Halcón (108 page)

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Authors: Gary Jennings

Tags: #Historica

BOOK: Halcón
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—Es corriente que un hombre busque mujeres de boca pequeña, por lo deliciosamente cerrado y apretado que es su emkunte, lo que sucede es que el hombre sabe también que esas mujeres son cerradas y de carácter ruin. Un hombre debe librarse muy mucho de caer en manos de una mujer de boca pequeña y estrecha de caderas, por su gran perversidad.

—Cierto, cierto —comentó Teodorico—. emAj, bueno, para elegir a una mujer por simple diversión, lo mejor es seguir una regla sencilla y buscar las que tengan el collar de Venus. Pues, aunque no sea de bello semblante, de hermosa figura y buen carácter, y por muchas ganas que tenga de deshacerse de ella al día siguiente, resultará una fantástica compañera de lecho.

Era evidente que Teodorico y Soas habían dado en hablar de aquel frivolo tema por el simple hecho de que, por una vez, les complacía tratar de algo divertido y no de los sesudos problemas de estado y estrategia. Empero, yo les hice volver a la realidad, comentando:

—Me satisface saber, aunque no deja de sorprenderme, que el rey Feva se haya aliado tan fácilmente a nosotros, pues habría creído que le enfurecería ver que teníamos a su hijo de rehén.

— emNe —contestó Teodorico—. Por lo visto, le complació hallarle de improviso en estas tierras lejanas y ver que estaba bien cuidado. Además, Thorn, creo que sucede lo que tú imaginabas. Hasta que Feva no llegó aquí no comprendió claramente que Estrabón era un pretendiente capaz de usurpar el trono y, lo que es peor, que tenía muy pocas posibilidades de lograrlo.

—Bien —gruñó Soas, que volvía a su papel de mariscal sobrio y sentencioso—. Por las tropas de Feva, Estrabón debió de prometerle la mitad de vuestro reino. ¿Qué vais a prometerle por el uso de ese mismo ejército? ¿O qué pide Feva?

—Nada —contestó Teodorico animado—, salvo que él y sus hombres compartan lo que podamos ganar en batalla bajo mi mando.

—¿Ganar, dónde y qué? —inquirí yo—. ¿De quién vas a ganarlo? Estrabón era tu solo adversario y la única amenaza para el emperador Zenón. Con su derrota no se obtiene botín ni tierras que repartir. Cierto que en el futuro pueda haber otras insurrecciones de poca monta que aplastar, pero no creo que den muchas riquezas. No hay ningún rey ni nación con los que se pueda entrar en guerra beneficiosa, y no veo yo…

—Olvidas que Zenón ya hace años que se resiente de una aflicción crónica —me interrumpió

Teodorico—. Y espero que me pida que yo ponga remedio.

—¿A quién o a qué te refieres?

—Vamos, vamos, Thorn —me replicó con malicia—. Tú mismo aludiste muchas veces al difunto Estrabón a propósito de esa persona. Y tú, Soas, le conoces.

Los dos mariscales nos miramos, y Teodorico nos sonrió al tiempo que comprendíamos lo que quería decir.

em—«Aúdawakrs» —musité yo.

em—«Odoacer Rex» —dijo Soas.

Y los dos, llenos de admiración, pronunciamos el sonoro nombre: em«Roma.»

X. La conquista
CAPITULO 1

Como dice el proverbio, todos los caminos conducen a Roma; pero tuvimos que recorrer muchos y transcurriría largo tiempo antes de que llegásemos.

Primero, Teodorico tuvo que ir a Constantinopla, a donde le acompañamos Soas y yo y sus generales Pitzias y Herduico, más un considerable séquito militar de sus mejores tropas, pues fue llamado a aquella ciudad para recibir un señalado honor jamás otorgado por un emperador romano a un extranjero. El emperador Zenón, al conocer la incruenta victoria contra Estrabón, insistió en que Teodorico acudiese a la capital para homenajearle por partida triple: con un triunfo, con el sobrenombre de Flavius y con el consulado imperial de aquel año.

Muchos generales romanos victoriosos habían sido objeto de la celebración popular denominada triunfo, y numerosos ciudadanos romanos, e incluso algunos que no tenían la ciudadanía, habían recibido el emnomen gentilicus de Flavius, antepuesto oficialmente a su nombre; igualmente, cada año, se designaba por lo menos a un notable romano cónsul del imperio (y con frecuencia el interesado era capaz de arruinarse por comprar el cargo), pero Teodorico fue el primer godo que recibía los tres honores y al mismo tiempo.

Algunos dirían después que con ello Zenón había sobornado a Teodorico y con buenos resultados, pero en mi opinión fue más bien el medio para ganárselo. Desde que el emperador había reconocido a Teodorico rey de los ostrogodos, nombrándole comandante en jefe imperial de la frontera del Danuvius, mi rey le había servido con lealtad y respeto. Empero, Teodorico había seguido siendo quien era, negándose, por ejemplo, a que Zenón le enviase refuerzos para aplastar la insurrección de Estrabón. Así, ahora, me parecía a mí que Zenón quería estrechar los lazos más allá de la simple avenencia entre señor y subordinado y buscaba establecer una relación más equitativa y amistosa entre hombres. Y así fue como, junto a Flavius Amalus Theodoricus y escoltado por sus espléndidos jinetes acorazados, tuve el privilegio de cabalgar de nuevo por la vía Egnatia y cruzar la Puerta Dorada de Constantinopla. Bajo los tres arcos de la puerta se agolpaban los senadores, magistrados y prelados del imperio para darnos la bienvenida. Teodorico desmontó del caballo para hacerse coronar con el laurel de manos del patriarca obispo Akakiós, quien le saludó con el título de «Christianorum Nobilissime et Nobilium Christianissime». Los senadores le invistieron la toga picta oro y púrpura y le hicieron obsequio del cetro, tratándole de «patricius» y felicitándole por su cargo de emCónsul Ordinarius de aquel año de 1237 emab urbe condita de Roma, o de 484, según el calendario cristiano. Acto seguido, Teodorico subió a la tradicional cuadriga de forma circular usada exclusivamente para los triunfos y reemprendió la marcha llevando los caballos a paso lento para que el séquito de dignatarios le precediera como guardia de honor. Yo y mi colega el mariscal Soas cabalgábamos detrás del rey, seguidos por la tropa de guerreros; como constituiamos un contingente impresionante, y no teniendo cautivos ni botín que mostrar, acrecentaban el cortejo columnas de infantería y caballería de la Legio III Cyrenaica de Zenón y varias bandas de música que entonaban marchas militares con tambores y gaitas, desde luego, pero también con otros instrumentos de inusitada variedad, como la trompeta de latón de la infantería, la trompeta de madera y cuero de la caballería ligera, el cuerno retorcido llamado embuccina, la trompa que se enrosca al hombro del instrumentista, la trompeta larga llamada emtuba y el larguísimo emlituus que requiere dos hombres

para transportarlo. Marcando marcialmente el paso al son de la música, recorrimos la anchurosa avenida Mese, atiborrada por la multitud que nos gritaba em¡míke!, ¡bépo! e em¡íde!, mientras los niños nos arrojaban pétalos de flores.

Los ostrogodos desfilábamos revestidos con la coraza de guerra y los adornos habituales, pero era la primera vez que yo veía legionarios romanos de gala; sus atavíos eran muy llamativos y consistían en corazas de cuero de diversos colores y extraños cascos rematados por cimeras de plumas; digo extraños, porque los cascos corrientes protegen el cráneo, la frente, la nariz y las mejillas, y aquellos cascos de desfile cubrían toda la faz y sólo llevaban unos orificios para ver. Los legionarios llevaban también vistosas banderas, estandartes y guiones, y algunos de ellos no eran simples trozos de tela largos, sino de ingeniosas formas a guisa de animales; había banderas dragonadas y cintas multicolores cosidas a largos tubos que, al agitarlos en el aire, se retorcían y ondulaban y hasta silbaban como sierpes. Al llegar al Forum de Constantino, Zenón nos aguardaba y allí recibió a Teodorico para acompañarle desde la cuadriga hasta un estrado adornado con guirnaldas de flores. El cortejo de infantes, jinetes y músicos continuó girando en torno a la gran columna central del foro para que los dos monarcas pasaran revista a las tropas. Todas las formaciones, conforme desfilaban ante el estrado, gritaban al unísono el «¡Io emtriumphe!», haciendo el saludo romano del puño en alto o el saludo ostrogodo del brazo derecho estirado. Y los ciudadanos apelotonados en la circunferencia del foro repetían con entusiasmo los gritos de em«¡Io triumphe!»

A continuación, Zenón y Teodorico se dirigieron a la iglesia de Hagía Sophía para cumplir otros ritos más píos.

Al salir del templo, Teodorico dio la orden de rompan filas, que repitieron los oficiales de todas las columnas para que infantes, jinetes y músicos deshicieran la formación; luego, de todos los figones de la ciudad surgieron emobsonatores con bandejas y fuentes rebosantes de manjares y jarros, aguamaniles y ánforas llenos, y soldados y civiles se entregaron sin reservas al festín, mientras los personajes se encaminaban al Palacio Púrpura para celebrar un banquete más formal y discreto. Nos condujeron al emtriclinium más lujoso de palacio, el salón llamado comedor de las Diecinueve Camillas; y, como emsólo había diecinueve, únicamente tuvimos acceso los de rango igual al de Soas, el mío y el obispo Akakiós, siendo acomodados los senadores, magistrados y prelados menores en otros comedores. Mientras los elegidos nos reclinábamos y degustábamos pechuga de faisán en salsa de frambuesa y cabrito asado en salsa de garon y bebíamos el más selecto emkhíos, oí a la esposa de Zenón, la embasílissa Ariadna, una mujer robusta de mediana edad pero aún hermosa, dar la enhorabuena a Teodorico por el consulado.

—Incluso la gente común aprueba vuestro nombramiento —dijo—; el pueblo os aclamaba de todo corazón. Debéis sentiros ufano, cónsul.

—Me esforzaré por mantenerme humilde, señora —contestó Teodorico animoso—. Al fin y al cabo, el emperador Calígula propuso en cierta ocasión conceder el consulado a su caballo preferido. La emperatriz se echó a reír, pero Zenón puso cara de ofendido y un tanto compungido de que sus imperiales honores no hubieran servido para ganarse el afecto fraterno de Teodorico. Pero Zenón no dejaría de cortejarle, y, durante los días y semanas que siguieron, no dejó de hacerle objeto de bondades, de las que, naturalmente, participábamos los acompañantes del rey. Yo, desde luego, estaba más impresionado por las atenciones y deferencias que el propio Teodorico, ya que él había vivido gran parte de su infancia en medio de los esplendores de Constantinopla.

Nos mostraron los tesoros religiosos; un cayado que había pertenecido a Moisés se guardaba allí

mismo en palacio, y en la iglesia de Hagía Sophía, además del pozo en el que Jesús había pedido de beber a la Samaritana, se conservaba también la túnica y el ceñidor de la Virgen María. De todos modos, como he dicho, a aquella ciudad fundada por el «Nobilium Christianissime» emperador Constantino no había llegado aún la intolerancia cristiana, y la iglesia de Hagía Sophía estaba rodeada de numerosas estatuas —

exactamente 427—, casi todas ellas de personajes paganos como el Apolo Pitio, la Hera de Samos, el Zeus de Olimpia y otros de igual tenor.

En el anfiteatro que daba al bello Propontís, nos entretuvieron toda una tarde con danzas pírricas interpretadas por un numeroso grupo de graciosas doncellas, encarnando no sólo diosas como Venus, Juno y Minerva, sino semidioses como Castor y Pólux, las musas, las gracias y las horas. Lo más sorprendente del espectáculo era el escenario que los artífices del teatro habían dispuesto, ya que en escena aparecía una montaña auténtica con árboles, un riachuelo y cabras pastando, y en ella danzaban alegremente los actores al son de la flauta. Los números de danza representaban una serie de mitos tradicionales y culminaron con la aparición de Paris presentando la manzana de oro a Venus, en cuyo momento, música y danza se hicieron apoteósicos y, lo creáis o no, la montaña sufrió una erupción y del cráter surgió un surtidor de agua que cayó cual lluvia sobre los actores; era un agua con cierto tinte amarillo, quizá de azafrán en polvo, y todo lo que mojaba —danzarines, músicos y cabras— se trocó en oro a la vista de los espectadores, que nos pusimos en pie aplaudiendo y dando gritos de sorpresa y admiración.

Hubo juegos dispuestos en nuestro honor en el hipódromo de la ciudad, la construcción de su género más impresionante del mundo, y en él entramos no por la puerta normal, sino directamente desde palacio a través de la escalera privada que llevaba desde los aposentos emoktágones de Zenón a la tribuna imperial que dominaba la vasta arena oval. Se cernía sobre la tribuna una columna de serpientes de bronce entrelazadas que sujetaban un cuenco de oro con fuego; la pista de arena, digna de las altísimas gradas de asientos, medía por lo menos cien pasos en un sentido y cuatrocientos en el otro, y adornaban todo su perímetro enormes obeliscos traídos de Egipto, estatuas de Messana y Panormus, trípodes y pebeteros de Dodona y Delfos y los enormes caballos de bronce traídos del arco de Nerón de Roma. Los concursos de carreras de carros, de caballos, de lucha y pugilismo entre las dos facciones de la ciudad, los azules y los verdes, eran apasionantes y suspendían el ánimo; Teodorico y yo, así como nuestros acompañantes, apostamos mucho, pero aun en las ocasiones en que perdíamos estimábamos que había sido un dinero gracias al cual habíamos visto el mayor emhippodrome del mundo. Cuando no nos invitaban a una fiesta o a un espectáculo o nos enseñaban la ciudad, solíamos sentarnos a conversar con el emperador, con los intérpretes de rigor para que la charla resultase más fácil para todos, y la regábamos con vino de Khíos para hacerla más fluida; yo aguardaba que Zenón abordase el tema de la deposición de Odoacro del trono de Roma o, mejor dicho, que hablase con Teodorico a solas de ello; pero era evidente que no tenía prisa en hacerlo, pues no hablaba más que por alusiones de asuntos del imperio y hacía que los intérpretes tradujesen sus palabras a todos los presentes, sin jamás mencionar a Odoacro.

Recuerdo que una noche dijo pensativo:

—Ya habéis visto los yelmos que llevaban mis legionarios en el desfile del triunfo. Pues no son más que máscaras para mantener la ficción de que las legiones romanas siguen estando formadas totalmente por romanos de tez olivácea, indígenas de la península de Italia; pero esas máscaras ocultan la tez pálida de germanos, la amarillenta de los asiáticos, la atezada de los griegos y hasta la negra de los libios. Hay muy pocos con piel olivácea. Más… empapau. —añadió, encogiéndose de hombros—, hace ya mucho tiempo que las cosas son así y para qué afligirme, yo, a quien se llama emperador romano y soy griego isaurio.

— emVái, Sebastos —gruñó Soas—, los romanos más auténticos son igual que los griegos, si nos remontamos lo bastante en el pasado. Todos los indígenas italianos tienen sangre de albanos, samnitas, celtas, sabinos, etruscos y de griegos que fueron los primeros en establecer colonias en la península.

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