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Authors: Care Santos

Tags: #det_crime

Habitaciones Cerradas (52 page)

BOOK: Habitaciones Cerradas
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A pesar de todo, pronto se repone un poco y las fuerzas van regresando a él a medida que lo hace también la pintura. Se pregunta cómo se puede vivir sin pintar. Los recuerdos se difuminan, pero bastan para emborronar telas y más telas. Teresa es omnipresente en esta etapa de tardía madurez. Sólo él sabe qué caro ha pagado su crimen. No importa que haya prescrito según la ley de los hombres, porque a él es Dios quien le juzga y el castigo es eterno y ejemplar. Y más severo que Dios, está él. Nunca se perdonará.

Siguen 352 meses sin cambios. Diez mil días. Veintinueve años. No importa la unidad que utilicemos para el cómputo del tiempo, porque éste siempre es implacable. En ese lapso, Amadeo apenas sale de casa, acepta con docilidad los cuidados que le dispensa una empleada de hogar muy joven y muy silenciosa, con la que apenas tiene otra relación que la gastronómica. Ya no es como el servicio de antaño, ésta tiene su propia casa y todos los días llega por la mañana y se marcha por la tarde. Amadeo casi nunca cena, porque la sola idea de bajar cuatro pisos para abrir la nevera le entristece. Permanece en la buhardilla, al abrigo de la estufa en invierno y bajo el milagro del aire acondicionado en verano, la única modernidad —junto con el escaso mobiliario— que ha consentido en introducir en su vida. Cuando Arcadio se presenta, manda a la muchacha que limpie un poco el viejo gabinete y dispone en él dos sillones que parecen antiguos pero que son falsos, como tantas otras cosas en su vida. Es allí, bajo la mirada de Teresa, donde mantiene la primera reunión con el voluntarioso y simpático estudiante de bellas artes. También ve de tarde en tarde a Trescents —que es un anciano nostálgico y quejumbroso— y mantiene con él largas conversaciones cargadas de las decisiones que siempre quiso rehuir. En ese mismo lugar lee un día una carta procedente de Perú, encabezada por el sello de la congregación de San Ignacio de Loyola. En ella le informan de que el padre Juan murió de malaria en un lugar de la Amazonia llamado Aucaya. Tras una breve crónica de las circunstancias, le dan el pésame y le encomiendan a Dios. La carta lleva fecha de 1963, pero los hechos referidos parecen anteriores. No se especifica cuánto.

De un día para otro, unos operarios en mono azul se llevan los pocos muebles que había en la casa. Un abatido Amadeo Lax recoge sus pocas cosas y las guarda en una diminuta maleta. A medida que baja la escalera, sus pisadas dejan una película de polvo inmaculado cubriéndolo todo. La congoja regresa a sus ojos cuando se halla de nuevo en el patio de carruajes y reconoce las huellas de los incendios, las paredes desportilladas, las cocinas vacías y en un rincón una pobre rueda abandonada, único vestigio de sus exagerados gustos de otra época. Lee allí mismo una larga carta salida de la mano de su querida Conchita. Sólo el temblor de las hojas delata su emoción. Luego devuelve la carta a su sobre, lo cierra con cuidado y lo observa largo rato. «Destinatario desconocido. Devuelta al remitente», lee en el anverso. El destinatario es él y la dirección, la del Grand Hotel de Roma. Deja el sobre en el suelo y lo camufla entre la basura que lo invade todo —hojas secas, papeles, restos de comida, animales muertos...—, de modo que sólo una esquina queda visible, como por milagro. La observa con extrañeza, echa el último vistazo a su alrededor, suspira, y sale con sigilo y se pierde en una mañana luminosa. Cuando volvamos a verle habrán pasado nueve años y se parecerá mucho más a sí mismo.

En ese periodo ocurre un cataclismo que se lo lleva todo por delante. Regresan caras conocidas a llenarlo todo de voces y consignas belicosas. Hay asaltos y en el patio de carruajes arden hogueras alimentadas con los libros de la biblioteca. También hay saqueos y violaciones y muertos. Llegan extraños que dejan en su lugar los sillones de raído terciopelo amarillo. Otros devuelven las alfombras, y el piano de madera cubana, las lámparas, el gramófono, los vestidos o los escritorios. Un grupo de vocingleros armados llega encaramado a los coches de lujo del señor Lax y uno por uno los dejan en su sitio. Quedan los criados asustados por el sonido de las bombas y las noticias terribles de matanzas y sublevaciones. Poco a poco, también eso se diluye, los sirvientes salen y todos nos quedamos esperando aquel último portazo de Amadeo.

Un portazo que comienza a anunciarse como un eco lejano, un crujido terrible que recorre las estancias, que predice un cambio de tiempo, el fin y el comienzo de muchas cosas, hasta que por fin estalla, terrible como un trueno, en mitad del corazón de las piedras.

Y podríamos ir más allá, danzando sin fin.

Revivir a Teresa, rejuvenecer a Laia hasta devolverla al claustro materno, reinstaurar el sol en el patio y replantar los rosales y las hiedras, permitir el regreso de Antonia y la resurrección de Maria del Roser, ir de boda otra vez, retornar a la niña Brusés a su familia de locos, albergar la esperanza de que los hermanos se reconcilien, traer a don Rodolfo de su claustro de monjas peregrinas, encargar litros del perfume que Rorro se echaba en el escote para atontar a su marido, ver relucir los muebles y las cortinas y celebrar el esplendor del terciopelo amarillo de los sillones del salón y por fin, para terminar de una vez, enviar cada pequeña pieza a su lugar, desmembrar las paredes piedra a piedra y dejar este sitio huero y despoblado, igual que la primera vez que don Rodolfo Lax Grey, hombre capaz de ver el futuro, se detuvo justo aquí, entornó los ojos y soñó cómo sería su casa.

Esta novela se escribió en Mataró, Madrid, Turégano y Como entre abril de 2009 y noviembre de 2010.

NOTA DE LA AUTORA Y AGRADECIMIENTOS

Creo conveniente aclarar que
Habitaciones cerradas
es, a pesar de su documentada ambientación histórica, una obra de ficción. Amadeo Lax y su familia son personajes ficticios y, del mismo modo, lo es todo acuerdo atribuido en la novela a la Generalitat de Catalunya y al Museu Nacional d'Art de Catalunya (MNAC), así como todas las publicaciones que describen la obra de Lax o el destino de su herencia. Con todo, los museos citados existen, y son lugares de interés innegable que albergan fondos del periodo tratado en estas páginas. Del mismo modo, Octavio Conde es también un personaje ficticio, aunque su entorno familiar sí existió realmente: la familia Conde fundó a finales del XIX los Grandes Almacenes El Siglo, una empresa modélica en su ramo, precursora del resto de las grandes superficies de nuestro país y una verdadera institución para los barceloneses. Llegó a proporcionar trabajo a mil quinientos empleados. Los almacenes se quemaron la mañana del día de Navidad de 1932. La causa del incendio, según la versión oficial, fue un cortocircuito producido en un pequeño tren de juguete que se exponía en uno de los escaparates. No hubo víctimas mortales. El establecimiento se reconstruyó en un tiempo récord en una nueva sede de la calle Pelai, pero la inminente Guerra Civil, la posterior Segunda Guerra Mundial y los profundos cambios sociales que se habían operado impidieron que recobrara el esplendor de otros tiempos.

También es histórico el trágico naufragio del vapor
Príncipe de Asturias
en el que pierde la vida Casimiro Brusés, aunque en realidad ocurrió algo más tarde de lo que me he permitido situarlo en la ficción, el 6 de marzo de 1916.

La sociedad espiritista que se reúne los miércoles por la tarde en la biblioteca de casa de los Lax no existió en realidad, pero sí lo hicieron otras de características muy similares, como la Sociedad Espirita Fraternidad Humana, que tuvo su sede en Sabadell y que presidió Miguel Vives. Curiosamente, esta sociedad, inspirada en otras de características muy similares de Estados Unidos e Inglaterra, también se reunía los miércoles. El espiritismo fue una corriente espiritual y de pensamiento que dejó honda mella en la sociedad española de fines del siglo XIX. Contó con muchos adeptos y se fundaron sociedades en gran número de ciudades, entre las que las capitales andaluzas fueron pioneras. En 1882 se sientan los cimientos de lo que más tarde sería la Federación Espiritista Española y en 1888 se celebra en Barcelona el I Congreso Internacional Espiritista. También aparecieron gran número de revistas, entre las que ocupó un lugar destacado
La luz del porvenir,
dirigida por Amalia Domingo Soler. En el resto del mundo, la corriente contó con adeptos de renombre, como los escritores Arthur Conan Doyle o Victor Hugo. A este último, por cierto, pertenecen las palabras que surgen de la escritura automática de Francisco Canals en el capítulo XV. Las duras campañas de desprestigio emprendidas por la Iglesia católica dañaron la imagen pública de estos intelectuales ya antes de la Segunda República, pero fue el franquismo lo que los barrió del mapa de forma definitiva. Permanecieron en la clandestinidad durante cinco décadas y en enero de 1984 volvieron a celebrar un congreso en la ciudad barcelonesa de Terrassa.

Francesc Canals Ambrós, conocido como «el Santet del Poblenou», es venerado como un santo en el Cementiri de l'Est de la ciudad de Barcelona, aunque nunca fue canonizado. Su tumba, rebosante de exvotos y flores, es el lugar más visitado del camposanto desde hace décadas.

La crónica del incendio de los Grandes Almacenes El Siglo ha sido tomada casi en su totalidad de la publicada por el periódico
La Vanguardia
el día 27 de diciembre de 1932. Solo me he permitido acortarla un poco, añadir el electo dramático del desplome de la escalera —que se produjo, pero no en presencia de las fuerzas vivas— y la aparición del único miembro ficticio de la familia Conde, Octavio. Por lo demás, no he podido resistir la tentación de homenajear al cronista anónimo que sirvió a la sociedad de su tiempo esa pormenorizada visión del caos y la destrucción.

El viaje de Alfonso XIII en 1908, salvo el resfriado y el vahído que le lleva a las interioridades de casa de los Lax, está íntegramente rescatado de las crónicas. Por ellas supe que si el rey no experimentó una indisposición durante sus visitas catalanas no fue, desde luego, por falta de razones. La actividad de Alfonso XIII en esas visitas eran tan intensa, y sus viajes a ciudades de provincias tan numerosos, que en la época se le apodó «el
Cametes»
(«el Piernecitas»).

El convento de Montesión, situado actualmente en Esplugues de Llobregat, es conocido por una existencia nómada. Procedente de un antiguo monasterio situado en la actual calle de Montsió, durante siglos ocupó unos terrenos cercanos a Via Laietana. En 1866 se decide salvarlo y trasladarlo piedra a piedra hasta la Rambla de Catalunya, donde se reconstruyeron el monasterio y el claustro. El convento, convertido ya en la iglesia parroquial de San Ramón de Penyafort, salió bien parado de la Semana Trágica y hasta de la Guerra Civil, pero, después de ésta, las monjas adquirieron un nuevo terreno en Esplugues y se trasladaron allí con sus piedras a cuestas. Aunque esta vez sólo pudieron llevarse el claustro, puesto que el municipio no autorizó la reubicación de la sede de la parroquia.

Vicenta canta fragmentos de
La pulga
—un cuplé estrenado en España por Pilar Cohen y que más tarde popularizaría la Bella Chelito — y Olympia canta
Batallón de modistillas,
de Álvaro Retana y Aquino, que cantó La Troyana en 1915. El ripio wagneriano que pronuncia Emilio de la Cuadra en el capítulo XIII es de César González Ruano, tomado de un auca que escribió a su amigo Ignacio Agustí y que éste cita en sus memorias. Los versos satíricos de Julián en el capítulo XXI son de autor anónimo y fueron publicados en la sección de chistes del periódico que quincenalmente publicaban los Grandes Almacenes El Siglo, en el año 1887. El lamento sobre Barcelona que escribe Conchita en su crónica de la Guerra Civil lo he tomado prestado de otro lamento, del poeta Joan Maragall, escrito poco después de la Semana Trágica.

No me habría sido posible escribir estas páginas sin algunas lecturas con las que estoy en deuda: los libros
Cendra i ànima, La matinada y Entre Ariel i Caliban
, pertenecientes a las
Memorias
del dramaturgo, novelista y poeta Josep Maria de Sagarra; el libro memorialístico
Per camins de França,
de Gaziel, seudónimo del periodista Agustí Calvet i Pasqual;
Abans que el temps ho esborri
, de Francese Xavier Baladia
; Episodis de la burgesia catalana
, de Francesc Cabana;
Edificis viatgers de Barcelona,
de Jordi Peñarroja
; L'esplendor de la Barcelona burgesa
, de Lluís Permanyer
; Cartas europeas. Crónicas en El Sol, 1920-1928,
de Josep Maria de Sagarra y Josep Pla;
Escrits sobre art,
de Joaquín Torres García;
Un senyor de Barcelona,
de Josep Pla;
Historia crítica de la burgesia a Catalunya,
de Antoni Jutglar;
Ganas de hablar
, de Ignacio Agustí
; Quan Barcelona portava barret,
de Sempronio; el catálogo de la exposición
L'encís de la dona. Ramon Casas al Liceu i a Montserrat
y las publicaciones periódicas siguientes:
La Vanguardia , El Siglo. Órgano de los grandes almacenes, Diario de Barcelona, El diluvio, Il.lustració catalana y La luz del porvenir: Revista de estudios psicológicos y ciencias afines.

Asimismo, quiero agradecer a algunas personas su generosidad y colaboración a la hora de instruirme sobre determinados aspectos de esta historia: a Eduard Paredes, Caries Aróla, Salvador D. Aznar Cervantes, Adela Farré, Maria Luisa Yzaguirre, Monica Montaña, Javier Rodríguez Álvarez, Valeria Martínez Franco y el personal de la Biblioteca de Catalunya y, especialmente a Luis Conde. También a Alicia Soria, por la inspiración primera. A Ángeles Escudero, Francesc Miralles, Sandra Bruna, Claudia Torres y Deni Olmedo, por ser primeros lectores de todas y cada una de las versiones de esta novela. A mis editoras, Miriam Vall y Pema Maymó, por entusiasmarse con su trabajo. Ya todos aquellos que aún son capaces de emocionarse con un puñado de palabras.

Fin

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