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Authors: Carlos Sisí

Tags: #terror, #Fantástico

Hades Nebula (40 page)

BOOK: Hades Nebula
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Romero suponía que por allí arriba tenían sus propios problemas, y sospechaba de qué índole eran. Algo quizá tan complicado como la Pandemia Zombi. Empezó a sospecharlo cuando se le preguntó si había problemas con civiles armados por su zona y él había informado de que no, no habían tenido problemas en ese sentido. Sus problemas eran básicamente de recursos. Informó de que tenía varios cientos de civiles a su cargo y éstos precisaban alimentos, atención médica y equipamiento para pasar el invierno: ropa adecuada, calzado, mantas, etcétera. Se le comunicó, con contundente rapidez, que la población civil era deleznable. Sacrificable. Ningún hombre a su cargo debía ser arriesgado para garantizar la supervivencia de la población civil. La base Orestes debía permanecer en estado de espera de instrucciones, tan operativa como fuera posible. Romero informó entonces de que los alimentos disponibles no alcanzarían más que para dos meses, y el comunicado de vuelta contenía instrucciones tan claras como las anteriores:
Recorte o elimine el suministro de alimentos a la población civil para que la cantidad de suministro de que se dispone para el personal militar de la base llegue a los cinco meses
.

Romero obedeció sin divagaciones morales innecesarias. Una orden era una orden, y creía firmemente en el bien global. Si había que sacrificar varios cientos de personas para la consecución de un bien mayor, se haría.

Sus hombres eran otra cosa. Bajo su mando tenía muchos soldados que habían estado a su cargo desde hacía bastante tiempo: hombres duros acostumbrados a las penurias en escenarios donde la miseria humana hedía como un pedo en una habitación sin ventilación. Esos hombres no eran el problema. El problema eran los restos de otras brigadas que había ido parcheando mientras servía en Valencia, hombres que encontraba a su paso que habían quedado aislados sin mando ni canales de comunicación y que había unido a sus filas. Entre ellos había paracaidistas, por ejemplo, que no habían servido nunca en una situación de combate real. Ellos aún tenían dificultades para considerar el cuadro completo, como lo hacía él, y veían con malos ojos que se dejara a los civiles a su suerte. Cuando inició el plan para recluir a los civiles en una especie de gueto, el malestar se hizo patente, pero las órdenes debían ejecutarse a toda costa. Cada pieza de la maquinaria debía funcionar y cumplir su cometido sin preguntas ni dudas, aunque los engranajes que ellos debían representar tuvieran montada una afilada cuchilla en su base.

Sin embargo, el problema de los insurrectos se remontaba a mucho antes. Insurrectos que se movían de forma taimada, por cierto, como amebas en una charca, silenciosas y reptantes, aprovechando la ausencia de luz y el silencio para parasitar entre sus buenos soldados. Sospechaba que alguien entre sus hombres codiciaba liderar la base Orestes y tomar sus propias decisiones. El mundo se había convertido en un lugar extraño: las ciudades se habían vaciado de personas y de cualquier representación de la autoridad y eran un raro objeto de interés para alguien con un puñado de hombres a su cargo. Allí había riquezas esperando en los cubiles más inverosímiles, por ejemplo, y existían lugares paradisíacos donde noventa hombres armados podrían hacerse fuertes y llevar una nueva vida llena de comodidades.

Cuando informó del problema, recibió nuevas instrucciones:
Identifique y erradique el problema POR COMPLETO INMEDIATAMENTE
. Romero supo, por el énfasis de la directriz y las órdenes de las que ya disponían, que el ejército se enfrentaba, con toda probabilidad, a un problema de facciones. Quizá allá por el norte se fraguaban las bases de un Nuevo Orden y por eso habían preferido mantenerlos lejos de los conflictos. Eso le fastidiaba, le fastidiaba mucho.

Romero había hecho lo posible por averiguar quién tejía oscuros planes de insubordinación, pero sin mucho éxito. Se movían en silencio, cuchicheaban por las esquinas y tramaban, sin que él supiese aún qué clase de planes se formaban en la oscuridad de sus dormitorios. A veces había aparecido algún soldado asesinado en su cama, con el cuello abierto y literalmente anegado por su propia sangre. En todos esos casos había aparecido una palabra escrita, bien con letras de sangre en una pared, o de cualquier otro modo. «TRAUMA.» Para él, estaba claro que TRAUMA era la consigna secreta que usaban los rebeldes. Un claro mensaje lanzado a cualquiera que pensase en traicionarlos, una advertencia de que ellos podían llegar a cualquier lado, que ellos
sabían
y velaban sus sueños.

Demasiado tarde se dio cuenta de que el problema era mayor de lo que pensaba. Sabía por su operador que la radio había sido utilizada, al menos, en dos ocasiones, por alguien que no debía tener acceso al aparato. Había cosas cambiadas de sitio, la frecuencia estaba desajustada, los cascos colgaban de la mesa sujetos por su cable, describiendo un vaivén suave que indicaba que alguien acababa de salir corriendo. Esa brecha en la seguridad le pareció inexcusable, y lamentó profundamente no haber pensado en ello con anterioridad. Desde entonces vivía un poco más inquieto, pensando que cualquier día podrían recibir la visita de algún grupo armado que los pusiera en entredicho.

La otra cosa que ocupaba una buena parte de su mente en todo momento era Aranda. Después de dejarlo con los doctores, fue a la sala de radio e informó a sus superiores. Envió un mensaje explicando lo que acababa de ver en aquel patio estrecho donde guardaban los
zombis
que Marín y Barraca utilizaban para sus investigaciones, y fue tan objetivo como le fue posible. En su interior, la excitación hervía como la caldera de un volcán, pero intentó evitar expresiones grandilocuentes para referirse al pequeño milagro que había presenciado. Demasiado bien se daba cuenta de que aquel hombre joven de aspecto desaliñado podía representar el fin del embargo impuesto por los muertos. Esa vez, sorprendentemente, la respuesta tardó varias horas en regresar.

Órdenes prioritarias: garantizar la custodia y seguridad del sujeto a toda costa. Enviaremos comisión tan pronto nos sea posible
.

Romero envió otro mensaje, explicando que su personal médico estaba analizando al sujeto, y la respuesta volvió a demorarse. Cuando llegó, frunció el ceño de incredulidad.

Inspección del sujeto vía análisis médicos denegada. Órdenes: garantizar custodia y seguridad del sujeto
.

Romero no entendía por qué su personal médico no podía intentar acelerar el proceso. Esa mañana estuvo dando vueltas y fumando en pipa más de lo acostumbrado, porque se había racionado el tabaco en previsión de que tuviera que pasar allí una larga temporada y sólo le correspondía una carga cada cuatro días. Llamó a su enlace para anular el trabajo de los doctores, pero cuando éste se presentó, le mandó irse sin encargarle nada. Luego la duda volvió a acosarle y estuvo tentado de cambiar la orden. Cambiaba de parecer a cada rato. No era hombre que pusiera en duda las órdenes de sus superiores, pero no acababa de entender qué daño podía hacer que los trabajos comenzaran inmediatamente. Lo que Marín y Barraca habían conseguido hasta la fecha era bastante halagüeño. Podían conectar el cerebro de una de aquellas cosas a una corriente eléctrica y activarlos y desactivarlos a voluntad, por ejemplo, y descubrieron algo que a él (a todos) se le había pasado por alto: la
restauración
.

Le explicaron que el virus tenía increíbles capacidades regenerativas. Actuaba sobre las partes dañadas, reparando y conectando las células perdidas extrayendo la información que faltaba del propio cuerpo. Los doctores se lo explicaron con palabras sencillas.

—La regeneración de órganos es bastante común entre los insectos —le dijeron—, pero no en los vertebrados. En el caso de los lagartos la regeneración se limita a la cola, pero en los urodelos se da de una forma muy potente y sorprendente. No solamente reconstruyen sus colas, también regeneran sus patas, las retinas, los cristalinos, las mandíbulas, los dientes... el tejido cardíaco e incluso partes del cerebro. Se consigue con una masa de células indiferenciadas llamada
blastema
, que da origen a la nueva extremidad. En el caso de nuestro virus, parece que opera a nivel de la masa cerebral, que en realidad es lo único que necesita para funcionar. En concreto, la parte derecha, que controla la capacidad para solucionar problemas y las facultades espaciales. La clave está en esas células indiferenciadas... son como células madre, activan genes en secuencia en un proceso no muy diferente al que ocurre durante el período embrionario. En cierto modo, teniente, ponen en marcha el mismo mecanismo que formó esa parte inicialmente.

—¿Qué significa eso realmente?

—Significa que, en un período de tres o cuatro días, los
zombis
que hemos dado por acabados por haber destruido su cerebro por cualquier medio pueden volver a levantarse. Es el tiempo que necesitan para restituir el material orgánico perdido.

Romero no se sorprendió demasiado por aquel descubrimiento, si bien le pareció sumamente inquietante. Eso explicaba por qué el mundo seguía cuajado de muertos, pese a todas las contiendas que se sucedían (o sucedieron) en todo el planeta. En las situaciones de combate solían limpiar las zonas de muertos empleando ingentes cantidades de munición, y dejaban los cadáveres allí donde caían, dándoles por muertos, destruidos en el más amplio sentido de la palabra. Sin embargo, cuando volvían a pasar al cabo de los días, volvía a estar tan lleno de espectros como al principio. Siempre lo atribuyó a ese efecto ola que los caracterizaba, que los mantenía en constante movimiento. Ellos no dormían, y dedicaban las largas horas de la noche a moverse siguiendo algún instinto invisible, arrastrando los pies lentamente durante horas y horas... Por la mañana, la población de
zombis
podía haberse duplicado o reducido a la mitad. Ese descubrimiento le pareció muy revelador; de haberlo sabido antes, habrían hecho pilas con los cuerpos y los habrían incinerado, o habrían separado sus cabezas de sus troncos.

Desde aquel momento, los doctores se ganaron su confianza y empezó a atender (no sin reticencias) sus más locas peticiones. Las últimas le habían costado demasiado esfuerzo. Insistían en que necesitaban gente viva, sin infectar, para entender cómo actuaba el virus en el momento justo de la muerte....

Mientras daba vueltas a esas reflexiones, acabaron llegando a la Torre de Comares, ubicada en el extremo más septentrional de la fortaleza. Allí le esperaban dos soldados que escudriñaban en la noche con unos prismáticos.

—Señor... —saludaron casi al unísono.

Romero reclamó los prismáticos con un gesto, sin decir nada. La noche era bastante clara, pero a través de las lentes, la visión se degradaba mucho. Tuvo que dejar pasar un rato para acostumbrarse a la oscuridad. Vio entonces cómo los espectros pasaban corriendo por la calle, trotando con su acostumbrado desparpajo, que era a la vez risible y espantoso.

En ese momento, los disparos volvieron a sonar. Había al menos dos disparos simultáneos, arropados por los gritos de una plétora de
zombis
: sus alaridos eran inconfundibles.

—Ahora se escuchan más lejanos, señor —dijo el soldado.

—Más lejanos... —murmuró el teniente, intentando comprender qué podía significar aquello.

No podían ser civiles, porque no contaban con armas. ¿Desertores, quizá?, ¿hombres de entre sus propias filas que habían decidido probar suerte en las calles? Era improbable, pero la posibilidad no debía desestimarse.

—¡García! —dijo—. Recuento de hombres.

—¿Ahora, señor?

—Inmediatamente.

—Sí, señor —dijo el soldado.

—Y mientras está en ello, póngalos en alerta. Asigne más hombres a todo el perímetro.

—Sí, señor.

Mientras el soldado desaparecía escaleras abajo, el ruido de los disparos cesaba inesperadamente, dejando en el aire el rastro de un eco que fue difuminándose hasta extinguirse. Romero permaneció expectante, atento a los ruidos de la noche. Los gritos llegaban a través de la oscuridad, amortiguados pero evidentes. Y había algo más... una especie de ruido monótono y repetitivo que llegaba de alguna parte indeterminada. Pero cuando intentaba concentrarse en él para determinar su naturaleza, desaparecía sin proporcionarle la información que buscaba. Demasiado lejano.

Se mantuvo allí durante un buen rato, repasando las calles y el movimiento de los espectros con los prismáticos. En todo ese tiempo, el sonido de los disparos no volvió a producirse. Después empezó a acusar el frío de la noche (había abandonado la habitación sin procurarse un abrigo), así que se despidió de los soldados, indicó que le avisaran si había novedades y se retiró de nuevo a su habitación.

Una vez estuvo de vuelta, no volvió a encender la pipa ni retomó su libro. Se apoyó sobre la chimenea y estuvo observando las llamas, ensimismado. De vez en cuando consultaba el reloj. Había pasado una media hora y esperaba el informe en cualquier momento, pero éste aún se retrasó diez minutos más.

—Señor... —dijo el soldado tras llamar tres veces a la puerta.

—¿Todo en orden? —preguntó Romero, expectante.

—En.... En realidad no, señor —contestó el soldado. Estaba lívido y mantenía la cabeza ligeramente agachada, señales ambas que no le inspiraron buenas sensaciones.

—¡Explíquese! —increpó Romero.

—Tenemos un problema —contestó el soldado, con un hilo de voz.

Romero irrumpió en el área asignada a los doctores acompañado de cuatro soldados armados. Avanzó por la sala con paso resuelto, mirando en todas direcciones. Cruzó por en medio de las mesas dispuestas en extrañas formaciones, como las piezas de un Tetris, y avanzó hacia la siguiente sala. Allí se encontró con Marín. Estaba tirado en el suelo, con el cuello marcado por una abominable incisión que lo recorría de lado a lado. Un charco de sangre se desparramaba debajo de su cuerpo, manchando su bata. En la pared del fondo, alguien se había tomado tiempo para escribir una sola palabra :

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