—Vamos, hijo, salgamos de aquí.
Maldijo de súbito; el dolor del hombro era ahora muy violento, pues había pasado el efecto inicial del
shock
.
—¿Está usted bien? —le preguntó Ritter.
—Sangrando como el cerdo de la señora O’Grady. Me metieron una bala en el hombro allí dentro, pero ahora ya no importa. No hay nada mejor que un viaje por mar para curar las enfermedades.
Pasaron junto al cartel que advertía la existencia de las minas, atravesaron tranquilamente los alambres de púas y empezaron a caminar por la playa. Ritter jadeaba de dolor a cada paso. Se apoyaba pesadamente en la tabla que le había dado Steiner, pero no dejó de avanzar en ningún momento. La arena se extendía llana y ancha ante ellos, había niebla que el viento empujaba tierra adentro; se encontraron de súbito caminando en el agua, que tenía unos diez centímetros de profundidad al principio y sólo se ahondaba en pequeñas depresiones.
Se detuvieron para tomar aliento. Devlin vio unas luces que se movían entre los árboles.
—Por Cristo Todopoderoso —exclamó—, ¿no nos van a dejar nunca en paz?
Continuaron avanzando en dirección al estuario, a través de las arenas. La profundidad era cada vez mayor a medida que subía la marea. Les llegaba a las rodillas y muy pronto les cubrió los muslos.
Ya se habían adentrado bastante en el estuario. Ritter gimió con violencia, cayó sobre una rodilla y soltó la tabla.
—Se acabó, Devlin. No puedo más. Nunca había sufrido tanto dolor.
Devlin se agachó a su lado y volvió a tomar el radio en la mano.
—Vagabundo, habla el Aguila. Les estamos esperando en el estuario a trescientos metros, quizá más, de la costa. Ahora hago la señal.
Sacó una señal luminosa del saco, otro regalo de los servicios de inteligencia ingleses a la Abwehr, y lo alzó en la palma de la mano.
Miró hacia atrás, hacia la costa, pero la niebla lo había cubierto todo.
Veinte minutos después el agua les llegaba al pecho. Nunca había sentido tanto frío. Se mantenía de pie sobre el fondo de arena, con las piernas separadas, sosteniendo a Ritter con el brazo izquierdo y sin soltar la señal luminosa, que trataba de mantener lo más alta posible en la mano derecha. La marea continuaba subiendo.
—No hay ninguna posibilidad —susurró Ritter—. No siento nada. Esto es el fin. No resisto más.
—Como le dijo la señora O’Flynn al obispo —le dijo Devlin—, vamos, muchacho, no renuncies ahora. ¿Qué va a decir Steiner?
—¿Steiner? —tosió Ritter, sacudiendo un poco la cabeza para evitar que el agua salada le entrara en la boca—. Habría cruzado el mar nadando.
Devlin se obligó a reír.
—Así se hace, muchacho, siga sonriendo. —Y Devlin empezó a cantar con todas sus fuerzas— :
Y por la llanura cabalgaron los hombres de Sarsfield, todos con sus verdes uniformes
.
Una ola les pasó por encima de la cabeza. «Oh, Cristo —pensó—, aquí me llega.» Pero una vez que pasó la ola consiguió ponerse de pie con firmeza otra vez sobre la arena del fondo; y no dejó de sostener en alto la señal luminosa. Pero el agua le llegaba ahora a la barbilla.
Teusen fue el que vio a babor la luz y corrió en seguida al puente. Tres minutos después la cañonera salió de la oscuridad y un hombre encendió una linterna encima de las cabezas de los dos supervivientes. Tiraron una red, cuatro marineros se lanzaron al agua y les ayudaron a subir.
—Atiéndanle a él —les urgió Devlin—. Está mal.
Un instante después, sobre cubierta, Devlin cayó desvanecido.
Koenig se arrodilló a su lado y le acercó algo.
—Señor Devlin, beba un poco —le dijo y le pasó una botella.
—
Cead mile Failte
—dijo Devlin.
—Lo siento, no entiendo —le dijo Koenig que se le acercó más.
—¿Y cómo me iba a entender? Es irlandés, lengua de reyes.
Significa, sencillamente, cien mil bienvenidas.
Koenig sonrió en la oscuridad.
—Me alegro de verle, señor Devlin. Es un milagro.
—El único que podrá ver esta noche.
—¿Está seguro?
—Completamente.
—Entonces nos vamos. Excúsenme, por favor.
Koenig se puso de pie y un instante después la cañonera giró y aceleró mar adentro. Devlin destapó la botella y olió su contenido.
Ron. No era una de sus bebidas favoritas, pero bebió un largo trago y se apoyó en la baranda de cubierta mirando en dirección a la costa.
En su dormitorio de la granja, Molly se incorporó de súbito en la cama, se bajó y atravesó la habitación. Corrió las cortinas. Abrió las ventanas de par en par y se inclinó hacia afuera; llovía. Una tremenda sensación de alivio, de liberación la invadió por completo; y en ese mismo instante la cañonera salió detrás del cabo y se internó hacia el mar abierto.
A la luz de la lamparilla del escritorio, Himmler trabajaba en uno de sus eternos archivos de su despacho de la Prinz Albrechtstrasse. Golpearon a la puerta y entró Rossman.
—¿Y bien? —dijo Himmler.
—Siento molestarle,
herr Reichsführer
, pero hemos recibido un mensaje de Landsvoort, El Águila ha fracasado.
Himmler no manifestó emoción alguna. Dejó la pluma sobre el escritorio y alargó la mano.
—Déjeme ver.
Rossman le pasó el mensaje y Himmler lo leyó atentamente. Un momento después alzó la vista.
—Una orden para usted.
—
Herr Reichsführer
.
—Tome dos de sus hombres de confianza. Vuele inmediatamente a Landsvoort y arreste al coronel Radl. Me ocuparé de que disponga de todas las autorizaciones necesarias antes de que parta.
—Por supuesto,
herr Reichsführer
. ¿Y la acusación?
—Traición contra el Estado. Eso servirá para empezar.
Infórmeme en cuanto regrese.
Himmler cogió la pluma y empezó a escribir otra vez. Rossman se retiró.
Poco antes de las nueve de la noche, el cabo George Watson de la policía militar situó su motocicleta en la cuneta de la carretera a unos tres kilómetros al sur de Meltham House y la apoyó en el soporte. Venía desde Norwich sin detenerse y siempre bajo una lluvia torrencial, estaba empapado hasta los huesos a pesar del grueso impermeable, muerto de frío y muy hambriento. Y se había perdido.
Desplegó su mapa, encendió una pequeña linterna y se inclinó para estudiar el plano. Un leve movimiento que advirtió a su derecha le hizo alzar la vista. Allí había un hombre de impermeable.
—Hola —dijo—. ¿Se ha perdido?
—Estoy tratando de llegar a Meltham House —le dijo Watson—.
Vengo desde Norwich y siempre bajo esta condenada lluvia. Estos distritos son todos iguales y para colmo no hay señalización.
—Aquí es, permítame indicarle —le dijo Steiner.
Watson se inclinó a examinar otra vez el mapa a la luz de la linterna. El Máuser se alzó y le golpeó la base del cráneo. Cayó a un charco de agua y Steiner le quitó la maleta con los mensajes y examinó rápidamente el contenido. Sólo había una carta, sellada y marcada con la palabra «urgente». Estaba dirigida al coronel William Corcoran, Meltham House.
Steiner arrastró a Watson hacia la sombra. Reapareció poco después, vestido con el impermeable de Watson, su casco y gafas y guantes de cuero. Se colgó de los hombros la maleta, puso en marcha el motor de la motocicleta y arrancó.
A un costado de la carretera habían instalado un reflector. El camión de rescate empezó a tirar, se tensó el cable y el Morris salió del pantano y subió hacia el camino. Garvey vigilaba la operación desde la carretera.
El cabo encargado de la maniobra abrió la puerta y miró adentro.
—Aquí no hay nadie.
—¿Qué demonios me está diciendo? —exclamó Garvey y bajó rápidamente.
Miró dentro del Morris, pero el cabo tenía razón. Un montón de fango hediondo, algo de agua, pero ni rastro de Steiner.
—Oh, Dios mío —dijo Garvey apenas las implicaciones del hecho se le hicieron evidentes. Se volvió, subió a la carretera y tomó el micrófono de la radio del jeep.
Steiner enfiló hacia la puerta de Meltham House, que estaba cerrada, y se detuvo. El ranger que estaba de guardia al otro lado de la puerta encendió una linterna y llamó:
—Sargento de guardia.
El sargento Thomas salió de su refugio y se acercó a la puerta.
Allí estaba Steiner, anónimo bajo el casco y las gafas.
—¿De qué se trata? —preguntó Thomas.
Steiner abrió la maleta, sacó la carta y la acercó a las barras de hierro de la puerta.
—Mensaje de Norwich para el coronel Corcoran.
Thomas asintió y el ranger quitó el cerrojo a la puerta.
—Derecho hasta el frente de la casa. Uno de los centinelas le dejará pasar.
Steiner avanzó con la moto y se apartó de la puerta principal.
Siguió un sendero que le llevó detrás de la casa, el garaje donde se guardaban todos los vehículos de la unidad. Se detuvo junto a un camión. Paró el motor y empujó la motocicleta hasta dejarla
estacionada. Se volvió y se dirigió hacia el jardín. Avanzó unos metros y se introdujo bajo el ramaje de unos rododendros.
Se quitó el casco, el impermeable y los guantes, sacó la gorra, la
Schiff
, que tenía guardada en su
Fliegerbluse
, y se la puso. Se ajustó la Cruz de Caballero en el cuello y avanzó, con el Máuser a punto.
Se detuvo al borde del pequeño jardín hundido junto a la terraza. Calculó sus posibilidades. La casa no estaba perfectamente oscurecida. Varios rayos de luz se filtraban a través de las ventanas.
Avanzó un paso y alguien dijo:
—¿Es usted, Bleeker?
Steiner gruñó de modo indistinto. Una sombra se adelantó. El Máuser tosió una vez, hubo un quejido de asombro y un ranger cayó al suelo. En ese mismo momento se corrió una cortina y la luz bañó la terraza, encima.
Steiner alzó la vista y vio al primer ministro, de pie, junto a la baranda de la terraza, fumando un habano.
Corcoran salió de la habitación del primer ministro y encontró a Kane, que le esperaba.
—¿Cómo está? —preguntó Kane.
—Muy bien. Acaba de salir a la terraza a fumarse el último habano y en seguida se irá a dormir.
Se fueron hacia el vestíbulo.
Seguramente no dormiría muy bien si le doy las últimas noticias, así que las guardaré para mañana —le dijo Kane—. Sacaron ese Morris del pantano y Steiner no estaba dentro.
—¿Cree usted que se ha escapado? —preguntó Corcoran—.
¿Acaso no puede estar allá abajo? Es posible que haya intentado salir o algo así.
—Es posible —asintió Kane—. Pero he ordenado doblar la guardia. No quiero correr riesgos.
Se abrió la puerta principal y entró el sargento Thomas. Se desabotonó el impermeable para sacudirse la lluvia.
—¿Quería verme, señor?
—Sí —le dijo Kane—. Cuando sacaron el coche no encontraron a Steiner. No queremos correr riesgos y hemos decidido doblar la guardia. ¿No hay nada que informar en la puerta?
—Absolutamente nada desde que salió ese camión de rescate.
Sólo ese policía militar de Norwich con el mensaje para el coronel Corcoran.
Corcoran le clavó la vista y frunció el ceño.
—La primera noticia que tengo. ¿Cuándo fue?
—Hace unos diez minutos, señor.
—Oh, Dios mío —exclamó Kane—. ¡Está aquí! ¡El bastardo está aquí!
Giró sobre sus talones, se palpó el Colt automático que llevaba enla cintura, y corrió hacia la puerta de la biblioteca.
Steiner subió lentamente la escalera que llevaba a la terraza. El perfume del excelente habano llenaba la noche. Al llegar arriba el último escalón crujió y el primer ministro se volvió abruptamente.
Le miró.
Se quitó el cigarro de la boca. El rostro implacable no manifestaba emoción alguna y dijo:
—¿El
Oberstleutnant
Steiner de los
Fallschirmjaeger
, supongo?
—Señor Churchill —vaciló Kurt Steiner—. Lo siento mucho, pero debo cumplir con mi deber, señor.
—¿Entonces qué está esperando? —le dijo el primer ministro, tranquilamente.
Steiner alzó el Máuser. Las persianas de las puertas de la terraza se abrieron violentamente y Harry Kane emergió disparando como un loco. La primera bala dio en el hombro de Steiner y le hizo girar en redondo, la segunda le dio en el corazón y le mató instantáneamente. Cayó de espaldas contra la baranda.
Corcoran llegó a la terraza un instante después con el revólver en la mano. Abajo, en el jardín, varios rangers salieron de la oscuridad ala carrera y se detuvieron cerca, formando un semicírculo. Steiner yacía en medio del rayo de luz que salía de la ventana abierta, con la Cruz de Caballero en la garganta y el Máuser apretado con fuerza todavía en la mano derecha.
—Qué extraño —dijo el primer ministro—. Tenía el dedo en el gatillo y vaciló. ¿Por qué sería?
—¿Quizá se lo impidió su mitad norteamericana, señor? —dijo Kane.
El primer ministro dijo las últimas palabras.
—Dígase lo que se diga, era un gran soldado y un hombre valiente. Ocúpese de él, mayor.
Se volvió y entró en la casa.
Casi un año después del día en que hice el asombroso descubrimiento en el cementerio de Santa María y Todos los Santos regresé a Studley Constable, esta vez invitado directamente por el padre Philip Vereker. Me hizo pasar un joven sacerdote de acento irlandés.
Vereker estaba sentado en una silla de respaldo inclinado junto al fuego, en su despacho, con una manta sobre las rodillas. Era un hombre moribundo sin lugar a dudas. La piel parecía habérsele pegado a los huesos de la cara y los ojos impresionaban por su dolorosísima expresión
—Ha sido muy amable en venir.
—Siento encontrarle tan enfermo —le dije.
Tengo cáncer de estómago. No hay nada que hacer. El obispo ha sido muy gentil al dejarme terminar aquí y permitirme que prepare al padre Damián y le instruya sobre las características de la parroquia. Pero no le he hecho llamar por esto. Me he enterado de que ha pasado un año muy ajetreado.
—No comprendo —le dije—. La primera vez que estuve aquí no me quiso decir nada. En realidad me expulsó del pueblo.
—Es muy sencillo. Durante muchos años sólo he sabido la mitad de la historia. Y de súbito he descubierto que deseaba conocerlo todo antes de que fuera demasiado tarde.
Así que le conté todo lo que sabía, pues no veía ninguna razón para no hacerlo. Cuando terminé, las sombras caían ya sobre el jardín y la habitación estaba en la penumbra.