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Authors: Care Santos

Tags: #det_crime

Habitaciones Cerradas (45 page)

BOOK: Habitaciones Cerradas
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—Lo siento mucho —balbucea—. Te estoy decepcionando, ¿verdad? No es que no te quiera. Te quiero con toda mi alma. Es que no sé... No sé cómo...

—Date la vuelta, encárate a mí —susurra él.

Teresa se acomoda. Las colas del conjunto de novia se rebelan contra sus movimientos, enredándose en sus piernas, convirtiéndola en una sirena. Se pone de costado, con la mano bajo la cabeza. Amadeo apaga alguna luz, observa el perfil sinuoso de su mujer, se divierte con la situación. Teresa tiene un cuerpo de ensueño, que está deseando hacer suyo. Sin embargo, no será hoy. Siente arder el deseo entre sus piernas, pero se contiene.

—Perdóname. —Teresa comienza a llorar—. Perdóname, por favor. Tengo mucho miedo.

Amadeo la calla con un beso en la frente que ella recibe con un respingo.

—Te lo perdono todo —le dice, admirando el brillo de sus ojos—. Lo único que no podría perdonarte sería la deslealtad. Recuérdalo bien. Y descansa. Mañana será otro día.

Teresa se sosiega al oír estas palabras. Cierra los ojos y el cansancio de una jornada llena de tensiones cae sobre ella. Amadeo sale un segundo de la habitación, entra en el gabinete, hace una llamada telefónica, regresa al cuarto. Comprueba que Teresa duerme, la arropa, se viste de nuevo, aunque con prendas menos formales que las que le han martirizado todo el día y sale, dispuesto a encontrar un remedio para su mal.

Volvamos a los efectos de causas más victoriosas que la que acabamos de referir.

Lo peor ha pasado cuando el señor llega a casa conduciendo su Rolls Royce. Conchita la espera para anunciarle que su hijo acaba de nacer, pero eso no parece afectar a sus nervios de acero. Sube la escalera, tan derecho como siempre, con su porte que impresiona a todos los criados y al llegar arriba se sorprende de encontrar la nube de curiosas frente a las puertas del dormitorio que fue de su madre. Conchita le explica:

—Es un varón. Todo ha ido estupendamente.

Si le preguntaran a Teresa, tal vez en este instante no estaría de acuerdo. Es como si el recién nacido le hubiera arrebatado todas sus fuerzas. Está laxa, con las extremidades flojas y siente que si se levantara ahora mismo las piernas no la sostendrían. Elisa le ha refrescado la cara con una toalla húmeda y ahora se esmera en arreglarle un poco la cama. Le ha dicho que debe cerrar los ojos y descansar.

Momentos antes, eso sí, le ha mostrado a su hijo, un gurruñito de carne blanda ligeramente amoratado que la ha dejado perpleja y al borde de las lágrimas. ¿Cómo habrá podido formarse dentro de ella algo tan perfecto? En seguida reconoce que las palabras de Maria del Roser eran, como tantas otras cosas, acertadas: el resultado ha hecho que merezca la pena el enorme sufrimiento que ha conocido hoy. Le pregunta a la comadrona cuándo podrá acunar a su hijo y la mujer es tajante:

—Cuando tenga fuerzas para ello, querida.

Teresa cierra los ojos y se deja ir en un sosiego dulce. Su cuerpo está dolorido, afectado, pero nada en comparación a todo lo que ha pasado. El descanso le hará bien. En una duermevela, sabe que Elisa ha instalado junto a su lecho una cuna toda ornada de lazos y blondas. Ignora si el bebé está en ella, porque hace un rato ha visto a la comadrona llevarlo en brazos afuera, tal vez para mostrarlo a las impacientes criadas. Teresa no sabe cuánto tiempo ha pasado cuando abre los ojos de nuevo y ve a Amadeo, estiloso como suele, detenido junto a la cuna, mirando hacia su interior. Observa durante mucho rato, sin decir palabra, igual que haría un entomólogo ante un insecto rarísimo, jamás catalogado. Le parece que, sin llegar a sonreír, en su rostro ha aparecido una expresión satisfecha.

En su cuna, Modesto duerme también, agotado por el sobreesfuerzo y las incomodidades de llegar al mundo, ajeno a todo lo que nosotros, seres fuera del tiempo, sabemos ya de él.

De:
Violeta Lax
Fecha:
11 de abril de 2010
Para:
Valérie Rahal
Asunto:
¿Sigues ahí?

Querida mamá. Soy una bruta. Creo que la confesión sobre mi amor de juventud fue demasiado áspera. Reconozco que me divertí imaginando la cara que pondrías. Aunque ante tu silencio comienzo a pensar que te ha dado un síncope. Si me he excedido, lo siento de verdad. Si lo prefieres, no volveré a hablarte del asunto.

Aún tengo que hablarte de la visita de las italianas. Como el programa de actos que les habían preparado las instituciones no era demasiado arduo, tuvimos algún tiempo para pasear y conocernos. Ya sabes que en esta época del año Barcelona es una maravilla, y tuvimos además la suerte de que el clima acompañara sus ganas de conocer algo de la ciudad. Me sorprendió la serenidad de Fiorella Otrante ante los periodistas, como si estuviera acostumbrada a las ruedas de prensa. Los sedujo con su naturalidad un poco rural y la emoción que destilan siempre sus palabras cuando habla de su madre. Le brillaban los ojos cuando dijo que para ella era un inmenso orgullo cumplir la última voluntad de la difunta, porque se trata de un sueño jamás expresado pero amasado a lo largo de su vida. Ya puedes imaginar cómo reaccionaron los periodistas ante una frase tan misteriosa. Le preguntaron a qué sueño se refería, pero ella se limitó a decir que no podía informarles, porque en realidad su madre nunca quiso hablar de los años anteriores a su llegada al lago de Como y se disculpó con una sonrisa dulce.

Fueron un par de días muy intensos. Silvana y yo sentamos las bases de lo que —creo— puede llegar a ser una bonita amistad. Le expliqué muchas cosas de Amadeo Lax, de la casa, del futuro museo que gracias al legado de su abuela por fin se va a hacer realidad. Tardé un poco en hablarle de la aparición del cuerpo de Teresa y de las investigaciones que en las últimas semanas han cambiado por completo mi pasado familiar. Intenté ser prudente a la hora de buscar culpables. Creo que utilicé la palabra «presunto», como en los informativos, cuando hablé del posible papel del abuelo en el suceso. Les dije que toda la verdad jamás sería desentrañada, porque había quedado sepultada en el viejo cuarto de escobas y, a diferencia del cuerpo de la abuela, no era fácil desenterrarla.

Fiorella llevaba un buen rato callada cuando preguntó:

—¿En qué año se supone que ocurrió ese asesinato horrible?

—Entre 1935 y 1940, según la policía —contesté—. En 1936, creo yo.

Nuestro paseo continuó con aparente normalidad, o eso me parecía a mí. No reparé en que el mutismo de Fiorella era absoluto. Decidí llevarlas a comerá Cal Pinxo, en la Barceloneta. Lucía un sol espléndido y nos asignaron una mesa en la terraza, con vistas al mar. Pedimos cava bien frío y un arroz de marisco. Brindamos por el futuro Museo Amadeo Lax. Les expliqué que me han propuesto dirigirlo. Brindamos de nuevo. Fiorella apuró varias copas antes de que llegara la comida. Por el brillo triste de sus ojos deduje que es una de esas personas que se ponen melancólicas cuando beben. Sonreía sin decir palabra, mirando al mar con una tristeza extraña en ella. De pronto se volvió hacia su hija y espetó:

—No es verdad que no sepa nada de la vida de tu abuela en Barcelona. Una vez, sólo una, me habló de ello. Estaba borracha, igual que yo ahora. Me pidió que no se lo contara a nadie. Yo creía que comprendía sus razones, pero en realidad hasta hoy no había comprendido nada.

Silvana miró a su madre con extrañeza. Yo me sentí incómoda y dije que tenía que ir al baño. Fiorella me agarró la mano.

—No te vayas, Violeta. Esto también te incumbe.

Se sirvió otra copa. Esta vez me miró a mí al decir:

—Mi madre dejó Barcelona el 19 de julio de 1936, sólo unas horas después de que estallara la Guerra Civil, a bordo de un carguero alemán y con una identidad falsa. Tenía dieciséis años y estaba muerta de miedo. Por los tiros y los cañonazos que se oían por todas partes y también por algo que había visto o hecho en las últimas horas. Algo horrible, me dijo, aunque nunca me confesó el qué. Me habló de lo mucho que tardó la ciudad en perderse completamente de vista, de la tristeza que sintió en esos momentos al pensar en sus padres, del terror de haber escapado con un hombre que — lo sabía— nunca la trataría bien.

—¿La abuela dijo eso? —preguntó Silvana—. ¿Cómo podía saberlo?

Fiorella Otrante se encogió de hombros.

—Porque ella sólo era una criada de la casa. Una criada joven y bonita, de quien el señor se había encariñado y a quien convirtió en su compañera de viaje en el momento más desesperado de su vida.

Silvana abrió un par de ojos atónitos.

—¿La criada?

He de reconocer que también a mí me tomó por sorpresa aquel anuncio.

—Tu abuela siempre supo que él se marcharía. De hecho, siempre pensaron que la guerra duraría poco, que en cuestión de semanas todo se habría resuelto. Pero no fue así, y a la civil española siguió la mundial, y las cosas se complicaron. Tu abuelo tuvo que quedarse más de lo previsto. En Nesso siempre estuvo de paso. No creo que se le ocurriera nunca quedarse con ella.

—Pero eso que dices es terrible —preguntó Silvana—. Entonces, ¿no se querían?

—Tu abuela estaba convencida de que él no la quiso jamás. Fue sólo un antídoto contra la soledad. Una solución temporal. Y ella... —hizo una pausa, bebió un sorbo generoso de cava—, la verdad, no tengo ni idea. Nunca la vi sufrir por su marcha, ni evocarle con tristeza, aunque puede que sólo fuera una pose, claro. Todo lo que hizo por su recuerdo fue mantener en buen estado el estudio del lago. Invirtió en su futuro.

Me pareció que las inesperadas confidencias de Silvana comenzaban a arrojar algo de luz sobre el misterio de los cuadros.

—Eso podría explicar —aventuré— su interés por devolver las pinturas, que son la esencia de ella misma, al lugar al que perteneció. Aunque si el museo al fin cobra forma en la vieja casa, lo harán mucho más de lo que ella pudo prever.

Fiorella iba a contestarme, pero Silvana, visiblemente alterada, formuló una pregunta más urgente:

—¿Y por qué la abuela nunca regresó a Barcelona?

—Sus padres murieron poco después de su marcha, tratando de defender la mansión de los señores Lax. La noticia tardó mucho en llegar y aniquiló la última razón para regresar a un lugar en el que no tenía nada. Además, para entonces yo ya estaba en el mundo y Lax ya se había marchado, dejándole en propiedad la casa de Nesso. En el lago nos iba bien. Al fin y al cabo, no se comportó mal con ella. Le pagó por los favores recibidos.

—¿Cómo puedes decir eso, mamá? ¿No se comportó mal? La abandonó. Y a ti también.

—Pasó con ella mucho más tiempo del que era esperable. Fue generoso. Tu abuela me contó que en el pueblo llevaban una vida muy discreta y que apenas salían. Cuando lo hacían, los vecinos les tomaban por padre e hija, y ellos nunca desmintieron una equivocación que les beneficiaba. Ambos temían que la justicia acabara por encontrarles y les obligara a regresar. Yo siempre pensé que esos temores se debían a la edad de tu abuela y a que no estaban casados, pero, después de lo que Violeta nos ha dicho, sospecho que no se trataba de eso, sino de algo mucho más serio y terrible. Un verdadero crimen, que les involucraba a ambos.

—¿Estás pensando que la abuela pudo ser cómplice de un asesinato? Por Dios mamá, ¡qué absurdo! ¿De verdad crees a la abuela capaz de una cosa así?

—Cada uno de nosotros somos muchas personas, hija —repuso Fiorella—. Y a cada cual mostramos una sola de esas múltiples caras. No sabemos cómo era la abuela a los dieciséis años. Lo único que puedo asegurarte, porque eso sí me lo dijo ella misma, es que tenía mucho miedo. Y, claro está, ninguna experiencia.

Silvana negó con la cabeza, incrédula. Fiorella me miró a los ojos. Me pareció que estaba a punto de llorar.

—Y con respecto a eso que dices de la devolución de los cuadros, yo llevo mucho tiempo pensándolo. Fue la concubina de Lax durante años, en secreto. Que sus retratos lascivos estén ahora al lado de esos posados elegantes de Teresa Brusés, o de tantos otros, es un acto de justicia que, supongo, le gustó imaginar en sus últimos tiempos. Por eso fue tan puntillosa organizándolo. Al fin ocupará el lugar que sintió que le correspondía y a la vista de todos.

No quiero terminar esta carta sin explicarte lo que de algún modo te he apuntado más arriba: me han ofrecido quedarme en Barcelona y dirigir el futuro Museo Amadeo Lax. Es un sueño acariciado durante mucho tiempo, pero ahora que se hace realidad, no sé qué decisión tomar. Por una parte, me gusta la idea de cambiar de aires, instalarme en esta ciudad de clima benévolo, alejarme un poco de las urgencias, las prisas y las responsabilidades de Chicago y adoptar las prisas, las urgencias y las responsabilidades de Barcelona. Me gusta el plan, que debo comentar con Daniel, pero hay algo que empaña mi ilusión. Puede que me llames tonta al confesártelo o puede que ya lo imagines.

He admirado al abuelo desde que tengo uso de razón. No sólo por su talento como pintor, también como ser humano. Me conmovían su coraje, su sacrificio y su fortaleza emocional. Como sabes, he escrito docenas de conferencias alabando su persistencia en pintar a Teresa incluso después de que ella le hubiera dejado. Creí ver en ello el gesto inequívoco, obsesivo, de un hombre enamorado que siempre esperó el milagro del regreso de la mujer amada. Siempre estuve convencida que el abuelo murió esperándola y que los cuadros fueron el único modo a su alcance de retener su memoria mientras tanto.

De esas ideas románticas no queda nada. El abuelo no fue aquel hombre fuerte que yo siempre admiré, sino un ser sin moral, capaz de bajezas repulsivas. Un homicida, o tal vez un asesino, a quien su conciencia no impidió seguir adelante, vivir con otra mujer, continuar con su vida, pintar lo que nunca antes había pintado. Esos cuadros maravillosos de Nesso son la prueba de hasta qué punto fue capaz de reponerse, de abrir en su carrera nuevas sendas, de desarrollarlas con eficacia y originalidad. Imagino al abuelo concentrado en su trabajo en su estudio del lago italiano y esa sola idea me genera rechazo. ¿Cómo pudo? ¿Cómo fue capaz de volver a empezar?

No sé si quiero dirigir el museo dedicado a un hombre así, mamá. Ni siquiera sé si se debe honrar la memoria de ese hombre. Sí, ya sé: en cada hombre viven muchos hombres, como dijo Fiorella. El artista brillante no tiene por qué ser un hombre ejemplar. No hay que ser tan puntillosa; cuando se trata de creación no hay que dejar que los sentimientos interfieran en la objetiva contemplación de las obras. He pronunciado muchas veces palabras como éstas, pero nunca se refirieron al abuelo. No hago más que darle vueltas a todo esto, y no consigo decidirme. Es tentador quedarme aquí, pero no lo es nada quedarme con él, con la memoria amplificada del ser humano lamentable que fue Amadeo Lax.

Seguiré dándole vueltas y prometo algún resultado, tarde o temprano. Un beso enorme,

Vio

P.S.: Daniel está haciendo las maletas. Dice que quiere estar aquí para celebrar conmigo mi cumpleaños. Ha terminado la novela y está exultante. Es decir, se me acaba el tiempo. Si quiero hacer las paces con mi pasado, debe ser antes de que mi presente irrumpa en mi vida por asalto.

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