Habitaciones Cerradas (46 page)

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Authors: Care Santos

Tags: #det_crime

BOOK: Habitaciones Cerradas
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De:
Valérie Rahal
Fecha:
12 de abril de 2010
Para:
Violeta Lax
Asunto:
Estoy aquí

No, hija, no temas. Tus palabras no me provocaron un síncope, pero debo reconocer que fueron toda una sorpresa. Se me ocurren un montón de preguntas, que te formularía si no fueras mi hija, pero en este caso creo que el silencio será lo mejor. Me conformo con pensar que todo eso forma parte de otra época de tu vida y en dar gracias al cielo de que tu marido haya reaccionado y vaya a tu encuentro. Creo que su compañía te hará bien y que en esos días sin vuestros hijos, en una ciudad tan hermosa, tendréis tiempo de hablar de muchas cosas. No te ofendas, pero tengo la sensación, y no es la primera vez, de que en esto te pareces un poco a tu padre. Si no tienes alguien a tu lado que te controle y te dé seguridad, tiendes peligrosamente a la dispersión sentimental. Vuestras parejas, más que un compañero, deben ser un centinela, siempre alerta por si la tentación os aleja de ellos. Creo que Daniel no se ha percatado todavía de eso, aunque deberías advertírselo.

Tal vez no son las palabras que hubieras deseado recibir después de tu explosiva confesión, lo sé. Me justificaré diciéndote que pertenezco a otra generación que bastantes esfuerzos ha hecho hasta conseguir entender el mundo como para aceptar que éste interfiera en su vida. Además, soy tu madre, y hay cosas que las madres no queremos entender, aunque seamos capaces. A pesar de todo, quiero que me cuentes el final de esa historia tan importante para ti. ¿No hablabas tú de lo que no deben hacer los narradores si pretenden ganarse el respeto de su público? Pues escatimar el final debe de ser una de esas cosas. Me parece a mí.

Te quiere,

Mamá

XXIV

El final de esta historia nadie sabe dónde está, ni si existe. Acaso podamos comenzar a buscarlo la mañana del día de Nochebuena de 1932, cuando suena el timbre del número 7 del pasaje Domingo y aparece, muy bien vestido y recién afeitado, don Octavio Conde, preguntando por la señora Teresa. Le recibe Antonia, para quien esas visitas del amigo de la familia ya comienzan a ser una rutina, le invita a pasar al salón, se hace cargo de su abrigo y su sombrero y le ofrece algo de beber, que él rechaza.

Está muy tranquila la casa a esas horas. Doña Maria del Roser ha ido a misa de nueve a la iglesia de Belén y planea una mañana de compras navideñas en El Siglo, en compañía de Conchita. Amadeo ha salido con las primeras luces del alba hacia la vecina población de Tiana, donde unos días atrás quedó en entrevistarse con un noble adinerado que quiere encargar un mural para el comedor de su residencia.

Por supuesto, don Octavio está al corriente de estas ausencias.

—¿Le has dicho que estoy en casa? —pregunta Teresa, lívida.

—Sí, señora.

Teresa no disimula la contrariedad que el imprevisto le provoca. Las pulsaciones se le han acelerado tanto que teme que su doncella pueda oírlas.

—Dile que estoy indispuesta y que no puedo recibirle —resuelve.

Mientras Antonia se marcha con el recado, Teresa se sienta ante el tocador y se contempla en el espejo. Está horrible. La delgadez le ha acentuado el mentón y los pómulos. Tiene el cuello recorrido por feas nervaduras y un par de bolsas bey o los ojos. Las primeras semanas del embarazo —está de cuatro meses— han transcurrido en una náusea que dura de la mañana a la noche y le impide que se le asiente nada en el estómago. A eso hay que sumar la debilidad en que la han dejado los diversos abortos que ha sufrido antes de que por fin la simiente de Amadeo fructifique en su vientre y esta zozobra íntima que le provoca la presencia de Octavio y también su ausencia. De los tres males, el último es el más reciente y también el más molesto.

La voz de Antonia la rescata de su ensimismamiento:

—Dice que viene a despedirse —anuncia la doncella.

«¿A despedirse?», se alarma Teresa, recordando una conversación que mantuvo con Octavio unos días atrás, al terminar la reunión semanal del grupo espiritista. Él le agarró las manos y le dijo que estaba pensando en marcharse lejos a empezar una nueva vida. Añadió que últimamente sentía a todas horas que nunca podría ser feliz ni permitir que lo fueran algunos de los seres a quienes más quería en el mundo. Ella intentó quitar importancia a unas palabras que le provocaban una profunda desazón, pero él insistió.

«La decisión está tomada —le dijo—, lo único que me resta decidir es el momento más oportuno para llevarla a cabo.»

Ella sintió que un nudo le oprimía la garganta. Más aún cuando añadió: «Aunque será pronto, sin duda.»

«¿Y no habría un modo de impedirlo?», preguntó, con un hilo de voz.

«Me temo que no. Para eso, la vida debería haber repartido las cartas de otra forma. Tal y como se presenta el juego, lo mejor es abandonar la partida», repuso Octavio, con una sonrisa encantadora y en los ojos un brillo revelador.

Sólo de pensar en que Octavio desapareciera de su vida, a Teresa le faltaban las fuerzas.

—¿Le digo que se marche, señora? —insistió Antonia, detenida junto a la puerta.

Teresa negó con la cabeza. Por dentro se preguntaba si debía hacer caso a su deseo o a sus principios.

—Dile que ahora mismo voy —anunció, derrotada.

Cuando entra en el salón, encuentra a Octavio concentrado en mirar los rescoldos de la chimenea, pensativo.

—Aquí me tiene —anuncia, y la voz le sale ronca y rota.

No le tiende la mano. Es un saludo gélido y a distancia, como entre dos personas que se detestan. O entre dos personas que no siguen las convenciones porque lo que más desearían en el mundo es no tener que seguirlas.

A una indicación de Teresa, ambos se sientan. Al principio, separados, con un sillón de por medio. Luego él, tal vez cansado de representar una pantomima agotadora, se levanta y ocupa el asiento que queda más cerca de ella. Se demora un momento a contemplar esos ojos de un azul inverosímil, donde desde hace un tiempo él se empeña en ver una pasión que las palabras de ella nunca le han confirmado. Teresa, a su vez, hace esfuerzos por controlarse, reprimir el llanto que amenaza con estallar, no delatarse. Sobre todo eso: no delatarse. Por nada del mundo se perdonaría traicionar así a Amadeo. Aunque, para sus adentros, nada desearía más que poder confesarle a Octavio todo lo que siente por él.

—De modo que se va usted —dice.

—Así es.

Teresa deja crecer el silencio. Es un silencio repleto de las palabras que no se dicen. Lo de menos, ahora, son las palabras.

—¿Y cuándo se marcha?

—Mañana por la mañana. He reservado en el
Magallanes
una cabina doble de primera clase.

Teresa acusa recibo de la información. Una cabina doble. Octavio aún alberga la esperanza de no partir solo. Para eso ha venido, para decírselo. Para hacerla zozobrar. Sólo que nunca lo diría con palabras. Quiere demasiado a Amadeo y la tiene a ella en demasiada consideración como para atreverse a insistir, a intentarlo siquiera. Además, ella nunca ha manifestado sus sentimientos. ¿Es posible que sus gestos, sus miradas, el temblor de la voz al hablar la hayan delatado ante él? ¿O es que dos personas que se quieren se comunican de mil modos, y no sólo a través de las palabras?

—No sabe cuánto siento que se vaya —logra decir.

Mientras pronuncia estas palabras, juguetea con el lazo de su falda. De pronto, teme haber sido demasiado explícita y añade:

—Amadeo también lo lamentará. ¿Ya lo sabe?

—Aún no. Se lo comunicaré hoy mismo. Aunque dudo que lo lamente.

—No diga eso. Amadeo le tiene en gran estima.

Va a añadir algo más, pero no lo hace. Trata de disimular esta desesperación que la abrasa por dentro. Observa, con la cabeza baja, los botines de Octavio. Pulcros, elegantes, como todo en él. No puede creer que mañana no estarán aquí. Que no va a verle más.

—También he venido a traerle esto. —Él rompe el silencio—. Para que se acuerde de mí.

Le entrega un libro no muy grande, forrado en piel.

—No era necesario, Octavio —dice ella, tomando el ejemplar y leyendo en voz alta—:
Espirita,
Teófilo Gautier.

—Trata de espiritismo. He pensado que le agradaría. Me haría feliz que lo leyera con atención. Que lo pensara. No ahora, por supuesto. Cuando se sienta más libre. Yo siempre la estaré...

—¿Un poco de café? —ofrece Teresa, oportuna, viendo que Antonia se acerca por el pasillo con la bandeja.

Teresa sostiene el libro en su regazo, como si lo acunara. A escasos centímetros del lomo, en las profundidades de su cuerpo joven y hermoso, crece por fin el primer hijo de Amadeo. Es esa presencia que siente como lo más real de su vida la que condiciona todos sus actos, sus palabras, sus decisiones. No hace nada sin pensar en cada minuto del futuro de ese nuevo ser, a cuya vida se amarra la suya.

Antonia sirve las tazas con la infusión y luego se retira. Por los ventanales brilla un sol impertinente.

—Dígame sólo que lo leerá con atención. Como si yo mismo lo hubiera escrito.

Teresa abre el libro. Observa el ex libris de la biblioteca de Octavio. Ahí están los símbolos que mejor le definen: la laboriosidad, la prudencia, la sabiduría y la honestidad. Y sus iniciales. O. C. G. O.

—Lo tendré siempre cerca —le promete.

Apuran rápido el café y Octavio anuncia que debe irse. Teresa respira, aliviada. Su presencia le importuna y hasta cierto modo le compromete, aunque lo último que desea es verle marchar.

—Supongo que nada va a hacerle cambiar de opinión.

—Nada que pueda cumplirse.

Le acompaña a la puerta. La doncella le devuelve a Octavio el abrigo y el sombrero.

—En cuanto llegue a Nueva York, le comunicaré mis nuevas señas. Quiero decir —se corrige, viendo a Antonia cerca— a usted y a su marido.

La despedida más fría de todas, que la mirada de Antonia y de Laia contemplan sin perder detalle, es también la más desgarradora para ambos. Aunque, por supuesto, ninguno de los dos lo demuestre. Al fin, las odiosas convenciones se imponen a los deseos.

Teresa sube las escaleras como enajenada y se refugia en su salón, donde llorará durante más de una hora. Luego recordará el libro, lo abrirá, y leerá, entre raptos de llanto, las frases marcadas. En el mensaje secreto no reparará. Aún.

Amadeo llega antes de comer. Le disgusta al instante el ambiente enrarecido de la casa. Teresa pasea su languidez por sus habitaciones. Su madre, que últimamente ya no es capaz de recordar nada, no llega a comer. El almuerzo se sirve para dos en el salón, y los cónyuges se sientan a la mesa en medio de un fúnebre mutismo. Teresa apenas prueba bocado y él termina también por desganarse, ante la actitud desconsolada de ella. Es como sentarse a la mesa con un alma en pena. Cuando, cansado, le pregunta a ella qué diablos le pasa, obtiene una respuesta esquiva:

—Nada. Estoy cansada.

El gabinete es hoy el redil de un hombre rabioso y desnortado. Allí le sirven el café, y mientras lo remueve, sus ojos se pierden en el torbellino negro que le recuerda a sus pensamientos. Ni cinco minutos tarda en escuchar los tímidos golpes en la puerta. Tras la venia aparece Antonia, secándose las manos en el delantal del uniforme, que es igual al de otros tiempos aunque, siguiendo los mandados de la moda se ha acortado, estrechado y aligerado. Está de acuerdo: aquellas faldas largas de antaño sólo servían para arrastrar basura.

—¿Se puede? —pregunta la mujer.

—Pasa y cierra la puerta.

La figura de Antonia recuerda a un pájaro asustado. Camina encogida, con los hombros retorcidos y una joroba inexistente marcada en la espalda huesuda. Anticipa la cabeza, lo cual en estos momentos le confiere el definitivo aspecto de un ave carroñera.

—Ya tardabas —reprocha Amadeo.

—Disculpe, señor. En la cocina había faena.

—¿Se puede saber por qué está así tu señora?

La doncella no titubea. Su voz retumba con la seguridad del delator experto, liberado de su culpabilidad.

—Esta mañana ha recibido una visita inesperada —explica.

—¿Una visita? ¿De quién?

—De don Octavio, señor. Ha estado aquí cerca de media hora. Desde que se ha ido, la señora no hace más que llorar.

Amadeo observa, con la frente llena de arrugas, el brebaje de la taza, tan negro como su ánimo y sus intenciones.

—¿De qué han hablado?

—No lo sé, señor. Murmuraban sin cesar, muy bajito. Y callaban en mi presencia.

Amadeo se lleva la taza a los labios y sorbe con cuidado. Sus movimientos son pausados, pero sus pensamientos discurren a toda velocidad.

—¿Le ha traído más regalos?

—Sólo uno, señor. Distinto a los otros.

Antonia se lleva triunfal las manos al bolsillo delantero de su delantal y extrae de lo más profundo, como si lo rescatara del más allá, el libro de tapas duras forrado de piel marrón.

—Lo he cogido de la habitación de la señora cuando ella ha bajado a comer. Lo estará buscando, porque no se ha separado de él ni un momento —dice, triunfal.

Amadeo está enterado, gracias a Antonia, de todos los obsequios que se han recibido en la casa en los últimos meses, y que uno por uno su mujer ha ido rechazando. En una ocasión llegó un coche repleto de rosas amarillas —las favoritas de Teresa—; en otras fueron dulces, o ramos de flores y hasta una caja en cuyo interior apareció un gatito persa. Todos ellos regresaron por donde habían venido después de que Teresa leyera la tarjeta que los acompañaba con un mohín enigmático.

No había hecho más que empezar este tráfico cuando Antonia comenzó su servicio por propia voluntad.

—Tal vez al señor le agradaría saber lo que ocurre en esta casa durante su ausencia —anunció—. Cosas muy graves, según han podido ver mis ojos.

Amadeo le preguntó qué quería a cambio de una traición semejante. La vieja codiciosa sólo ambicionaba dinero. Vendía a su señora, a quien había criado, a cambio de un puñado de billetes, como un Judas doméstico y picado de viruela. Amadeo sintió repugnancia hacia ella, pero la disimuló porque el servicio que le ofrecía era muy de su conveniencia. Al fin y al cabo, el ofrecimiento le provocaba una honda satisfacción: la traición de Teresa hacia él tenía un simulacro de castigo en la traición de la doncella hacia Teresa.

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