¡Y, más lejos todavía, el mismísimo paraíso!
Cuando hubo recorrido la mitad del trayecto, su imaginación inició el viaje de regreso. Ahora seguía las líneas de la pirámide o cono social. Primero, la amplia base de fieles, ese subestrato necesario, bestial y casi sin cerebro. Seguía una delgada capa de diáconos; el aislante. Después, los novicios y los sacerdotes inferiores de los dos primeros círculos que sumaban más de los siete octavos de las túnicas escarlata. A partir de aquí, el cono se estrechaba rápidamente para formar los diferentes círculos al que pertenecían los principales dirigentes.
Y en la cima, los arciprestes y el Consejo Supremo.
Y finalmente, lo supieran o no, lo desearan inconscientemente o lo temieran, ¡él mismo por encima de todos!
Goniface se instaló en su lugar y, aunque ya sabía la respuesta, preguntó:
—¿Cuáles son los temas para hoy?
—Plazca a Sus Eminencias —respondió la voz bien timbrada de un secretario del Segundo Círculo— que nos ocupemos de lo que me han pedido que conozcamos como la Cuestión de Los Sacerdotes Aterrorizados.
Goniface notó que un sentimiento de contrariedad recorría la Mesa del Consejo. Aquel era uno de esos temas fantásticos que no podían ser resueltos por el procedimiento ordinario y, por consiguiente, irritaba sumamente a las mentalidades conservadoras. Hacía ya dos días que el Consejo Supremo había pospuesto aquel tema.
—¿Qué decís de ello, hermanos? —propuso con tono casual y calmado—. ¿Debemos convocar a todos los sacerdotes rurales y avergonzarles haciendo que se escuchen unos a otros, mientras explican esas pueriles divagaciones?
El hermano Frejeris tomó la palabra con una voz modulada y armoniosa como el timbre de un órgano:
—Eso no estaría de acuerdo con los mejores métodos psicológicos. De ese modo alentaríamos la histeria colectiva.
—Les hacéis un honor excesivo, hermano, al utilizar ese término altisonante— observó Goniface, después de asentir cortésmente.
De nuevo recorrió la asamblea con una mirada interrogante. Su compañero Realista Jomald intervino en tono de urgencia.
—Reunámosles de una vez, o perderemos toda la noche aquí.
Goniface miró de reojo al miembro más veterano de la reunión, el enjuto hermano Sercival, cuyos cabellos blancos, rasurados quizá el día anterior, daban un reflejo plateado a su cráneo apergaminado.
—¡Reunámosles! —votó el hermano Sercival abriendo apenas los delgados labios.
¡Siempre avaro en palabras, aquel viejo Fanático!
Todo el mundo estuvo de acuerdo.
—Es un tema sin importancia —murmuró el hermano Frejeris, haciendo un gesto negligente con su escultural mano blanca—. Simplemente quería evitar una situación que pudiera resultar desconcertante para aquellos que no han sido formados psicológicamente.
Un secretario transmitió las órdenes necesarias.
Mientras aguardaban, el hermano Frejeris bajó los ojos en dirección a su regazo:
—Me han informado —dijo con voz tranquila— de que ha habido un incidente en la Gran Plaza.
Goniface ni siquiera le miró.
—Si tiene alguna importancia —dijo con suavidad—, el Primo Deth, nuestro sirviente, nos informara de ello.
—Vuestro sirviente —corrigió Frejeris también con tono suave.
Goniface no replicó.
Un grupo de sacerdotes fue introducido por una puerta lateral. A primera vista parecían idénticos a los sacerdotes del Santuario de Megatheopolis, pero para los miembros del Consejo Supremo, sus actitudes y gestos, la manera como vestían las túnicas y el mismo corte de esas túnicas denunciaban inequívocamente a los «rurales».
Los recién llegados, tímidos y muy impresionados, se detuvieron ante la mesa del Consejo.
Aquel grupo hacía resaltar la inmensidad gris y nacarada de la Cámara del Consejo.
—Reverendos arciprestes —empezó un individuo cheposo que parecía haber absorbido cierta tosquedad de los inmensos campos cultivados, aun sin haber trabajado en ellos—. Sé que lo que voy a decir puede parecer muy irreal, aquí, en Megatheopolis —continuó con una voz dubitativa, mientras sus ojos seguían la curva de los muros hasta perderse en el nebuloso techo—,…aquí en Megatheopolis, donde es posible convertir la noche en día si se desea. Es diferente allí de dónde venimos, donde la noche desciende y se abraza a la tierra, cuando se percibe el silencio que emana de los campos y cubre el pueblo…
—¡Basta de atmósfera! ¡Los hechos! —intervino Frejeris.
—¡Hechos! —ladró Sercival.
—Bien, se trata…, se trata de los lobos —dijo por fin el hombre con un tono casi agresivo—. Sé que estas cosas no existen, salvo en los libros antiguos, pero durante la noche los vemos. Son grises, con el color del humo, como estas paredes; grandes como caballos y tienen los rojos rojizos. Llegan brincando, en grupos y se extienden como bancos de niebla sobre los campos; vienen a merodear por el pueblo y forman círculos en torno al santuario. Y cuando dos de nosotros debemos salir de noche, nos siguen. ¡El Dedo de la Ira no les hace ningún daño… ni siquiera la Lanza! Ellos simplemente se apartan de la luz y desaparecen en la oscuridad. Os digo, Augustas Eminencias, que nuestros fieles enloquecen por el miedo y que los novicios están casi igual de afectados. Además, por la noche, en nuestras celdas, algo se acuclilla en nuestros pechos.
—¡Yo lo sé! —interrumpió otro sacerdote rural muy excitado—. Son cosas frías y peludas que te sacuden la ropa y husmean suavemente en tu cama. Se ponen allí, en cuclillas, ligeros como una pluma, mientras uno no sabe si está despierto o sueña. Te acarician con el hocico y charlan con unas vocecitas agudas, diciendo cosas que uno difícilmente osaría repetir. Pero cuando enciendes la luz o intentas cogerlos, nunca los encuentras. Y sin embargo se las percibe cuando te tocan y se sientan encima de ti. Cosas frías, menudas, cubiertas con una fina pelusa o cabello…, ¡cabello humano!
Un tercer sacerdote rural, un tipo delgado de amplia frente que parecía un maestro de escuela, había empalidecido más aún al escuchar el relato.
—¡Así es como me sentí yo también! —gritó nerviosamente, con los ojos perdidos en la lejanía—. El hermano Galjwin y yo habíamos ido a registrar la casa de un fiel del que sospechábamos que había escondido una parte del tejido, del que debía dar un diezmo a la jerarquía. Se trata de mala gente, sobre todo la hija… ¡Una zorra desvergonzada! Pero sé tratar con ese tipo de personas y muy pronto me di cuenta de que había una plancha móvil en la pared, así que la retiré e introduje el brazo en el hueco. Aquella pelirroja desvergonzada me sonreía de la forma más descarada e irrespetuosa, pero yo encontré al tacto un rollo de gruesa tela que intenté sacar del agujero. ¡Y entonces cobró vida! Se movió. ¡Culebreó! Era frío, peludo, con un tacto humano, justo como él decía. Sin embargo, el hueco de la pared apenas tenía diez centímetros de ancho. Entonces tiramos el tabique, sin dejar de vigilar la hendidura, pero de allí no salió nada y tampoco había nada detrás de la pared. De modo que castigamos a la familia con la entrega de un suplemento extra de tejido y como encontramos marcas de brujería en la hija, obtuvimos una dispensa especial y la enviamos a las minas junto con los hombres.
»Hay una cosa que no olvidaré nunca. Cuando retiré la mano, tenía dos cabellos bajo mi uña. Dos cabellos minúsculos del mismo color rojo cobrizo que los de la chica.
»Y ahora, cuando tengo un mal sueño, siempre tengo la misma sensación. ¡Esos brazos sinuosos que se retuercen contra mi mano!
Todas las lenguas se soltaron y se inició entonces un parloteo incoherente. Una voz, por encima de las demás, exclamó:
—¡Dicen que son esas cosas las que provocan las marcas de brujería!
Un arcipreste revestido con una suntuosa túnica emitió una risa melodiosa, desdeñosa. Había algo de irónico en aquella risa.
El hermano Frejeris sonrió y arqueó las cejas elocuentemente como diciendo: «Histeria colectiva. Ya os había avisado».
—Sé que todo esto parece absurdo, aquí, en Megatheopolis —repitió el primer orador con un tono de excusa, pero que estaba teñido de una pizca de desafío y obstinación—, pero después de haber hecho nuestro primer informe se nos envió un sacerdote del Quinto Círculo que vio lo mismo que nosotros habíamos visto, aunque no hizo ningún comentario y se marchó al día siguiente. Si descubrió alguna cosa, nosotros no hemos sido informados.
—¡Esperamos que la Jerarquía nos proteja!
—¡Queremos saber qué es lo que piensa hacer la Jerarquía!
—Dicen que existe un Consejo Negro —intervino el que había hablado de las marcas de brujería—, igual que existe el Consejo Supremo. Y una Jerarquía Negra Organizada como la nuestra, pero al servicio de Satanás, Señor del Mal.
—Sí —le hizo eco el individuo cheposo que había hablado primero— y hay algo que quisiera saber. ¿Qué ocurriría si, a lo largo de estos siglos en que hemos pretendido que existía un verdadero dios, hubiéramos, no sé cómo, despertado a la existencia a un verdadero demonio? ¿Qué haríamos entonces?
Goniface se irguió en su asiento y tomó la palabra a pesar del murmullo que habían provocado estas últimas palabras. Su voz carecía de la musicalidad de la de Frejeris, pero tenía la misma autoridad.
—¡Silencio! O despertaréis realmente un verdadero demonio. ¡El demonio de nuestra cólera!
Luego recorrió con la mirada toda la mesa y preguntó con desenvoltura:
—¿Qué vamos a hacer con estos locos?
—¡Azotadlos! —ladró Sercival cuya enjuta mandíbula estaba crispada como una trampa. Sus ojos pequeños brillaban en el fondo de sus órbitas—. ¡Azotadlos! Por haber sido tan cobardes ante las tretas y las amenazas de Satanás.
Los sacerdotes rurales se agitaron inquietos, Frejeris levantó los ojos al cielo, como si esta declaración le pareciera terriblemente bárbara, pero Goniface asintió amablemente, aunque sin indicar aprobación. Se maravillaba de hasta qué punto el viejo Sercival y los otros Fanáticos creían realmente en la existencia del Gran Dios y su eterno adversario Satanás, Señor del Mal. Se trataba de una postura de afectación, por supuesto, pero había en ella un substrato genuino; una creencia que no surgía de las ignorantes supersticiones propias de los fieles (éstas debían desaparecer en el Primer o Segundo Círculo, o de lo contrario, no era permitido que los sacerdotes siguiesen adelante), sino de una especie de autohipnosis inducida por años de contemplación de los prodigiosos poderes de la Jerarquía, hasta que dichos poderes parecían verdaderamente sobrenaturales. Afortunadamente había pocos Fanáticos, casi no llegaban ni a formar un partido. Sólo había uno en el Consejo Supremo y había llegado a pertenecer a él a causa de su senilidad. Pese a todo, aquel viejo imbécil podía ser útil algún día. Feroz y sediento de sangre como estaba, podía servir como víctima propiciatoria si llegara a ser necesario utilizar la violencia extrema. Por otra parte, el Partido Fanático contrarrestaba eficazmente a la minoría más numerosa de los Moderados, lo que permitía a los Realistas de Goniface un control casi completo de a situación.
Pero aquellos pobres sacerdotes rurales no eran Fanáticos. Nada de eso. Si hubieran tenido la más ligera sombra de una creencia en el Gran Dios, en cualquier dios, no estarían tan aterrorizados. Goniface se levantó para amonestarles.
Pero entonces se produjo un incidente. Las altas puertas del otro extremo de la habitación se abrieron y un sacerdote irrumpió. Goniface reconoció a uno de los Moderados de Frejeris.
El recién llegado avanzó hacia la Mesa del Consejo sin excesiva dignidad, casi corriendo.
Goniface esperaba impasible.
El sacerdote respirando agitadamente a causa de aquel ejercicio inhabitual, se acercó a Frejeris y le entregó algo que este examinó en seguida.
Frejeris se levantó dirigiéndose directamente a Goniface, pero en voz alta para que pudiese oírlo toda la Mesa:
—Me dicen que en la Gran Plaza un sacerdote del Primer Círculo blasfema contra la Jerarquía ante la multitud. Vuestro sirviente, el Primo Deth, se ha hecho cargo de la situación y ha prohibido toda interferencia. ¡Os pido que expliquéis inmediatamente al Consejo qué es toda esta locura!
—¿Quién alienta ahora la histeria colectiva, hermano? —replicó rápidamente Goniface—. Vuestra información es incompleta. ¿Debo explicar una sutil estratagema ante quienes no podrían comprenderla? —Goniface señalaba a los sacerdotes rurales— ¿o termino primero con este asunto que nos ocupa?
Y antes de que el Consejo pudiera recuperarse de su sorpresa inicial, Goniface ya estaba hablando de nuevo:
—Sacerdotes de los santuarios rurales, habéis dicho que vuestras historias parecen irreales aquí en Megatheopolis, pero eso no es cierto, ya que lo irreal no existe, ni en Megatheopolis ni en ningún otro lugar del cosmos.
»Lo sobrenatural es irreal y por tanto no existe.
»¿Habéis olvidado la verdad esencial que se os enseñó en el Primer Círculo? Solamente existe el cosmos y las entidades electrónicas que lo constituyen que no poseen alma ni finalidad, excepto cuando las mentes neuróticas las revisten con alguna.
»No, vuestras historias se refieren a entidades reales, aunque sean tan solo producto de vuestros cerebros neuróticos.
»Hay varias entidades reales que el Dedo de la Ira no puede quemar. Mencionaré sólo a los solidógrafos y os recordaré el aspecto nebuloso de los lobos y de esas otras criaturas que decís temer. Y en cuanto a los productos de vuestra imaginación, no podéis quemarlos, a menos que dirijáis el Dedo de la Ira contra vuestros propios cráneos.
»Uno de vosotros ha mencionado la Brujería. ¿Habéis olvidado que somos nosotros quienes hemos inventado la Brujería?
»No debería tener que deciros estas cosas. Vosotros mismos deberíais estar diciéndoselas a vuestros novicios.
»¿Os ha abandonado alguna vez la Jerarquía? Y ahora quisierais que la Jerarquía interrumpiera todas sus ocupaciones y os atendiera sólo a vosotros porque tenéis miedo. No habéis sido heridos, sucede solamente que tenéis miedo.
»¿Cómo sabéis que esto no os una simple prueba que se os ha impuesto para determinar vuestra valentía o iniciativa? Y, si se trata de una prueba, pensad en cómo habéis fracasado haciendo el más espantoso de los ridículos.
»También podría ocurrir que se tratara de un ataque contra la Jerarquía; el ataque de una fuerza extraña que utilizase como cobertura la misma Brujería de nuestra invención y que nosotros estuviéramos retardando nuestra respuesta para que se confíen y poder conocer todos sus planes antes de contraatacar, ya que la Jerarquía nunca ataca dos veces.