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Authors: Care Santos

Tags: #det_crime

Habitaciones Cerradas (16 page)

BOOK: Habitaciones Cerradas
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Cuando me llamaste para anunciar que vuestro nuevo restaurante funcionaba de maravilla y que tenías mi habitación lista, papá corrió a comprar un billete para la semana siguiente, urgido —creo— por una prisa que yo compartía: la de librarse de mí. Cuando me dio un beso de despedida —en la frente— en la puerta del taxi que me llevaba al aeropuerto, descubrí que teníamos la misma expresión de alivio. Lo demás, más o menos, ya lo sabes: tardé mucho en regresar a su casa y sólo lo hice como huésped y nunca por más de una noche. Ya conoces mi máxima: «A casa de los padres, siempre de visita.»

En la distancia, en cambio, Modesto fue un padre ejemplar. Siempre sentí que se alegraba de verdad de mis logros. Se acordó de mí a menudo, y me lo demostró convirtiéndome en destinataria de aquellas divertidas tarjetas postales que manda a todo el mundo. Tengo centenares, igual que tú. A veces pienso que mi biografía, desde los dieciséis hasta ahora, está muy bien contenida en ellas. Hace poco me propuse buscarlas y clasificarlas. Las coloqué en un archivador, por orden cronológico. Después de mucho estudiar los anversos, que nunca corresponden a ningún lugar turístico sino más bien a alguna rareza de las que tanto gustan a papá, decidí colocarlas de modo que pudieran leerse sin necesidad de retirarlas. La caligrafía de Modesto es siempre clara como la de un colegial. Algunas me las sé de memoria.

Nunca me he atrevido a decirle lo que me gusta que sus postales me hayan perseguido por medio mundo. Los dos años que viví en Londres no dejaron de llegar. La primera decía: «Volvemos a estar en el mismo continente pero separados por una peligrosa franja de océano. Voy a comenzar a creer que lo haces a propósito.» Me envió una a Barcelona, al piso que el abuelo me dejó en herencia: «Una casa no es tuya del todo hasta que recibes en ella la primera carta. Bienvenida a tu nueva casa, Violín.»

Ya en mi adolescencia me llamaba así: Violín. A mí me sacaba de quicio. Qué bobos somos los hijos, a veces.

No se mostró muy efusivo cuando me propuse investigar la obra de su padre, pero diría que se alegró. «Tienes todos los ingredientes para convertirte en la mayor especialista del mundo en la obra de Amadeo Lax. Incluso ¡a cabezonería y los genes, que son la misma cosa», me escribió en una postal, tras la foto de una rana. Corría el año 1995. Yo era un espíritu independiente y él un espectador complacido. No estuvo muy de acuerdo cuando le anuncié que regresaba a Estados Unidos: «Es una pena que abandones ahora, pero supongo que si huyes de esa ciudad que amas con todas tus fuerzas es porque tienes tus motivos», escribió.

Huí. Exacto. Fue el único que se dio cuenta. O el único que se atrevió a decírmelo.

Cuando, poco después, le escribí para contarle que me habían ofrecido trabajo en el Art Institute de Chicago, me mandó la foto de un reloj de arena y este mensaje: «Los muertos tienen mucho tiempo y una paciencia infinita. Tu abuelo te esperará. Carpe Diem.»Ya ves, acertó en la predicción. Los muertos me estaban esperando.

He bajado a comer algo. Venga, prometo no ponerme reflexiva hasta el próximo correo y terminar de contarte el reencuentro.

Pensé que a papá le apetecería recuperar los sabores de la tierra y reservé en el Quo Vadis. Fuimos dando un paseo desde su hotel, acicalados y satisfechos como una pareja de novios.

Una vez allí estudió la carta, ponderó la presencia de productos naturales, me contó que últimamente sólo compra verduras por Internet, criticó lo mal que comen sus estudiantes y, de paso, la comida de la universidad, y terminó pidiendo una sopa de cebolla y una ensalada, como si una cosa le hubiera llevado de forma natural a la otra.

Yo, que no había abierto la boca hasta entonces, me decanté por verduras a la brasa y huevos.

Cambió de tema. Me preguntó por los niños. Dijo que debían de estar muy mayores. Para demostrárselo, le enseñé las fotos de lago y Rachel.

Buscó sus gafas, miró las fotos con calma y soltó:

—Ten cuidado cuando este lago tuyo encuentre a su Desdémona.

La llegada de la sopa de cebolla dio un nuevo giro a la conversación. A modo de homenaje a los brebajes del mundo, lanzó una de sus preguntas-preámbulo:

—¿A que no sabrías decirme cuál es el país más sopero de Europa?

Por supuesto que no sabía decirle. ¿Alguien sabe eso? ¿Tú fuiste capaz alguna vez, en el tiempo que estuvisteis casados, de responder a una sola de sus preguntas?

—¡Polonia! —repuso, triunfal—. Allí la gente toma dos platos de sopa al día. Un dieciséis por ciento de los alimentos que ingieren los polacos son sopas. ¿Y a que no dirías cómo se llama la más famosa? —Un silencio teatral, aliñado con sus sonrisitas picaras. Y luego, el desenlace—: ¡«La tentación de Jackson»! Un nombre interesante, ¿verdad? No sólo para una sopa, también para un bar o para una comedia de enredos... ¿O mejor un drama expresionista? Vaya, tendría que pensarlo. El caso es que la receta lleva patatas, cebolla gratinada y arenques. ¡Una mezcla muy confortadora! Ah, y se cocina en el horno, como ésta que estoy tomando.

Yo no me daba por vencida. Le recordé que debíamos hablar de lo ocurrido. De la momia.

Lanzó un largo suspiro, dando a entender que prefería hablar de sopas que de momias.

—Está bien, hablemos de la momia.

Le pregunté si antes de mi llamada había oído hablar alguna vez del cuarto de escobas.

Negó con la cabeza, lacónico.

Le pregunté por su madre. El corazón me latía muy rápido. Sabía que me adentraba en zona de arenas movedizas.

—¿Recuerdas algo de la abuela o del momento en que el abuelo pintó el fresco?

Papá negó de nuevo con la cabeza.

—Se supone que tú tenías cuatro años —añadí—. Sería raro, pero podías conservar algún recuerdo.

—Yo pasaba todo el tiempo con Concha, me parece. Mis padres preferían no ejercer —dijo.

Me animé a seguir:

—¿Sabrías decirme cuál es tu recuerdo más antiguo, papá? ¿Podrías bucear un poco en tu memoria?

Suspiró.

—No tengo ni idea, hija. Con lo desordenado que soy, seguro que lo perdí hace mucho. Mi memoria es como el cajón de abajo. —Se rió, pero su risa sonó forzada—. Todo lo que no encuentra su sitio, termina aquí.

—Sería muy útil que recordaras algo.

—¿Útil para quién?

A juzgar por su actitud, nada de aquello le interesaba lo más mínimo. Apartó el cuenco de la sopa, cruzó los brazos. Me miró, como preguntándose, despreocupado: «¿Qué viene ahora?»Volví al único tema:

—La policía quiere saber si tienes fotos.

—¿Fotos de qué? ¿De Teresa? Sólo conozco una, que se publicó en una monografía sobre tu abuelo, en la colección Gent Nostra. ¿Recuerdas? Era una colección de opúsculos centrados en diversas personalidades de la cultura y la política catalanas. Uno de los números estaba dedicado a Amadeo Lax. Seguro que lo has tenido alguna vez en las manos. Y luego estaba aquella otra —achinó los ojos—, una donde salgo yo. ¿No te la envié, hace años?

Algo se iluminó en mi mente. No sólo recordé haber comprado una vez en el mercado de Sant Antoni un ejemplar de esa monografía, sino dónde podía encontrarla.

—¿Para qué quieren fotos de Teresa? —preguntó.

—Dicen que les serían útiles para la investigación.

—¿Investigación? —Soltó una risita incrédula—. ¿De verdad están jugando a policías y ladrones, después de tanto tiempo? ¿No tienen nada mejor que hacer o qué?

Le pregunté si no le interesaba conocer la verdad.

—¿Qué verdad?

—La de esa mujer. La muerta.

Martilleó en la mesa con sus dedos de manicura perfecta, lanzó una mirada en derredor, chasqueó la lengua, entornó los ojos.

—¿Para qué? ¿Va a cambiar algo la verdad?

—El pasado puede cambiarse —susurré.

El segundo plato llegó en medio de un silencio fúnebre.

Esperé a que el camarero rellenara nuestras copas de agua para preguntarle a papá si pensaba ayudarme a recordar algún detalle o sólo estábamos perdiendo el tiempo.

—Me temo que nadie se ocupó jamás de lo que yo pudiera o no pudiera recordar. Y en todo caso, ahora ya no interesa. El pasado es una momia, como esa señora que tanto te preocupa.

Continué haciendo preguntas, a pesar de sus reticencias. Papá conoce la obra del abuelo, lo sé, la ha estudiado en profundidad. Su artículo sobre la simbología de los gatos en los retratos de Teresa aparece citado en todas partes como una obra de referencia. Le pregunté si por lo menos me ayudaría a buscar pistas en los cuadros.

—¿Qué tipo de pistas?

—De todo tipo. Los cuadros pueden decirnos la verdad.

—El arte puede decir cualquier cosa —dijo.

Se llevó una aceituna a la boca, la masticó con parsimonia, me observó largo rato y concluyó:

—Ya veo que te lo tomas muy en serio.

Sentí que las palabras que habíamos pronunciado instalaban una distancia incómoda entre nosotros. A los dos nos resultó imposible recuperar el tono que teníamos al principio de la noche.

Estábamos ante un par de cafés descafeinados cuando, haciendo un último esfuerzo, le pregunté qué ocurriría si esa momia fuera su madre.

Se entretenía en alinear los intactos sobres de azúcar sobre el estampado del mantel. Tenía el ceño fruncido y la mirada ausente. Esa expresión suya de profundo disgusto.

—Violeta, que el pasado pueda cambiarse no significa que debamos hacerlo —sentenció, a modo de veredicto. Levantó una mano para pedir la cuenta y añadió—: Es muy tarde. Va siendo hora de que nos vayamos a dormir.

Añado lo mismo, mamá. Es muy tarde. Esta cronista se despide. Prometo seguir así y contártelo todo con pelos y señales.

Un beso para ti y otro para Jason.

Vio

P.S.: Aún no he podido echar un vistazo al enlace que me adjuntas en tu último correo, pero voy a hacerlo ahora mismo. ¿De verdad tienes algo sobre nuestro hombre misterioso? Espero que ese blog merezca la pena, porque me muero de sueño.

Extracto del blog
Una parcela en el infierno,
administrado por Blackboy

Entrada correspondiente al día 31 de octubre de 2007

El Santo que nunca lo fue

En su tumba nunca faltan visitantes y, mucho menos, flores. Los responsables del cementerio han tenido que desalojar los seis nichos colindantes para dar cabida a la gran cantidad de exvotos, ramos y ofrendas que recibe a diario. Su eterno descanso es el más concurrido del Cementiri de l'Est, el más antiguo de toda Barcelona. ¿De quién hablo? Dejadme que os presente a un curioso personaje...

En vida se llamó Francesc Canals Ambrós. Murió con apenas veintidós años, el 27 de julio de 1899, dicen que de muerte natural. Era de origen humilde, como muchos de los que ahora le veneran, y trabajó en los míticos Grandes Almacenes El Siglo, que marcaron toda una época en la ciudad. Se cuenta que en vida ya todos lo conocían por su buen corazón y sus buenas acciones, que se sacrificaba a menudo por ayudar a la gente e incluso que poseía el don de adivinar la fecha en que alguien iba a morir sólo con mirarle a los ojos. Por lo visto, llegó a pronosticar su propia muerte. Aunque de todo esto no hay más constancia que el decir de la gente.

El nicho está protegido por un cristal. En el interior, una fotografía lo muestra como debió de ser: cándido, aniñado, de mirada limpia y mustia. En ocasiones, el retrato no se aprecia, porque sus «feligreses» utilizan ese espacio como una urna y arrojan papelitos a su interior, donde cuidadosamente han anotado sus más íntimos deseos. Los cuidadores retiran los papeles una vez al mes, pero en seguida vuelven a aparecer. Y es que, según se dice, no hay deseo que se solicite a Francesc Canals que quede sin atender: cuanto se le pide, es concedido. Es por eso que la gente lo venera como a un santo popular y le conoce, más que por su nombre de pila y sus apellidos, por su sobrenombre:
el Santet,
el Santito, en catalán.

Aprovecho mi visita para leer algunas de las notas más visibles.

Sé que no está bien, pero es difícil resistirse. Las hay para todos los gustos. Algunas emocionan de verdad: «Quiero que mi hijo vuelva a caminar», «No quiero volver a la cárcel...», «Deseo olvidara Maria». Algunas no son tan extraordinarias: «Trabajar en lo mío», «Cúrame la pierna», «Dinero», «Suerte y salud»... Y algunas realmente estrambóticas: «Ver el Moncayo antes de morir», «Una cobaya», «Ganar el Premio Nobel»... Intento adivinar, guiándome por la caligrafía de cada deseo, a la persona que lo depositó en la improvisada urna. Tomo algunas fotos. Mientras termino, una mujer se acerca con un ramo de flores. Me hago a un lado. Deposita el ramo entre los demás y reza en silencio durante unos pocos segundos. Luego, se marcha. Me atrevo a preguntarle si es la primera vez que visita al milagroso personaje y por qué motivo lo ha hecho. La respuesta me deja de piedra:

—Vengo cada lunes, para agradecerle lo que hizo y sigue haciendo por mí —contesta.

No me explica nada más, ni yo me atrevo a insistir. La dejo marchar, impresionado. Un gato la mira, imperturbable, desde un panteón cercano.

Antes de irme yo también tengo un intercambio de impresiones con el conserje del cementerio. Me cuenta que la veneración que la gente tiene por el Santet viene de antiguo.

—Yo llevo aquí desde 1979. Cuando entré, esto ya era así. Centenares de personas cada semana venían a pedir deseos y traer ofrendas al Santet de Poblenou, que así le llaman, por el nombre del barrio, como si alguien se lo fuera a quitar. En alguna parte he leído que esta costumbre empezó a los pocos días de su muerte, cuando algunas de sus compañeras de trabajo visitaron su tumba y le formularon deseos. Por lo visto, pensaron que si había sido tan bueno en vida lo sería también después de muerto. Sus peticiones se cumplieron y corrió la voz de que Francesc Canals hacía milagros. Y ya ve usted, hasta hoy. Los milagros no se agotan. Y los necesitados, tampoco.

Le pregunto si alguna vez recurrió a los poderes del muchacho.

—Alguna vez, pero no voy a decirle qué le pedí.

—¿Y puede decirme si se lo cumplió?

Cabecea, serio, esquivo:

—Me lo cumplió, sí. Y eso que no era nada fácil.

Tengo suerte de que al hombre le guste hablar y hoy no tenga mucho trabajo. Me lo paso en grande con la conversación. Me cuenta una jugosa creencia.

—Puede que no te hayas fijado, pero hay una grieta que atraviesa la lápida de lado a lado. La gente piensa que si te quedas mirándola fijamente ves una luz muy blanca al otro lado. Es el más allá, el reino de los muertos. Yo nunca me he atrevido a intentarlo, porque creo que es cierto. He conocido gente a quien mirar esa luz les ha cambiado la vida. Hay muchos que creen que ese chaval ya debería estar santificado. Hay otros santos, cómo decirlo, menos profesionales. El no falla nunca. ¿No dicen que para que le santifiquen a uno debe acreditar cinco milagros? ¡Pues no hace tiempo que el chaval cumple los requisitos básicos! ¡Anda ya! ¡Si seguro que ya lleva miles! Lo que pasa es que en este país todo funciona igual. Los curas no quieren santos pobres. Da lo mismo que seas un instrumento de Dios en la Tierra o que todo el mundo te adore. ¿Para qué van a pensar en nosotros, las personas humanas? No se dan cuenta de nada. Yo se lo digo a todo el mundo, para que quede claro de una vez: ese muchacho es santo, un santo a la medida del pueblo, ¡socialista, público, independiente!, y lo era ya cuando nació, y es evidente que mientras estaba vivo no paraba de demostrarlo y ya saben lo que dicen, ¿no?: que por sus obras les conoceréis. Pues eso. ¿A qué coño esperan para mandarle al cielo y nombrarle santo oficial? ¿No ven que desde allá arriba nos ayudaría mucho más que ahora? ¿No ven que merece una corona dorada, un altar en una iglesia, un día en el calendario y ser nombrado patrón de los trabajadores de todos los grandes almacenes del mundo?

BOOK: Habitaciones Cerradas
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