—Es un honor tan grande. No soy digna de ello. Un trabajo sagrado no es adecuado para una simple tejedora.
—Es cierto —dijo juiciosamente Chulian, mientras sacudía la rechoncha cabeza calva arriba y abajo—, pero la Jerarquía que puede ennoblecer a quien desee, incluso a los más humildes, te ha considerado digna de esta sagrada tarea, alégrate, hija mía. Alégrate…
—Pero sin embargo no soy digna. Lo siento en mi corazón. No puedo hacerlo —replicó la joven con voz reposada y grave.
—¿No puedes, hija mía? —la voz de Chulian se hizo, de repente, quejumbrosa y severa—. ¿Eso significa que «no quieres»?
Casi imperceptiblemente Naurya asintió. Tras ella, los fieles abrieron desmesuradamente los ojos y abandonaron sus gestos nerviosos.
La boca pequeña del hermano Chulian se crispó en un rictus y las listas de trabajos crujieron entre sus dedos cuando cerró el puño enguantado de rojo.
—¿Comprendes lo que estás haciendo, hija mía? ¿Comprendes que estás desobedeciendo una orden de la Jerarquía y del Gran Dios al que sirve la Jerarquía?
—Sé, que no soy digna. No puedo hacerlo.
Pero esta vez el signo de afirmación que hizo con la cabeza tenía carácter definitivo. De nuevo Jarles sintió cómo se le encogía el corazón. Chulian se levantó de un salto del banco que compartía con él.
—¡Ningún fiel puede poner en duda las decisiones de la Jerarquía, porque son infalibles! Me parece notar en ti algo más que una simple testarudez, incluso algo más que una pecaminosa obstinación. Sólo hay un tipo de fiel que tema entrar en el Santuario cuando se le ordena hacerlo. Me huelo… ¡brujería! —añadió en tono dramático, golpeándose el pecho con la palma de la mano.
Inmediatamente, la túnica escarlata se hinchó a su alrededor. El efecto era a la vez grotesco y aterrador. Parecía una paloma escarlata pavoneándose. Por encima de su cabeza surgió un halo violeta.
Los rostros de los fieles palidecieron más aún, pero Naurya se limitó a sonreír ligeramente y sus ojos verdes parecieron atravesar a Chulian.
—Y una vez olida, es fácil de descubrir —continuó triunfal el pequeño sacerdote hinchado.
Dio un paso adelante. El hinchado guante escarlata cogió a la muchacha por el hombro y, aunque parecía que escasamente la tocara, Jarles vio cómo ella se mordía los labios a causa del dolor. El guante escarlata descendió un poco más y desgarró el grueso tejido que cubría a la joven, dejando al descubierto su hombro desnudo.
Tres manchas circulares destacaban en su piel blanca. Una de ellas era de un rojo intenso y las otras estaban adquiriendo rápidamente el mismo color.
A Jarles le pareció que Chulian dudaba un momento y contemplaba las marcas desconcertado, antes de recuperarse y gritar con voz aguda:
—¡Es una bruja! ¡He aquí la prueba!
Jarles se levantó con dificultad. El furor le provocaba arcadas y le producía náuseas. Se golpeó el pecho y notó al instante la presión uniforme que hinchaba su túnica en contacto con todos los puntos de su cuerpo, como un baño de cera tibia. De reojo contempló la fosforescencia de su halo y entonces dirigió su puño hacia el cuello de Chulian.
El golpe no pareció alcanzar su objetivo, pero Chulian cayó y dio dos vueltas sobre sí mismo. Durante la caída, su túnica se interponía entre el suelo y él como si estuviera dentro de un gran balón rojo.
Jarles se golpeó de nuevo el pecho. La túnica se volvió flácida y el halo desapareció. Y en ese momento, la ira estalló con violencia, arrancando la máscara de hipocresía de su rostro.
¡Que le destruyeran! ¡Que le excomulgaran, dejándole ciego y sordo! ¡Que le arrastraran entre gritos a las criptas del Santuario! La Jerarquía le había dejado enloquecer sin intervenir. Pues bien. ¡Tendrían una muestra de su locura!
Jarles saltó sobre el banco y levantó las manos para reclamar atención.
—¡Fieles de Megatheopolis!
Con ello detuvo un inicio de desbandada de pánico. Todos los ojos se volvieron hacia él con estupor. Aún no comprendían lo que había ocurrido. Pero cuando un sacerdote hablaba, todos escuchaban.
—Os han enseñado que la ignorancia es buena. ¡Yo os digo que es mala!
»Os han enseñado que no hay que pensar. ¡Yo os digo que es correcto hacerlo!
»Os han enseñado que vuestro destino es penar noche y día hasta romperos la espalda de fatiga y hasta que las manos se os llenen de ampollas y callos. ¡Yo os digo que el destino de todos los hombres es perseguir tiempos mejores!
»Habéis dejado que los sacerdotes dirijan vuestras vidas. ¡Yo os digo que tenéis que dirigirlas vosotros mismos!
»Creéis que los sacerdotes tienen poderes sobrenaturales. ¡Yo os digo que los poderes que poseen están al alcance de todos!
»Creéis que los sacerdotes son elegidos para servir al Gran Dios y transmitir sus órdenes. Pero, si hay algún Dios en alguna parte, cada uno de vosotros lo conoce, en el fondo de vuestro ignorante corazón, mucho mejor que el más poderoso de los arciprestes.
»Os han enseñado que el Gran Dios domina el universo, el cielo y la tierra. ¡Yo os digo que el Gran Dios es una simple invención, un fraude!
Aquellas frases, cortantes y agresivas, resonaban en las esquinas de la Gran Plaza como el restallar de un látigo y todos los ojos le contemplaban. No comprendían sus palabras, pero sabían que eran muy diferentes de las que siempre habían dicho los sacerdotes. Les aterrorizaban, pero al tiempo les fascinaban. Por todas partes, incluso en las colas de los que esperaban trabajo, los fieles miraban fugazmente al sacerdote que tenían más cercano y, al no recibir contraorden, se volvían nuevamente hacia Jarles.
Jarles miraba a su alrededor estupefacto. Había esperado que le obligaran a callar inmediatamente. Sólo había intentado decir tantas cosas como le fuera posible, quizá se trataba simplemente de un estallido de cólera en aquel breve momento de libertad.
Pero el castigo no llegaba. Ningún sacerdote se había acercado a él, ni se había comportado como si ocurriera algo anormal. Su ira continuó hablando por él:
—Fieles de Megatheopolis, lo que os voy a pedir es más difícil, más duro que el trabajo en las minas, aunque no os pediré que levantéis siquiera el dedo meñique. Quiero que escuchéis lo que voy a deciros, que reflexionéis sobre la verdad de mis palabras, que os forméis un juicio y actuéis en consecuencia. Os costará entender lo que significan, pero pese a todo debéis intentarlo. ¿Reflexionar sobre la verdad de mis palabras? Se trata de que verifiquéis si se corresponden con lo que habéis visto que sucede en vuestra vida privada, o por el contrario con aquello que os han enseñado. ¿Formaros un juicio? Se trata de decidir si deseáis o no alguna cosa después de que hayáis comprendido de qué se trata. Sé que los sacerdotes os han dicho que no debe hacerse tal cosa. ¡Olvidaros de los sacerdotes! ¡Olvidad que yo también llevo puesta la túnica escarlata! ¡Y escuchad, escuchad atentamente!
Con toda seguridad el castigo llegaría ahora. No iban a dejarle decir nada más. Instintivamente miró hacia arriba, hacia la imagen del Gran Dios. Sin embargo, el ídolo inerte no prestaba más atención a lo que sucedía en la plaza que la que un hombre dedicaría a un grupo de hormigas moviéndose en torno a un terrón de azúcar.
—Todos conocéis la historia de la Edad de Oro —continuó con voz vibrante y emocionada a causa de los secretos que estaba a punto de desvelar—. Os la repiten cada vez que acudís a la Catedral. Cómo el Gran Dios otorgó poderes divinos a todos los hombres para que pudieran vivir en el paraíso sin penas ni fatigas. Cómo los hombres, descontentos e insatisfecho, querían todavía más y se entregaron a todos los pecados viviendo en el vicio y en la lujuria. Cómo el Gran Dios, en su misericordia, refrenó su ira confiando en que se corregirían. Pero, empujados por un orgullo funesto, los hombres intentaron tomar por asalto el mismo Cielo y todas sus estrellas. Entonces, cómo los sacerdotes no cesan de repetir, el Gran Dios se alzó en su sabiduría y su ira y escogió, a los pocos hombres que no habían pecado contra Él y todavía obedecían sus sagrados mandamientos y les hizo entrar en su Jerarquía, dándoles poderes sobrenaturales, superiores incluso a los que poseían anteriormente. Al resto, a los pecadores, les rechazó y les revolcó en el polvo. A la Jerarquía le dio el poder de dirigir, para que aquellos que no habían vivido en la virtud por su propia voluntad fueran obligados a hacerlo por la fuerza. También decretó Dios que la Jerarquía seleccionara a los hombres de natural virtuoso de cada generación para convertirles en sacerdotes y destinara a los restantes para que trabajaran en una bienaventurada ignorancia, bajo la dirección clemente pero inflexible de los sacerdotes que componen la Jerarquía.
Jarles se interrumpió y escrutó ávidamente las caras que le contemplaban.
—Todo esto, lo sabéis de memoria. ¡Pero ninguno de vosotros tiene la menor idea de la verdad que se esconde tras la historia!
Si no se hubiese dejado llevar por la ira, Jarles se habría detenido en este punto y habría entrado en el Santuario para descender a las criptas, tras constatar el abismo de estupidez y de incomprensión en la reacción de los fieles que, desde luego, interpretaban erróneamente cada una de sus palabras. Al principio parecía que estaban tan sólo sorprendidos y perplejos, pero que seguían atentamente el discurso, como siempre. Después, cuando les había pedido que pensaran y que se formaran un juicio, se mostraron inquietos, como si todo aquel galimatías fuera tan sólo la introducción a una nueva asignación de trabajo físico, sin duda más duro que el trabajo en las minas. Escuchar la historia de la Edad de Oro les había devuelto la seguridad porque estaban familiarizados con ella, pero la última frase había roto aquella calma y les había devuelto a un estado de estupefacción y ansiedad.
Pero ¿podía esperar otra cosa? ¡Si pudiera sembrar la semilla de la duda aunque fuese solamente en un fiel!
—Hubo una Edad de Oro. Eso es cierto; pero por lo que yo sé también había en ella penas y fatigas, aunque al menos, los hombres tenían algo de libertad y trataban de conquistar más aún. Pero obtener aquella libertad comportaba muchos problemas, demasiados, y un día los científicos…, pero no sabéis ni siquiera quiénes son los científicos, ¿no es así? De la misma forma que no sabéis lo que es un médico, o un abogado, o un juez, o un maestro, o un estudiante, o un hombre de Estado, o un director de empresa, o un artista porque son los sacerdotes quienes realizan todas esas funciones, ellos se han adjudicado todas las profesiones liberales y unido todas las clases privilegiadas en una sola. ¡Ni siquiera sabéis qué es un sacerdote! En aquel tiempo había religiones, ¿comprendéis?, y el culto a un dios; eso era así durante la Edad de Oro y en las largas eras anteriores, cuando el hombre luchaba con sus manos y su cerebro para forjar su camino y hacerse con el dominio del planeta. Pero los sacerdotes de esas religiones se ocupaban tan sólo de cuestiones morales y espirituales, al menos cuando eran sabios y buenos y dejaban las demás funciones en manos de otras profesiones. Ellos nunca recurrían a la fuerza.
»Pero no nos precipitemos. Quiero hablaros primero de los científicos y del final de la Edad de Oro. Un científico es un pensador que reflexiona sobre la forma en que suceden las cosas y observa cómo son. Si sabe que una cosa puede ocurrir y sabe que los hombres la desean, a veces llega a encontrar, reflexionando y trabajando mucho, una forma para hacer que eso ocurra. No hay nada de mágico en ello, ¿comprendéis? No se trata de poderes sobrenaturales. Solamente es necesaria la observación, la reflexión y el trabajo.
Jarles había dejado de preguntarse por qué no le hacían callar. Sólo pensaba en utilizar las palabras adecuadas para hacerlas penetrar en sus cerebros. ¡Cualquier cosa que produjese alguna reacción en sus rostros!
—Los científicos de la Edad de Oro temieron que la Humanidad volviera a la barbarie y a la ignorancia. Su posición como miembros de una profesión privilegiada estaba en peligro, así que decidieron tomar, temporalmente, la dirección y el control del mundo. Pero como no tenían suficiente fuerza para hacerlo directamente porque no eran luchadores, alumbraron la idea de implantar una nueva religión, copiada de las antiguas religiones, pero potenciada por la ciencia. En las religiones antiguas, las bendiciones y las maldiciones se forjaban en las mentes de los hombres; en la religión que impusieron los científicos, las bendiciones y maldiciones se otorgaban directamente, por la fuerza.
»¿Queréis una prueba? Deberíais exigirla. ¡Pues aquí la tenéis!
La mano de Jarles se deslizó desde el escote de la pesada túnica escarlata hacia abajo. Entonces se hizo visible una hendidura con borde de metal de la que su cuerpo surgió rápidamente para quedar desnudo, con la excepción de un calzón escarlata. La mayor parte de los fieles se estremecieron y retrocedieron horrorizados. Contemplar a un sacerdote sin su túnica era pecado. Cierto que el sacerdote había hecho aquello por voluntad propia, pero quizá podían ser culpados por ello.
—Os han enseñado que la inviolabilidad es prerrogativa del sacerdote; un aura divina proyectada por su santa carne y controlada por la fuerza de su voluntad. ¡Mirad!
Jarles dio un golpe seco en la parte delantera de la túnica vacía e inmediatamente ésta comenzó a hincharse. Después la empujó hacia atrás y la túnica flotó en dirección a la multitud. Los fieles comenzaron a moverse y empujarse unos a otros en su intento de no ser alcanzados por la túnica.
Ésta acabó deteniéndose a unos cincuenta centímetros del suelo, oscilando arriba y abajo con suavidad. Parecía un sacerdote recostado, exactamente igual, incluso tenía los henchidos guantes escarlata, sólo faltaba un cráneo bajo la áurea fosforescencia violeta del halo que, como todos sabían, era una manifestación externa de los sagrados pensamientos de los sacerdotes.
Los fieles, aterrorizados, se agruparon en círculo en torno a ella, a una distancia que juzgaron a la vez prudente y respetuosa.
La voz de Jarles sonó amarga como una medicina:
—Quizá podáis alcanzar el cielo de la Jerarquía de la misma forma en que trata de hacerlo la túnica. No conozco ningún otro método. ¿Pero no veis que se trata de un truco? ¡Desgarrad la túnica! —Uno de los fieles, tomando esta exclamación como una orden, le contempló, por un momento, con horror—. Desgarradla y encontraréis una red de finos hilos eléctricos. ¿Para qué necesita hilos el Gran Dios? Forman lo que se llama un campo de repulsión bilateral, localizado y polivalente. Algo que rechaza. ¿Comprendéis? Muy útil para proteger a un sacerdote de los golpes, al tiempo que hace sus dedos más fuertes y potentes que los de un herrero. Y también desencadena la aparición de la aureola. ¡Dejad de mirarla embobados! ¡Imbéciles! ¡Os digo que no es más que un truco!