en Argel, donde condecoró a los generales Eisenhower y Alexander con versiones especiales de la cinta de Africa del Norte. Llegó a Malta, creo recordar, el 17 de noviembre.
Me quedé en silencio. Finalmente le pregunté:
—¿Y quién era él?
—Se llamaba George Howard Foster. En la profesión le conocían como el Gran Foster.
—¿La profesión?
—El teatro, señor Higgins. Foster era actor de Music Hall, muy bueno. La guerra fue su salvación.
—¿Cómo?
—No sólo realizaba una muy aceptable imitación del primer ministro. Se le parecía de modo impresionante. Después de Dunkerque empezó a agregar un acto especial a su espectáculo, una especie de final. «No tengo nada que ofrecerles sino sangre, sudor y lágrimas. Les combatiremos en las playas.» El público se entusiasmaba.
—¿Y el servicio de inteligencia le llamó a sus filas?
—Le contrataba en ocasiones especiales. Si el primer ministro debía viajar por mar en el apogeo de la guerra submarina, resultaba útil hacerle aparecer públicamente en otro sitio. Esa noche realizó la mejor actuación de su vida. Todos creían que era él, por supuesto.
Sólo Corcoran sabía la verdad.
—De acuerdo —le dije—. ¿Y dónde está Foster?
—Murió, junto con ciento ocho personas, cuando una bomba cayó sobre un pequeño teatro de Islington, en febrero de 1944. Así pues, todo fue para nada. No sucedió, en realidad, nunca. Y mucho mejor así para todos los afectados.
Empezó a toser con violencia. Se le estremecía todo el cuerpo.
Se abrió la puerta y entró una monja. Se inclinó sobre él y le susurró algo.
—Lo siento —me dijo Vereker—. Pero ha sido una velada muy larga. Creo que tengo que descansar. Gracias por haber venido y haberme completado el cuadro.
Volvió a toser. Salí rápidamente. El padre Damián me acompañó amablemente a la puerta. Le di mi tarjeta en la escalera.
—Si empeora… —vacilé—. Sabe lo que quiero decirle. Me gustaría que me lo hiciera saber.
Encendí un cigarrillo y me apoyé en el muro de piedra de la entrada del cementerio. Iba a comprobar los datos, por supuesto, pero Vereker me había dicho la verdad. No podía dudarlo. Pero ¿cambiaba esto un ápice de toda la historia? Miré el lugar donde Steiner se había enfrentado esa tarde, hacía tanto tiempo, con Harry Kane. Pensé en él, en su última vacilación, fatal para él, en la terraza de Meltham House. E incluso si hubiera apretado el gatillo todo habría sido igualmente por nada.
«Resulta irónico, ¿verdad?», habría dicho Devlin. Casi escuché su risa. Ah, bueno, en último análisis, no hay nada que pueda mejorar las palabras del hombre que desempeñara tan bien su papel esa noche fatal.
Dígase lo que se diga, era un gran soldado y un hombre valiente.
Terminemos aquí.
Empecé a caminar bajo la lluvia.
JACK HIGGINS, ha escrito con varios seudónimos, y su nombre original es Harry Patterson. Tras tres años en el ejército, se licenció en la London School of Economics and Political Science. Trabajó como profesor en la Universidad de Londres y desde 1959 se dedicó por completo a la escritura.
Escritor muy prolífico y muy comercial, escribe novelas de espionaje ambientadas normalmente en la Segunda Guerra Mundial, con grandes dosis de intriga y acción. Algunas de sus novelas han sido llevadas al cine, destacando
Ha llegado el águila
, que tuvo gran éxito. Ha sido traducido a numerosos idiomas, con ventas extraordinarias.
[1]
El autor se refiere a la «Noche y Niebla», expresión con que se calificaba a los prisioneros políticos que debían ser ejecutados sin dejar rastro.
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[2]
Defensa territorial.
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[3]
La organización Todt se encargaba de la construcción de infraestructuras.
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[4]
Frase tomada de la Divina Comedia de Dante.
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[5]
Batalla de la guerra de Crimea (25 de octubre de 1854).
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