Halcón (102 page)

Read Halcón Online

Authors: Gary Jennings

Tags: #Historica

BOOK: Halcón
2.02Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Ahora, Pana Thorn, gran parte de ellos no están allí, pues todos los hombres capaces se han puesto en marcha y ya deben encontrarse mucho más al sur de lo que estamos nosotros.

—¿Qué dices? ¿Se han puesto en marcha?

— emTak —contestó él, diciendo «sí» en dialecto polono—. Cuando íbamos hacia Bsheshch nos adelantó el rey Feva con columnas de tropas en dirección sur. Aunque iban a pie y a caballo, nos dejaron atrás porque nosotros navegábamos contra corriente, aunque, claro, también llevaban poca carga.

—¿Iban a unirse a Estrabón?

—¿Quién es Estrabón?

—Teodorico Triarius, que se dispone a hacer la guerra a Teodorico Amalo.

El patrón de la barca abrió las manos, dando a entender que no había oído hablar de ninguno de los dos Teodoricos. Era de esperar. Aquel hombre habría recorrido miles de millas en su vida, pero sin salir de aquel río.

—Lo único que puedo deciros, Pana Thorn, es que se encaminaban al Sur. Y, emtak, si que parecían ir a la guerra.

—Dices que iban poco cargados. ¿A qué te refieres?

—En los anteriores viajes río arriba no hemos estado llevando mercancías, sino provisiones y efectos militares por orden del rey Feva. Y no sólo mi barca, sino muchas otras. Los cargamentos han quedado depositados en varios puntos entre los ríos Viswa y Buk. Así lo ha ordenado el rey para que hombres y caballos no fuesen cargados con los pertrechos, con la seguridad de que encontrarían forraje y comida en su ruta.

Una campaña bien planeada, pensé, y ejecutada sin que yo me hubiese percatado hasta ese momento. El ejército rugió me habría pasado por el Sur mientras yo me dirigía a las tierras de las amazonas. Aunque lo lamentaba, no me sentí impulsado a saltar de la barca ni a pedir que me llevasen a tierra; no tenía sentido seguir al ejército ni intentar adelantarlos para prevenir a Teodorico. Si hasta un simple barquero sabía que habían emprendido la marcha, Teodorico tampoco lo ignoraría. Cuando comenzase la guerra debía estar con mi rey, y pensaba que así sería. A los más curtidos guerreros no les gusta luchar en invierno ni de noche, pues, del mismo modo que la nieve y el hielo, también la oscuridad entorpece sus movimientos. Así, aunque Estrabón reuniese sus tropas antes de la llegada del invierno, disponiéndolas quizá estratégicamente durante el mismo, no iniciaría los combates hasta la primavera. Me daría tiempo a regresar; pero aunque así fuera no sería más que un combatiente más en las filas de Teodorico, mientras que donde me hallaba podría serle de mayor utilidad, pues él mismo me había dicho que no le desagradaría ni mucho menos contar con «un Parmenio» tras las líneas enemigas.

Permanecí, pues, a bordo y durante el viaje catequiza al patrón y a sus hombres explicándoles cuanto sabía respecto a los rugios, y, como el viaje era largo —unas ciento treinta millas romanas por el Buk hasta su confluencia con el más caudaloso Viswa, más otras ciento cincuenta millas hasta el mar—

tuve tiempo de enterarme de muchas cosas y hacer conjeturas sobre muchas más. Me dijeron que los rugios eran un pueblo germánico relacionado con los vándalos, que siempre habían habitado en las tierras que bordean la costa del mar sármata; profesaban la antigua religión, pues las razas nórdicas seguían desdeñando el cristianismo. Compartían los rugios aquellas tierras costeras con las tribus eslovenas llamadas kashube y wilzi, y esos eslovenos constituían el campesinado que se ocupaba de la agricultura, la pesca y otras labores rudas, mientras que ellos eran los señores que los explotaban y monopolizaban las pingües ganancias del ámbar que los campesinos extraían en la costa. Aquellos rugios habían vivido durante mucho tiempo satisfechos con su pequeño reino y sus subditos semiesclavizados, pero ahora, al darse cuenta de los enormes territorios que otros pueblos germánicos habían ocupado en el Sur —los visigodos en Aquitania, los suevos en Lusitania y sus propios parientes los vándalos en Libia— se había despertado su envidia y ambición y querían emularlos.

—Y por eso se han puesto en marcha —dijo el patrón—, para ver lo que pueden conquistar en el Sur.

Yo sabía que sus propósitos no eran tan ambiguos y que la marcha la habían emprendido para ayudar a Estrabón a conquistar Moesia, pues, sin duda, éste había prometido al rey Feva un trozo de la misma. Por lo que el barquero me dijo relativo a los aprovisionamientos y vituallas depositados a lo largo de los ríos, calculé que la expedición rugia era una fuerza importante que ascendería quizá a ocho mil hombres entre soldados de a pie y de a caballo. Y cuando el patrón me dijo que Giso, la esposa de Feva, era de una tribu ostrogoda del linaje amalo, hice más conjeturas.

Me había parecido extraño que Estrabón al buscar aliados para la guerra no hubiese recurrido a ninguno de los pueblos que tenía más cercanos, solicitando la alianza a aquellos rugios tan alejados de sus tierras, y ahora ya columbraba el motivo: aquella reina Giso debía ser de la misma rama del linaje amalo, y debía haberle rogado que, como pariente de él, lograse con halagos que su esposo participara en el levantamiento; pero pensé también que Estrabón la había mentido vilmente, dado que ella y su real esposo vivían tan lejos de Moesia que ignoraban que Teodorico Amalo era el verdadero monarca de aquella provincia y que él, Teodorico Estrabón, no era más que un pretendiente proscrito e impotente. Por

consiguiente, para ganarse a la reina Giso a su causa y lograr que las tropas del rey Feva le apoyasen, Estrabón había debido de tergiversar notablemente los datos de la situación. Ahora, yo tendría que ver qué podía hacerse para contrarrestar el engaño. Igual que el Danuvius, el Viswa desembocaba en el mar formando un delta de afluentes y canales. Allí, el terreno era primordialmente de dunas y playas, que habrían sido muy placenteras de no hallarse constantemente azotadas por el frío viento norte; el patrón mantuvo la navegación por el canal principal del Viswa y nos llevó a Pomore, la capital rugia, justo en la desembocadura del río en el golfo véndico del mar sármata. Pomore, en la lengua vernácula, significa «junto al mar».

En realidad, la ciudad estaba situada frente al mar y frente al río, y bordeada de embarcaderos que destacaban en aquellas aguas frías, grises y agitadas. Todos los edificios de los muelles eran de sólida construcción en piedra para resistir los efectos de la espuma y arena que arrastraba el pertinaz viento; pero era una característica que confería bello aspecto a la ciudad y a la par le daba aspecto de fortaleza inexpugnable. Nuestra barca echó amarras en uno de los muelles del río, porque, según dijo el patrón, los muelles del lado del mar eran para la flota de pesca pomerana y los mercantes costeros. Antes de desembarcar con emVelox, pregunté:

—¿Cuándo vuelves a remontar el río? Puede que cuando haya concluido mis asuntos regrese con vosotros.

—Eso sería si vuestros asuntos os ocupan todo el invierno. Ahora, el Viswa empezará a helarse en cualquier momento y será puro hielo tres meses o más, por lo que ni yo ni ningún patrón podremos zarpar hasta la primavera.

Aun abrigado con mi capa de piel, me estremecía al pensar que iba a quedar aislado todo el invierno en aquella inhóspita costa.

— emGuth wiljis —gruñí—, en primavera pienso estar bien lejos de aquí. ¿Quiénes serán esos dos entrometidos que me aguardan?

Ninguno de los que trabajaban en el muelle había prestado atención a la llegada de nuestra barca, salvo aquellos dos hombres armados —demasiado gordos y viejos para ser soldados— que subieron a bordo sin permiso y comenzaron a hacer preguntas a voces.

—Funcionarios del puerto —dijo el patrón—, que vienen a verificar la mercancía que llevo de carga. Pero también quieren saber quién sois y qué os trae a Pomore.

Dije la verdad, a medias.

—Diles que soy emsaio Thorn, mariscal del rey Teodorico —no dije de cuál Teodorico— que ha venido a dar las gracias a la reina Giso por enviar sus rugios a la guerra. Mostré el documento que portaba, convencido de que funcionarios de tan baja categoría no sabrían leerlo, pero también de que les impresionaría el simple hecho de enseñárselo. Así fue, y cuando volvieron a hablar lo hicieron con voz queda. También el patrón habló en tono respetuoso al hacer de intérprete.

—Dicen que un personaje de alcurnia no debe alojarse en un emkrchma común para barqueros y que os acompañarán a palacio para anunciar vuestra llegada a la reina.

Habría preferido que me dejasen elegir albergue por mi cuenta, pero no podía rehusar el trato de dignatario; dejé que me condujeran por aquellas frías calles hasta el recinto de palacio, en donde llamaron a un chambelán para que me atendiese. El chambelán hizo venir a un mozo de cuadra que se encargó de emVelox y, acto seguido, me condujo a una casita dentro del recinto en la que me asignó varios criados kashube con cara de morcilla y ordenó que me sirvieran de comer.

La casa era menos palaciega que mi casa solariega de Novae, los criados menos serviciales que los míos y la comida consistió en varios platos de simples arenques preparados de modo diverso. Así que me alegré de no haber tenido que alojarme en un emkrchma para gentes de condición inferior. En cualquier caso, las circunstancias me facultaron para hacer una apreciación de la reina Giso antes de conocerla, pues una anfitriona consciente de las carencias de su casa habría debido compensarlas mostrando una cortesía superior a la habitual. Pero Giso desdeñó concederme audiencia hasta la tarde del día siguiente.

El criterio que me había formado de que se trataba de una mujer pretenciosa me lo confirmó cuando por fin me recibió en el edificio principal. El «salón del trono» era algo lastimoso en cuanto a pretensiones y esplendor, la reina hablaba el antiguo lenguaje en un deplorable dialecto rústico y sus vestidos y joyas dejaban mucho que desear; pero ella me recibió cual si se tratara del Palacio Púrpura y ella fuese el emperador Zenón. Giso debía ser bastante joven porque estaba presente también su hijo el príncipe Frido, un niño de unos nueve años, aunque tal vez por no ser hermosa —era dentona y no podía cerrar bien los labios— afectaba esa actitud altanera y condescendiente de solterona a quien importuna un jovencito.

—¿Qué os trae exactamente aquí, mariscal?

La tendí mi pergamino, pero ella lo rechazó como si fuese algo que no le interesase, dándome a entender que no sabía leer, aunque siguió hablando pretenciosamente en plural mayestático.

—Aceptamos que vengáis de parte de nuestro primo Thiudareikhs Triarius, y esperamos que no os haya enviado a requerirnos más contribuciones.

Tentaciones me dieron de acabar con aquella presunción diciéndole a cuál de los Teodoricos realmente representaba, significándole que los rugios instigados por ella iban a echar en saco roto su

«contribución» acudiendo en ayuda del falso Teodorico; pero antes de que pudiera contestar ya volvía ella a hablar.

—A excepción de los eslovenos que, desde luego, son unos desgraciados inútiles para el combate, le hemos enviado todos los hombres sanos mayores que nuestro querido hijo Frido aquí presente —el niño puso cara larga, no muy complacido por su exclusión—. Y nuestro tesoro ha quedado bien mermado por pertrechar ese ejército. Por lo tanto, mariscal, si habéis venido a solicitar hombres, dinero o materiales, dad por terminada la audiencia; tenéis nuestra venia para marchar. Aunque aún no había pronunciado palabra, ella se puso en pie bajo el dosel del trono, y me miró

altanera, abrazando a su hijo, cual si yo pretendiera arrebatárselo para la guerra. Así que contuve mis ganas de decirle la verdad, pues era evidente que decírsela y apelar al sentido común no habría valido para que la reina Giso cambiase sus lealtades. Una mujer como ella jamás admitiría haber cometido un error y menos avenirse a corregirlo, aunque su terca vanidad fuese a costarle la vida de su esposo y de todas las tropas que mandaba. Por ello, me contenté con decir afectadamente:

—Señora, no os pido nada de índole material. El primer propósito en venir aquí es transmitiros las más expresivas gracias de Teodorico por la ayuda que nos habéis prestado. Teodorico está seguro de que vuestro ejército de rugios contribuirá a entronizarle como auténtico rey de los ostrogodos en todos sus dominios. Una vez que ello sea una realidad, seréis dignamente recompensada por la ayuda; por la ayuda y por vuestro parentesco, ya que vos y Teodorico a partir de ese momento seréis reconocidos como miembros de la verdadera rama reinante del linaje amalo.

Aquello pareció animarla algo, como era mi intención, pues esbozó una tímida sonrisa; pero yo proseguí.

—En espera de ese venturoso resultado de la guerra, Teodórico desea que el mundo conozca la historia del augusto linaje amalo desde sus orígenes hasta el presente. Desea que su familia y la vuestra sea admirada por la posteridad, se honren sus antepasados y que sus virtudes sean umversalmente ensalzadas. Para ello me ha encomendado la compilación de la historia.

—Buen proyecto —dijo ella, ampliando la sonrisa y mostrándome sus generosas encías—. Contad con nuestra aprobación.

—Por consiguiente, señora, mi segundo propósito es pediros permiso para recopilar datos sobre esta costa y su historia, pues se dice que aquí desembarcaron los primitivos godos la primera vez que, procedentes del Norte, llegaron por mar al continente europeo.

— emJa, eso se dice. Y emja, naturalmente que tenéis nuestra aprobación, emsaio Thorn. ¿Podemos ayudaros en algo? ¿Quizá asignándoos un guía entendido?

—Sería muy amable por vuestra parte, señora. Y no sé si… para estar seguro de que vuestra rama del linaje amalo queda debida, profusa y relevantemente representada en esa historia, quizá el joven príncipe Frido pudiera ser mi guía y asesor.

La cara del niño se iluminó de alegría, pero volvió a ensombrecerse cuando su madre dijo con un bufido de desdén:

— emVái, el niño conoce más los antepasados rugios de su padre que de los primitivos godos.

—Luego imagino, señora, que hablará el germánico rugió, un dialecto del antiguo lenguaje que yo no domino.

— emJa waíla, incluso habla el zafio esloveno kashube —contestó la reina, riendo como un caballo—

que ni los brutos kashube saben hablar bien.

—¡Pues de eso se trata! Me servirá estupendamente de intérprete —advertí que el príncipe parecía incómodo al ser objeto de aquella discusión y me dirigí a él directamente—. ¿Me haréis ese favor y ese honor, príncipe Frido?

Other books

The Response by Macklin, Tasha
Field of Graves by J.T. Ellison
The TV Kid by Betsy Byars
Let Me Whisper in Your Ear by Mary Jane Clark
Last Night I Sang to the Monster by Benjamin Alire Sáenz