Halcón (111 page)

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Authors: Gary Jennings

Tags: #Historica

BOOK: Halcón
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enrolasen por adhesión a Teodorico o atraídos por la posibilidad de botín, aquellos soldados profesionales fueron muy bien acogidos. En cualquier caso, fue cosa digna de verse, pues una defección tan numerosa en las filas de las legiones habría sido impensable en los buenos tiempos del imperio. Cuando el ejército estuvo listo para emprender la marcha, con las últimas incorporaciones la totalidad de tropas alcanzaba 26.000 hombres, que, con los 8.000 rugios del rey Feva, le procuraban a Teodorico un fuerza de 34.000 hombres de a pie y de a caballo, lo que era superior en número a ocho legiones romanas corrientes. Empero, poner en marcha semejante fuerza requirió aún más tiempo, pues Teodorico tuvo que dedicarse a la ingente tarea de prepararlo todo en cuanto regresó a Novae. Había que dividir y organizar aquel ejército en legiones, cohortes, centurias, emcontubernia, y turmae manejables, con sus oficiales correspondientes; los nuevos reclutas necesitaban entrenamiento y los que se habían incorporado después de haber estado alejados del ejército tenían que recuperar la costumbre del manejo de las armas; para los que habían acudido sin montura, había que disponer caballos, adaptarlos al ejercicio del combate y a algunos domarlos para poder ensillarlos; había que juntar carromatos, construir otros nuevos; había que trenzar sogas, cortar encinas para los postes de las catapultas de asedio y procurarse bueyes para el arrastre. Había que hacer armas para los que carecían de ellas, y en algunos casos, hasta botas y ropa; era necesario forjar espadas, lanzas y puñales y contar con repuestos. Se necesitaba una asombrosa cantidad de flechas y no menos importantes reservas de arcos. Y, por ende, había que alimentar a todos, allí en los campamentos, y luego durante el avance. Por tanto, a los que no necesitaban instrucción se les envió a supervisar la cosecha y la matanza de otoño, y, una vez que el trigo estuvo aventado y ensacado, el vino, el aceite y la cerveza en barriles, la carne secada, ahumada o salada, Teodorico dispersó los depósitos, tal como había hecho el rey Feva, y las barcazas transportaron las provisiones y pertrechos río arriba para disponerlos a intervalos en la ruta que seguiríamos. Nada de aquella febril actividad podía hacerse en secreto, por lo que, naturalmente, Odoacro también inició sus preparativos, igualmente sin poder mantenerlo en secreto; los viajeros que llegaban del Oeste nos comunicaban que en la península italiana había movimientos de tropas hacia el Norte, y nuestros emspeculatores militares, enviados para espiar, nos informaban con más detalle que el número de esas tropas sería equivalente al nuestro y que se situaban en posición defensiva. Como he dicho, la línea divisoria invisible entre el imperio de Occidente y el de Oriente discurría imprecisa por la provincia de Panonia y ambos imperios siempre se habían esforzado en falsearla para obtener más territorio. Odoacro habría estado en su perfecto derecho en avanzar desde las provincias de Italia hasta la mitad de Panonia para presentar batalla, pero los informes nos decían que concentraba sus tropas mucho más lejos, en el límite oriental de la provincia italiana más avanzada, Venetia, a lo largo del río Sontius, que discurre desde los Alpes Juliani hasta el mar Hadriatic.

Al recibir tales informes, Teodorico convocó un consejo para discutir la situación. Nos reunimos él, Soas y yo, los generales Ibba, Pitzias y Herduico, su aliado el rey Feva y su hijo Frido (que por fin iba a ver una guerra, tal como yo le había prometido).

—Odoacro —dijo Teodorico— habría podido presentarnos batalla en Panonia, lejos del umbral de Roma, y quizá impedirnos que arrasásemos la ciudad sagrada, pero ha preferido atrincherarse en ese umbral. Es casi como si me dijera: «Teodorico, puedes quedarte con Panonia, pero de aquí en Venetia, en la frontera del imperio italiano, no pasas.»

—Puede resultarle de suma ventaja —dijo Herduico—, pues un ejército que lucha en su patria siempre lo hace con mayor encono.

—Eso significa que hemos de recorrer más de seicientas millas romanas para enfrentarnos a él —

añadió Pitzias—. Un largo viaje.

—Al menos —terció Ibba—, no tendremos que abrirnos paso combatiendo todas esas millas.

—Y si no tenemos que luchar en el camino, no será un viaje tan fatigoso —añadió Soas—. Hace ochenta años, el visigodo Alareikhs hizo la misma marcha con fuerzas mucho menos equipadas; recorrió

toda esa distancia hasta las puertas de Roma y las batió.

— emJa —dijo Teodorico—. Planearemos el avance y creo que podemos mejorar la ruta que siguió

Alareikhs; seguiremos el valle del Danuvius hasta Singidunum y tomaremos por el curso del río Savus hasta Sirmium. Eso es aproximadamente la mitad del camino, así que invernaremos en Sirmiumn. Proseguiremos por el Savus cruzando el resto de Panonia, y, cuando atravesemos Savia y Noricum Mediterraneum, nada nos impide saquear para avituallarmos. Cerca del nacimiento del Savus, tomaremos la ciudad de Aemona y podremos hacernos con un buen botín. Y desde allí no queda por cruzar más que una llanura sin obstáculos y el río Sontius. Estaremos frente a Odoacro a finales de primavera. Todos asentimos con la cabeza, musitando nuestro acuerdo con el plan. Pero entonces el rey Feva tomó la palabra por primera vez, con su fuerte deje rugió:

—Quiero anunciar algo importante.

Todos nos le quedamos mirando.

—Anticipándome a las previsiones de convertirme en rey de parte del imperio romano, he decidido romanizar mi nombre de extranjero —dijo, alzando su pequeña nariz—. A partir de ahora me llamaré

Feletheus.

El príncipe Frido parpadeó asombrado, y los demás desviamos la mirada, procurando no soltar la carcajada. Yo pensé que Feva-Feletheus era tan pretencioso como la reina Giso de Pomore, y no acababa de entender como aquella pareja había tenido un hijo tan sencillo y admirable.

—Pues sea Feletheus —dijo Teodorico risueño—. Ahora, amigos, aliados, lealtad, adelante y ganémonos el nombre de guerreros.

Así, un magnífico día azul y soleado del mes que los godos llamaban Gáiru, mes de la Lanza, y que ahora se llama septiembre, y era el primer mes del año romano de 1241 y el año cristiano de 488, Teodorico saltó sobre la silla de su corcel de Kehaila, dio la orden de «¡Atgadjast!» y la tierra tembló

levemente al paso simultáneo de miles de botas y cascos de caballos y el rodar de centenares de carros, cuando nuestras poderosas huestes iniciaron la marcha hacia el Oeste. Hacia Roma. Las primeras doscientas cuarenta millas del viaje fueron, como habíamos previsto, sin obstáculos y sin contratiempos y el clima no fue muy riguroso; septiembre y octubre son meses buenos para viajar, ni muy calurosos para la marcha diurna, ni muy fríos para dormir bien por la noche, y la estación bien merece su antiguo nombre de mes de la Lanza, porque hay abundancia de caza. Llevábamos vigías en vanguardia y en los flancos —con frecuencia, Frido y yo íbamos con ellos— que actuaban también como cazadores, y, además de traer piezas y aves para comer, cogían fruta, olivas, uva y aves de corral. Eso contravenía la orden de Zenón de no robar a sus subditos, pero el propio emperador habría tenido que admitir que no se puede exigir a los soldados un comportamiento ejemplar. A lo largo de la ruta nos saludaban y se nos unían contingentes de guerreros deseosos de combatir a nuestro lado; eran hombres de pueblos germánicos menores —warnos, longobardos y hérulos— que a veces acudían en pequeños grupos y en otras ocasiones constituían la totalidad de los hombres de una tribu, algunas de los cuales llegaban de muy lejos para unírsenos; era una molestia integrarlos en el ejército organizado, por lo que los oficiales se encargaban de ellos de mala gana, pero Teodorico no rechazó a ninguno. De hecho, se esforzó por que se sintieran bienvenidos como compañeros. Cada vez que se nos unía un grupo importante, se celebraba un ritual de jura mutua de lealtad, ellos a él y él a ellos. Aunque acompañaban al ejército varios capellanes arríanos, a Teodorico no le importaba que los sacerdotes tampoco lo vieran con buenos ojos; yo sabía que el cristianismo de nuestro rey era superficial y, como la mayoría de los recién venidos eran creyentes de la antigua religión, Teodorico hacía el juramento de los emauths en nombre del dios Wotan.

Aquellas doscientas cuarenta primeras millas nos llevaron a la confluencia del Danuvius con el Savus, a la ciudad de Singidunum; acampamos a la orilla del río y allá estuvimos varios días, en parte para avituallarnos y en parte para que la tropa tuviera su asueto en la ciudad. La guarnición de Singidunum la aseguraba la Legio IV Flavia y, mientras permanecimos allí, muchos soldados de ella se unieron al ejército de Teodorico.

Como aquella ciudad era donde yo me había iniciado en los hechos de armas, me sentí muy en mi ambiente al pisar de nuevo sus calles; mi compañero el príncipe Frido estaba aún más entusiasmado visitándola, porque cuando anteriormente había pasado ante ella en la embarcación que nos llevaba a Novae, yo le había relatado el sitio de la plaza y la derrota del rey sármata Babai.

— emSaio Thorn —me dijo animado—, tienes que enseñarme los lugares que me habías dicho.

—Muy bien —contesté yo, mientras paseábamos—. Ahí tienes las puertas que rompimos con las trompetas de Jericó, y que están reconstruidas.

Más adelante dije:

—Ésta es la plaza en que ensarté a un sármata con loriga, y ahí al fondo Teodorico abrió el vientre al traidor Camundus.

Un poco más adelante añadí:

—Desde esa muralla arrojábamos a los muertos por el acantilado para quemarlos. Y ésa es la plaza principal donde se celebró la victoria con un banquete.

Finalmente, dije:

—Te doy las gracias, amigo Frido, por haberme hecho revivir aquellos días de combate. Ahora, ve a buscar en qué entretenerte, que yo quiero entregarme a la diversión tradicional de los soldados. Él se echó a reír con malicia, me saludó y me dejó solo.

La gente imagina —al menos los que nunca han estado en el extranjero ni han servido en las armas— que los oficiales del ejército toman permiso para relajarse en unas termas respetables y que sólo es la soldadesca la que acude a los lupanares y se emborracha abyectamente, pero me ha sido dado observar que aproximadamente el mismo número de la tropa va virtuosamente a los baños y otro tanto de la oficialidad se dedica a las putas y a la bebida.

Yo fui primero a la mejor terma para hombres y, mientras me deleitaba con el baño, me embriagué

ligeramente; después, volví a recorrer la ciudad, bien dispuesto para otros placeres. No tenía muchas ganas de recurrir a un lupanar, ni me era preciso; sabía que tenía suficiente atractivo para atraer a mujeres de mejor condición que una emipsitilla, a pesar de no lucir las galas e insignias de mi cargo. Me había alejado un poco de los baños, cuando mi mirada se cruzó con la de una joven guapa y bien vestida que, como pronto comprobé, también tenía una buena casa, bien amueblada y con todas las comodidades a que puede aspirar una señora, pero le faltaba el marido, que, por ser mercader, había ido a hacer una diligencia al río; hasta ya avanzada la tarde no paramos en mientes de presentarnos. Se llamaba Roscia. Cuando dos días después volví a salir por la ciudad, me llevé las ropas, adornos y cosméticos de Veleda en una bolsa y hallé un callejón solitario en donde vestirlas sin que me viera nadie. Luego, fui a las mejores termas para mujeres y allí estuve un buen rato deleitándome hasta que salí al atardecer, caminando tranquila y con aplomo —y a la expectativa— como había hecho Roscia. Y, del mismo modo que ella, pronto mis ojos se cruzaron con la mirada admirativa de un atractivo varón; pero tuve que hacer esfuerzos por mantenerme seria cuando me abordó. No era de la ciudad, sino uno de los guerreros, y uno muy joven. Además, a juzgar por su hálito, había bebido bastante para armarse de valor y abordar a las mujeres en la calle.

—Por favor, graciosa dama… —comenzó a balbucir—. ¿Puedo acompañaros?

Yo le miré con frialdad y le contesté con fingida severidad, riéndome para mis adentros:

—Hablas con voz quebrada y vacilante, muchacho. ¿Tienes permiso de tu madre para estar por la calle tan tarde, emniu?

Frido se arredró un tanto y, tal como yo había pensado, perdió ánimo a la simple mención de su madre, y tan sólo musitó turbado:

—No necesito permiso…

Yo le pregunté en tono de burla:

—¿O es que acaso me confundes con tu madre, emniu?

He de decir que se sobrepuso y me contestó muy digno.

—Deja de tratarme como a un niño. Soy príncipe y guerrero rugió.

—Y un descarado que entabla conversación con una desconocida.

—No sé… —musitó nervioso—. Pensé que tú sabrías qué decirme. Creí que cualquier mujer que pasea sola de noche tenía que ser…

—¿Una emnoctiluca? ¿Una polilla nocturna? ¿Y qué iba a decirte? ¿Ven al lecho conmigo para que deshuese tu fruto?

—¿Cómo? —replicó Frido, algo atemorizado.

—Quiero decir desvirgar. Poner fin a la inocencia y dar paso a la madurez. La primera vez. Sería la primera vez para ti, ¿verdad?

—Pues…

—Me lo imaginaba. Ven, pues, príncipe y guerrero. Ten, lleva mi escarcela. Le cogí del brazo y le conduje calle adelante.

—¿Quieres decir que… lo harás? —inquirió aturdido.

—Yo no. Tengo edad para ser tu madre.

—Te aseguro, graciosa dama, que no te le pareces. No hay ninguna mujer. Si conocieses a mi…

—Calla. Era una broma. Ahora voy a llevarte a casa de una dama más complaciente. No está lejos

—dejamos de hablar porque él iba muy concentrado en caminar erguido, hasta que llegamos ante la puerta—. Vive aquí —añadí, señalándola—. Lo pasarás bien con Roscia. Es una mujer que tiene el collar de Venus.

—¿No vas a presentarme? No voy a llamar sin más a la puerta de una desconocida…

—Si quieres acceder a la madurez, príncipe y guerrero, debes aprender a hacer las cosas solo. Llámala por su nombre —Roscia— y dile que eres amigo del amigo que vino a verla antes de ayer. Permaneció indeciso ante la puerta, y yo recogí mi escarcela, convencido de que no tardaría en decidirse. Confiaba también en que Roscia sabría hacer de buena gana hombre a Frido. Y me alegré, pues lo mejor era que el muchacho comenzase a aprender cómo había de comportarse cuando fuese marido de la princesa Thiudagotha, aunque aún no supiese que iba a serlo.

Debo confesar que hubo un momento en que me rondó la idea de hacer yo misma de emnoctiluca con Frido; era un muchacho guapo, fuerte y atractivo, y yo me habría encargado de que ambos lo hubiésemos pasado bien en su primera experiencia, y estoy segura de que lo habría hecho sin trabas, como había sido el caso con Gudinando, sin que Frido se diese cuenta de que no era una mujer encontrada al azar. ¿Por qué rehusé aprovecharme del placer con la estupenda ocasión que me brindaba el príncipe? Quizá porque el muchacho estaba embriagado y no habría estado bien; o quizá porque había sido tanto tiempo su

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