Habitaciones Cerradas (3 page)

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Authors: Care Santos

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BOOK: Habitaciones Cerradas
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De:
Drina Waiden
Fecha:
1 de marzo de 2010
Para:
Violeta Lax
Asunto:
Europa

Te adjunto toda la Información de los vuelos europeos que me pediste: Chicago-Barcelona y Barcelona-Orio al Serio (Bérgamo/Milán). He averiguado que este último aeropuerto es el más cercano al lago de Como, que es donde te propones ir, ¿verdad? Ya me dirás si prefieres hacer un poco de turismo en Milán o está bien así. También necesito saber cuándo vuelves y desde dónde.

Ya sé que detestas estas cosas pero hay algo que necesito preguntarte. No en calidad de asistente, por una vez, sino de amiga. Al fin y al cabo, fui mucho antes lo segundo que lo primero.

Ay, Vio, ¿estás segura de que este viaje no es, en realidad, una huida? No sé, lo has decidido con tanta precipitación, en un momento tan extraño. ¡No entiendo por qué te vas precisamente ahora, cuando el Art Institute está a punto de inaugurar Tu exposición de los retratistas! Y eso que dices en tu correo me confunde más aún: ¿«Hacer las paces con una parte de mi pasado que dejé escapar»? No se me ocurre qué puede ser tan importante para ti como para renunciar a la satisfacción de pronunciar un discurso delante de todos los jefes el día de la inauguración. Ya sé que dices que eso sólo es colateral, que en realidad es un cúmulo de razones lo que te lleva a Europa, empezando por el fresco de Teresa, pero yo no termino de verlo claro.

Tal vez me estoy propasando incluso en mis funciones de amiga, pero tengo la sospecha de que todo esto tiene más que ver con la crisis de la que me hablaste el otro día. El trabajo de Daniel, tu falta de fe en vuestra relación de pareja, las obligaciones que ahora te imponen los niños... Todo eso irá pasando, querida. O mudando de piel. A todos nos ocurre. Sólo es cuestión de tiempo que lo veas de otro modo. Resumiendo: sólo quería decirte que estoy muy preocupada por ti. Tengo la impresión de que te ocurren muchas cosas al mismo tiempo, y no entiendo ninguna.

¿Me prometes que te cuidarás mucho? ¿Y que contarás conmigo, si te hago falta, para algo más que planificarte la agenda?

I

—Algún día contaré todo lo que recuerdo y los muertos se removerán en sus tumbas —le susurró Concha una vez a su querida Aurora.

La vida no le brindó demasiadas oportunidades para hablar largo y tendido. Aunque tal vez ése sólo fuera uno de los motivos por los cuales Concha nunca le contó a nadie todo lo que recordaba.

Nunca contó, por ejemplo, que el sábado 24 de diciembre de 1932 la señora Maria del Roser Golorons, viuda de Lax, después de oír misa de nueve en la iglesia de Belén, invirtió casi todo el día en visitar los Grandes Almacenes El Siglo. Pasó mucho rato en la sección de ropa blanca para niños del segundo piso, donde adquirió un ajuar completo para su primer nieto, que habría de nacer a mediados de primavera: pañales de tela rusa, mantillas festoneadas, camisas de batista y de hilo de Holanda y hasta media docena de enaguas de madapolán con bordados y volantes a la inglesa (para el caso de que el nieto fuera nieta). En la sección de juguetes eligió un perro saltador que causaba un gran efecto, un caballo de cartón y un coche de hojalata con sus caballitos al trote. Luego visitó la sección de cestería para adquirir un caminador, una chichonera adornada con borlas de lana y una cuna con pabellón, que era de mimbre pero costaba como una de la mejor madera. La ilusión de la señora por abastecer al primer hijo de Amadeo, su primogénito, y su querida Teresa se traslucía en el volumen de sus compras.

—Los niños de hoy son más complicados que los de antes, necesitan más cosas —decía para justificar sus compras.

Antes de pasar a lo siguiente, la señora se detuvo ante una casa de muñecas de dos plantas que costaba diez pesetas. Por un momento, Concha temió que aquella visión convocara en ella los peores recuerdos de su malograda Violeta, pero de nuevo le sorprendió oír:

—Éste será mi regalo de Navidad para tu hija. ¿Crees que será de su gusto?

Una señorita vestida con el elegante uniforme negro de la dependencia del establecimiento sonreía a ambas damas desde el otro lado de un mostrador de madera.

Concha acercó los labios al oído de doña Maria del Roser y con la mayor discreción dijo:

—Yo no tengo hijos, señora. Igual se refiere a Laia, la hija de Vicenta, la cocinera.

—¡Exacto, esa nena tan guapa, con esos ojos vivarachos! —La señora pareció entusiasmarse, pero en seguida se enfurruñó—. No. No es buena idea. No creo que a esa niña aún le interesen las casas de muñecas.

—Tiene doce años —puntualizó Concha—, y no ha tenido nunca ninguna. Creo que le encantaría.

—No, no, no. —La señora espantó la idea como si le resultara muy molesta y echó a andar, olvidando la casa en miniatura.

En la sección de baterías de cocina quiso que eligiera su fiel acompañante. Ese era en cierto modo su papel, la razón de su presencia allí. Los ojos de la señora la convertían en una especie de asesora omnisciente, vaticinadora de necesidades y hasta de catástrofes que podían paliarse con unas cuantas adquisiciones. En realidad era Teresa, la nueva señora de la casa, quien insistía a Concha en que no dejara ni un segundo sola a su suegra. No sólo la acompañaba y la asistía —su salud era ya delicada— sino que también velaba por que la avanzada demencia de la matriarca no trajera disgustos a la familia.

Ante un dependiente solícito que le mostraba ollas y cazuelas con el mismo orgullo con que habría enseñado sedas y organdíes, la señora Maria del Roser achinaba los ojos, llamaba a Concha con un ademán y decía:

—Elige tú, que en esta materia eres autoridad. Nunca se supo si aquella ignorancia era real o fingida, aunque Concha sospechó siempre que la señora sabía más del gobierno de una casa de lo que en su vida estuvo dispuesta a reconocer y que su despiste siempre fue más producto de la falta de interés que de su incapacidad. Su enfermedad no disipó ninguna de estas dudas.

Aquella tarde, estudiando una sartén cuyo fondo le devolvía una caricatura de sí misma, dijo:

—Necesitaremos por lo menos una docena de éstas, ¿no es cierto, Conchita?

Sin saber cómo, la sirvienta logró que se llevaran sólo dos. La señora se encaprichó también de dos ollas y cuatro cazuelas de tamaños variados, todas de plancha de hierro y esmalte azul, de la mejor calidad. En realidad no necesitaban nada de aquello y en las cocinas sobraba la cacharrería, pero la señora Maria del Roser no comprendía que pudiera abandonarse El Siglo sin haber gastado por lo menos diez pesetas en la sección de baterías de cocina de la planta baja.

—Me gustan más las ollas que los brillantes —solía decir, risueña, cuando aún rebosaba facultades.

Aquel día se le metió en la cabeza que en la casa había una urgente necesidad de una cristalería de cristal fino que costaba más de cien pesetas y la añadió al pedido sin pestañear, justo antes de pasar a la sección de moda femenina para asistir a la última prueba del traje de banquete que tenía encargado, a cuya factura hizo sumar media docena de enaguas de batista y dos cubrecorsés de hilo bordado. Maria del Roser Golorons tenía un carácter demasiado díscolo para ser esclava de nada, ni siquiera de la moda, y durante toda su vida había vestido según un criterio regido por la limpieza, la comodidad y un uso adecuado de los colores, pero justo cuando se acercaba al último acto de su vida, se empeñó en volver al polisón y a la falda con cola que barría las baldosas.

—La mujer elegante sólo debe mostrar las puntas de los zapatos —sentenciaba, ante la mirada desesperada de la modista, que un momento antes le había estado mostrando unos bocetos de la última moda de París: unos abrigos con una sola manga que la señora halló extrañísimos, igual que el nombre que les daba la empleada, «asimétricos»—. Estos franceses no saben qué hacer para timarnos —dijo, pasando a otra cosa.

Concha la seguía por el atestado establecimiento, feliz como una niña. Desde el año en que murió Violeta no había vuelto a ver a la señora tan ilusionada con los preparativos navideños. Sin duda, el próximo nacimiento tenía mucho que ver con ese buen humor. Gracias a eso, la casa recordaba un poco a la de otros tiempos, aquellos en los que el silencio aún no había llegado para quedarse.

Después de sus compras, la señora Maria del Roser quiso reponerse un poco en la cafetería. Acomodó sus faldones en una de las butacas, pidió a Concha que le trajera de la sala de lectura una revista de modas —«pero que no sea francesa», puntualizó— y pidió un vaso de agua fresca y una ración de croquetas. También manifestó su deseo de ver al propietario del establecimiento, a quien pensaba saludar, como hacía siempre que visitaba la casa.

—Siéntate, Conchita, no me pongas nerviosa —dijo, señalando la otra silla.

Don Octavio Conde acudió cuando ella saboreaba la segunda croqueta, tan puntual y galante como siempre.

—¿La familia bien? —preguntó, inclinándose a besar la mano de su querida Maria del Roser.

—Mire usted qué fatalidad —dijo ella—, me acabo de enterar de que Conchita no tiene hijos.

—A mi edad, me correspondería más bien tener nietos —bromeó la sirvienta, que conocía a don Octavio desde que era un niño. Y en un susurro junto al oído de su señora, añadió—: Es Octavio. Se va a extrañar de que le llame de usted.

Octavio sonreía, comprensivo, aunque había cierta inquietud o puede que cierta tristeza en el modo en que fruncía los labios mientras miraba a la madre de su mejor amigo.

—Conchita es un poco la madre de todos nosotros —terció—. Y lo será también de la tercera generación que viene de camino.

—Así es, así es —repuso Maria del Roser, con la mirada extraviada, antes de volver en sí de pronto—. ¿Cómo lo sabe?

Octavio dio una especie de respingo. Fue un gesto poco evidente, que sólo unos ojos adiestrados en la observación como los de Conchita habrían sabido reconocer.

—Porque su hijo y yo somos amigos desde el colegio. Nos conocimos en el pensionado de los jesuitas de Sarria. Ya se sabe —intentó reír, pero la carcajada le salió forzada—: las penurias de la vida cuartelada son grandes forjadoras de amistades.

—Ah, sí, el pensionado. —Maria del Roser puso los ojos en blanco y cruzó los pies bajo las faldas, poniéndose cómoda—. Cómo me gustaba ir a visitaros los domingos —suspiró, nostálgica.

—A nosotros también nos gustaban los domingos —siguió Octavio—, pero me temo que por otros motivos: con la presencia de las familias, los curas se volvían seres humanos. ¡Cómo envidiamos a Amadeo cuando se libró de ellos! Siempre fue más inteligente que todos nosotros. Y sigue siéndolo, sin duda.

Con la urgencia por abandonar un asunto espinoso, la señora cambió de conversación. No le gustaba hablar de los años en que su hijo fue alumno de los jesuitas de Sarriá.

—Inteligente, sí —musitó Maria del Roser, mordisqueando una croqueta—, lástima que se haya vuelto tan intratable, ¿no le parece? ¿De qué estábamos hablando? Ah, sí. ¿Va a pasar usted las fiestas en familia?

—Me temo que no —repuso Octavio, frotándose las manos en un gesto de nerviosismo que en él resultaba extraño—. Mañana mismo parto hacia Nueva York, a emprender mis propios negocios.

Maria del Roser abrió tanto los ojos que su frente se plegó como un acordeón. Más sorprendida aún se mostró Concha.

—¿Nueva York? ¿Por mucho tiempo? —preguntó la sirvienta.

—No puedo saberlo, todo dependerá de cómo me vayan las cosas. —Y en un viraje brusco de la conversación, improvisó una disculpa—. Ha sido un placer verla, señora. Si me disculpan, tengo aún mucho que preparar.

—Claro, claro, lo comprendemos —dijo Concha.

Maria del Roser no hizo ningún eco de las sorprendentes noticias que acababan de recibir.

—Salude a sus padres de mi parte —prosiguió, como en un orden lógico de las despedidas que estaba desde antiguo programado en su cabeza—. Le veré después de fiestas, cuando vengamos a comprar la canastilla del bebé. Ha de nacer en... Conchita, ¿cuándo es que esperamos a mi nieto?

—En mayo, señora.

—La pobrecita de mi nuera ya tuvo un aborto, ¿sabe? Pero esta vez todo va bien, gracias a Dios.

Conchita comenzaba a incomodarse con aquellas intimidades. Tampoco Octavio Conde parecía a gusto con el cariz que cobraba la conversación. Deseoso por marcharse, repitió el besamanos, inclinó la cabeza hacia Conchita y antes de salir de la cafetería indicó al camarero de que las dos damas estaban invitadas.

No había hecho más que desaparecer cuando una grave contrariedad asomó al rostro de Maria del Roser.

—No nos hemos acordado de preguntarle si su mujer se encuentra mejor. Qué groseras.

—Don Octavio es soltero, señora. Seguramente se refiera usted a doña Cecilia Gómez del Olmo, que era su madre —dijo Conchita, prudente, mientras la señora le daba la razón con un cabeceo—. Recuerde que murió hace años, pobrecita.

—¿De verdad? ¿Y su marido ha vuelto a casarse?

—No, señora. Don Eduardo Conde siempre fue fiel a la memoria de su difunta. Hasta su muerte, de la que también hace mucho tiempo.

Doña Maria del Roser frunció el ceño.

—Vamos, Conchita, estamos comenzando a confundirnos.

Caminaron unos pasos, pero antes de llegar al ascensor, la señora se detuvo de nuevo. Un empleado vestido con una librea carmesí abrió la puerta para que entraran.

—¿Cómo dicen que se llamará mi nieto, Conchita? Nunca me acuerdo —preguntó la señora mientras arrastraba su falda dentro del ascensor.

—Modesto, señora. Eso suponiendo que sea un varón. Y si es mujer, no se sabe —lo dijo con temor.

Temor al dolor dormido que en cualquier momento puede despertar.

—Violeta me gustaría —opinó la matriarca—. Debería haber otra Violeta en la familia lo antes posible.

El dolor dormía, confirmó la sirvienta, tranquila.

—¡Mira que querer ponerle a mi nieto nombre de ascensorista...! —espetó Maria del Roser, ajena al empleado que tenía delante—. ¿Y sabes por qué han elegido un nombre tan horrible? Con la de santos que hay.

—En honor al pintor que fue el maestro de su hijo, señora.

Habían mantenido aquella misma conversación una docena de veces. Pero la repetición no dejaba mella en ninguna de las dos.

—Ah, sí, es verdad. Mi hijo pinta. Creo que no del todo mal.

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