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Authors: Carlos Sisí

Tags: #terror, #Fantástico

Hades Nebula (16 page)

BOOK: Hades Nebula
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—¡Hola, señor, buen día! —volvió a gritar Jukkar.

—¡Retroceda hasta el otro lado de la línea! —gritó el soldado de repente.

Jukkar volvió la cabeza para mirar atrás. La línea estaba a sólo unos pocos pasos.

—¡Yo necesita hablar a ustedes! —gritó entonces, con su peculiar acento finlandés.

—¡Retroceda inmediatamente! —le contestó el soldado.

Su compañero había levantado el rifle a la altura del pecho y parecía apuntarle directamente. No era la primera vez que Jukkar era encañonado, pero todavía sentía la misma opresión en el pecho y la base de la nuca. Era como si le absorbiesen todo el líquido de las piernas y éstas se constituyesen resecas y frágiles, como varillas de trigo.

—¡No, por favor! —barbotó Jukkar, cada vez más nervioso—. Yo... yo trabaja en... investigación... virus
pandeeminen
...

Mezclaba español con finlandés sin ser consciente de ello. Siempre le ocurría en los momentos en los que la tensión se acentuaba. Y aún peor: sin darse cuenta, concentrado como estaba en su deseo por acercar posturas, había seguido caminando, dando un paso tras otro.

—¡ÚLTIMO AVISO! —gritó el soldado, ahora a pleno pulmón—. ¡Retírese DE INMEDIATO!

Jukkar empezaba a transpirar por la frente y las axilas, pese al frío reinante. Su labio inferior temblaba. Sus pies se movían mecánicamente, y su mirada estaba fija en la boca ciega y oscura del cañón del fusil.

—¡Romero, la teniente Romero! —decía, aunque su voz había perdido potencia y temblaba como la llama de una vela al viento.

Entonces se produjo un silencio intenso y gris que pareció durar una eternidad, como si alguien hubiera quitado el sonido en una película en blanco y negro. No se escuchaba nada. Ni el gorgoteo de los pájaros, ni el viento entre las hojas, ni el lejano rumor de la gente que empezaba el nuevo día. Nada, hasta que Jukkar reparó en un sonido sibilante y entrecortado que le envolvía como la niebla: el de su propia respiración, escapando a rachas irregulares de sus labios.

Y entonces se escuchó el sonido de un trueno, alto y retumbante como si se hubiera resquebrajado el mismo cielo, y Jukkar dio un respingo, súbitamente sorprendido. Casi al instante, la escena entera pareció cimbrear bruscamente y escorar cinco, diez grados hacia la izquierda... luego más rápido, veinte, cuarenta grados, hasta que comprendió al fin que el mundo no estaba desparramándose como el agua por un sumidero, sino que era él quien estaba cayendo al suelo. Su cuerpo chocó contra el pavimento y su cabeza golpeó la piedra, rebotando brevemente y produciéndole un fogonazo blanco de confusión.

Tan sólo un segundo más tarde, su mente empezó a abrirse camino entre el velo de desconcierto que lo envolvía; apenas una infinitesimal porción de segundo de repentina lucidez, pero suficiente para
comprender
. Comprender que no había sido un trueno, sino un disparo. Se miró la pierna izquierda y vio que el pantalón empezaba a empaparse de una sustancia oscura y pegajosa, aunque no notaba la humedad, ni notaba la sangre tibia que resbalaba por el gemelo, ni dolor alguno.


Mitä
...
tapahtuu
?... —susurró, cerrando los ojos y apretando los dientes.

Y entonces, como el manantial que se abre paso entre las rocas, el dolor empezó a manar de la misma herida, provocándole un tremendo calambrazo en la pierna. Jukkar produjo un sonido que era como el de una sirena que marca el cambio de un turno en una fábrica:
Uuuueeeeeeee
. Abrió los ojos de nuevo, consumido por pequeños espasmos, pero la realidad se había vuelto de un color impreciso, y los lindes de su visión eran confusos, como complicadas telarañas, tan densas como un lienzo, y luego ya no supo nada más.

11. PATA DE PALO

—Vaya una situación de mierda —soltó Javier.

Víctor bufó. Empezaba a estar realmente cansado de aquella coletilla con la que su compañero de fatigas apostillaba todas las malditas frases. Todo era
mierda
esto,
mierda
lo otro. Y la cosa tendría un pase de no ser por la forma en la que pronunciaba la palabra; parecía que se le llenaba la boca de ella. Arrastraba mucho las sílabas, de forma que sonaba algo así como
mieeeerrrda
.

—Hemos estado en otras peores —comentó Víctor.

—Coño... joder... —exclamó Javier—. Pues claro que hemos estado en otras peores, no me jodas. Pero, coño..., es que manda cojones.

Víctor miraba a través del parabrisas del camión, hacia el exterior. El cristal estaba ligeramente agrietado y algunos hilachos de sangre se habían adherido a su superficie, pero la visibilidad era todavía buena. Allí vio una carretera interminable que se perdía entre un par de colinas exuberantes de vegetación. Ese año, y sobre todo por aquellos lugares, la lluvia había sido una constante y quién sabía si la ausencia de contaminación y de domingueros no había favorecido que la naturaleza se volviera aún más exuberante.

El camión era una preciosidad negra y roja, un Actros de Mercedes-Benz con nueve motores de seis y ocho cilindros, el más potente de la gama. Lo encontraron en un aparcamiento, refulgiendo bajo el sol del mediodía, y les pareció la cosa más sexy que habían visto en mucho tiempo. El frontal era plano y robusto, y el conocido logotipo del fabricante despuntaba en el centro como una mira láser. Víctor opinó que podría pasar por encima de unos cuantos
zombis
con esa cosa sin que el camión se resintiera lo más mínimo, y Javier dijo que, probablemente, podrían conducir a través del mismísimo infierno, atropellando tanto a condenados como a diablos torturadores.

Lo condujeron desde Almuñécar, y vaya si resultó ser una mala bestia, «un toro de mieeeerrrda», embistiendo coches abandonados que entorpecían el paso por el asfalto y
zombis
por igual. Arrancó, por cierto, como si nunca hubiera estado parado, e incluso las pesadas ruedas parecían contar todavía con una salud excepcional. Desde entonces habían ido por autopistas casi todo el tiempo, sobre todo la A-7 y la A-341 con destino a Loja, desde donde planeaban avanzar hacia el norte, tomando cuantos caminos fueran necesarios para esquivar las grandes ciudades. Eso lo habían aprendido, al menos: las grandes ciudades eran cubil de cientos de miles de esas cosas, sus entradas y salidas estaban colapsadas, impracticables, y aún peor, alrededor de las ciudades solía haber gente
extraña
: supervivientes que formaban grupos armados y hacían incursiones en las urbes para buscar comida, y que no dudaban en volarle a uno la cabeza si tenías la mala suerte de llevar una chupa que a ellos les gustase.

El plan último era llegar a Madrid. Al menos, Víctor creía que si quedaba algún reducto más o menos cuerdo de civilización, debía estar allí. Y si no era allí sería en Barcelona, y si no, qué demonios, pasarían los Pirineos y moverían sus culos a Francia. Javier jugaba a menudo con la idea de instalarse en alguna casa de la sierra, donde había pocos
zombis
, y esperar allí a que el mundo se recuperase de toda aquella locura. «No sé para qué demonios quieres volver a la civilización, coño, joder —decía Javier al respecto—, ¿sabes lo que harán? Nos pondrán a trabajar, eso es lo que harán. ¿Y crees que nos permitirán seguir bebiendo alcohol o fumando? No, coño, joder... todas esas cosas estarán racionadas. Los negros las venderán en el mercado negro a cambio de una buena mamada, ya te lo digo yo. Tendremos suerte si nos dan una puta bazofia de rancho de mieeeerrrda que llevarnos a la boca.»

Víctor no descartaba que las cosas fueran como las pintaba Javier, pero le daba lo mismo. Comería baba de caracol y sorbería directamente del culo de un mono si eso le permitía cumplir el objetivo que tenía en mente: llevar la crónica de todo lo que había vivido dondequiera que quedara un poco del antiguo orden. Una vez en Madrid, seguiría cubriendo el devenir de los acontecimientos. Él había vivido los primeros días, y había presenciado la muerte de la civilización, pero aún tenía que despejar grandes interrogantes. De las cinco grandes preguntas del periodista, tenía el
qué
, el
quién
, el
cuándo
y el
dónde
, pero no el
cómo
y mucho menos la que no estaba incluida en la estructura básica pero que algunos teóricos mencionaban en sus listas particulares: el
porqué
. Pensaba que en algún sitio debía haber una respuesta, y si era capaz de encontrarla, podría cumplir un viejo sueño de la infancia, el mismo sueño que le llevó a estudiar periodismo y trabajar en varios periodicuchos de poca monta, escalando puestos y consiguiendo encargos de cada vez más responsabilidad. Con todo eso podría conformar la «Crónica del fin de los días». Sus manos sudaban bajo la excitación que el solo título le provocaba. Casi podía verlo, impreso con un sutil relieve en bellos caracteres con
serif
. Era su gran oportunidad... si conseguía mantenerse vivo y llevar todas las cintas y cuadernos que había recopilado, escribiría ese libro definitivo, el más completo de cuantos se pudieran escribir sobre el caso, con fotografías de toda la terrible tragedia. «LA PANDEMIA QUE CASI ACABA CON EL SER HUMANO», rezaría una tira de color rojo, emplazada diagonalmente sobre la portada. «¿CÓMO SE DESATÓ? TODAS LAS PREGUNTAS, TODAS LAS RESPUESTAS.» El horror siempre había atraído al ser humano. El horror genera morbo, y el morbo se paga. Eran simples matemáticas, una ecuación directa: ¿Cuántos libros y documentales se habían escrito y producido sobre horrores reales? Pues, amigos y vecinos, aquí tenía al Rey de los Horrores Reales en toda su increíble magnificencia.

—¿Qué tipo de combustible usan estos
camionacos
? —preguntó Javier.

—Diésel, usan diésel.

—¿No usan un combustible especial?

—No, hombre. A veces instalan economizadores de combustible especiales para camiones, pero eso es todo.

Víctor golpeó con el dedo el indicador de combustible, como si esperase que, de alguna forma mágica, la aguja fuese a cimbrear y subir un cuarto por lo menos, pero por supuesto, permaneció inmóvil.

—Es una jodienda —exclamó—. Estos camiones tienen bidones enormes que les dan una autonomía de veinticuatro horas, puede que más.

—Seguro que más, joder —contestó Javier—. O sea, éste es un Mercedes, joder, se supone que es el puto Mazinger-Z de los camiones, ¿no?

—Puede que sí.

—Y tuvimos que coger el que tenía menos combustible, ¡joder!

—Bueno... de cualquier forma, está hecho. No hay nada que rascar aquí. Sugiero que sigamos adelante... ya encontraremos otra cosa.

Descendieron de la cabina, cada uno por su lado, y se encontraron literalmente en mitad de la nada. La carretera se extendía en ambas direcciones sin que se viera un solo edificio por ninguna parte. Los pájaros cruzaban por encima de los verdes prados describiendo órbitas caprichosas, y el suave viento arrancaba un sonido melodioso a las arboledas, que se agitaban como si, desde sus eternos emplazamientos, quisieran saludarles.

Javier había rodeado la cabina y estaba examinando el frontal del camión. Cuando se encontraba con cosas que captaban su atención, ponía una expresión que le daba un aire un tanto bobalicón, con la boca formando una O perfecta y la mirada ida, como ausente. En ese momento, estalló en carcajadas, doblándose por la mitad con las manos en las rodillas. Aullaba como una hiena en celo.

Víctor estaba acostumbrado al histrionismo de su compañero, pero sentía curiosidad. Y cuando miró, torció el gesto con una mueca. El frontal estaba literalmente bañado en sangre, o al menos creía que debía ser sangre, porque no era roja, sino negra, oscura como el alquitrán. Unos pequeños coágulos le conferían una textura irregular, grumosa y aborrecible. A Víctor no le extrañó: cuando salieron de Almería, tuvieron que atravesar un aparcamiento lleno de
zombis
. Aquellas cosas se lanzaban directamente contra el camión, como si no tuvieran ni pajolera idea de lo que representaba una máquina de varias toneladas a gran velocidad. Pero Javier no se reía de eso. Empotrado en las tomas de aire para el motor había un brazo, cercenado a la altura del codo. La carne estaba cubierta de heridas y llagas, y un trozo espantoso de hueso, quebrado y picudo como un estilete, asomaba por su parte inferior.

—Tío... —musitó Víctor.

Javier aullaba histéricamente.

—¿No lo ves, tío? —gritaba—. ¡Mira sus putos dedos!

Víctor miró. La mayoría habían desaparecido, sólo el dedo medio quedaba intacto, recto como el último mástil de una nave que se hunde, apuntando directamente al logotipo de Mercedes. Una escultura aberrante de un gesto obsceno, inmortalizada de la forma más macabra posible.

Víctor le miró sin comprender.

—¡Está haciendo
la
peseta
, macho! ¡Le atropellamos y todavía tuvo huevos de dejarnos un mensaje!: «¡Jodeos, que os jodan!» —Y rompió a reír, como si tuviera delante al mismísimo payaso Pagliazzi, el Rey de los Chistes.

Víctor apartó la vista, poniendo los ojos en blanco. Suponía que su desmesurada reacción debía ser cosa del estrés. El día avanzaba con rapidez y se encontraban aún muy al sur. Tenían todo un país que atravesar y apenas tenían alimentos, ningún conocimiento de lo que podían encontrar y una pistola con dos balas que era como una carta boca abajo, porque se mojó mientras cruzaban el Mediterráneo y no sabrían decir si era capaz de disparar.

Por fin, Javier se serenó, reduciendo paulatinamente el nivel de sus carcajadas. Las lágrimas resbalaban por sus mejillas y tenía la cara enrojecida por el esfuerzo.

Está histérico, pensó Víctor fríamente. Ha llegado a su límite. Siempre estuvo chalado, pero ahora es una bomba con el reloj de detonación estropeado. Nos atacarán, y él se echará a reír como si los zombis hubieran resbalado con una cáscara de plátano en sus mismas narices, y eso es todo lo que hará: reír y reír hasta romperse el culo. Sólo que el culo no se lo partirán de la risa...

—Oh, tío. Qué bueno...

—Bien, pues... sigamos andando, entonces —contestó Víctor—. Ojalá encontremos algo antes de que se haga de noche. No me gustaría andar a la intemperie, y no lo digo sólo por el frío.

Javier hizo un amago de asentimiento pero, de pronto, se quedó congelado en el sitio. Víctor también lo había oído: un sonido claro y uniforme, como el de una pelota de tenis rebotando en el suelo de una pista, pero más metálico. Víctor se giró sobre sus talones, mirando alrededor. Era difícil decir de dónde venía el sonido, con tanto espacio diáfano alrededor. Era como si el sonido se escurriese por entre las colinas y regresara a ellos transportado por el viento.

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