Halcón (114 page)

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Authors: Gary Jennings

Tags: #Historica

BOOK: Halcón
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—¿Cómo? —inquirió Freidereikhs perplejo—. ¿Por qué no? Podríamos aplastarlos.

—A un precio exorbitado e innecesario. Aprende otra cosa más, joven guerrero. Salvo en un asedio organizado y prolongado, nunca cerques totalmente al enemigo, pues si se ve atrapado, luchará con denuedo hasta el último hombre y te hará perder muchos a ti, pero si tiene una salida para huir evitará la matanza. Lo único que me interesa es quitarme este estorbo de en medio con el menor derramamiento de sangre posible.

—Entonces, ¿dónde puedo combatir? —inquirió Freidereikhs algo decepcionado.

— emAj, no voy a negar a unos buenos guerreros entrar en combate, y tampoco me importa tanto derramar la sangre del enemigo. Lleva a tus rugios hacia su retaguardia, como decías, y fuérzales a la huida. Cuando la inicien, déjales; pero hostigándoles constantemente. No les des cuartel, aterrorízalos, dispérsalos y asegúrate de que no se reagrupan para volver a atacar. ¡Ve y diviértete!

— em¡Habái ita swe! —exclamó Freidereikhs y arrancó al galope.

No es preciso que explique con detalle la batalla, pues resultó tal como Teodorico había previsto, y concluyó antes de que cayera el sol. Al chocar los dos ejércitos, la mayoría de nuestros jinetes, incluidos Teodorico y yo, caímos sobre el frente y el flanco este del enemigo, mientras Ibba cargaba contra él en punta de lanza. Luego, entre las enzarzadas caballerías, los soldados de a pie de Herduico se infiltraron como una multitud de hormigas que acosan a dos escarabajos en lucha. Llegaron casi sin que se advirtiera, precedidos del polvo y con el sol a la espalda, y los jinetes enemigos, descargando golpes y lanzazos en medio de gritos de guerra, al principio casi no notaron que se infiltraban y comenzaban a clavar impunemente la espada en el vientre de los caballos, a cortar las cinchas de las sillas, a desjarretar a los corceles y a matar a los desensillados. Cuando el enemigo se dio cuenta de que le atacaban desde abajo, ya poco podía hacer. Nuestra superioridad numérica les aplastaba y la energía con que nuestros soldados manejaban la espada y la lanza les obligaba a seguir combatiendo a caballo para no verse arrollados por aquella infantería implacable. Muchos de nuestros soldados perecieron aplastados y atrapados, pero pocos por la espada.

Finalmente, el enemigo, viendo que le acosaban por el frente, por los lados y por debajo —y no por detrás—, comenzó a retroceder para huir como había previsto Teodorico. Al principio de forma ordenada, resistiendo con las armas, pero luego, poco a poco, cada vez en mayor número, volviendo grupas y huyendo al galope. Y conforme emprendían la huida se veían obligados a pasar entre las filas de los rugios que les acosaban, por lo que la retirada fue una estampida desorganizada y atroz. Al concluir el combate, había más de dos mil cadáveres, en su mayoría sármatas y estirios. Teodorico no iba a hacer prisioneros ni a dedicar a sus emlekjos a curar a los heridos enemigos, por lo que los infantes prosiguieron el exterminio de los caídos que aún vivían, y nuestro ejército sólo se detuvo lo justo para enterrar dignamente a nuestros caídos. Freidereikhs, al cabalgar hacia la retaguardia, había visto un pueblo. Era un lugar más pequeño que su nombre —Ansdautonia— con unos cien habitantes; el joven rey obligó a todos los hombres y mujeres hábiles a ir al ensangrentado campo de batalla y enterrar a los sármatas y estirios —o deshacerse de los cadáveres como estimaran conveniente— para que nuestro ejército pudiera reanudar la marcha.

Estábamos a mediados de julio y el calor era intenso cuando llegamos a Aemona, la principal ciudad de la provincia de Noricum Mediterraneum. Era una ciudad muy antigua —de hecho, se decía que la había fundado Jasón el Argonauta— que en primavera y otoño debía ser muy agradable. Se extiende a ambas orillas de un afluente de aguas claras del Savus, y su característica más notable es un promontorio desde el que se disfruta de una magnífica vista de los distantes Alpes Juliani y sus estribaciones más cercanas. Empero, el resto de la ciudad es plano y está rodeado por una llanura pantanosa que exhala nocivos miasmas y nubes de insectos.

El promontorio de Aemona está coronado por una fortaleza tan inmensa e inexpugnable como la ceca de Siscia, y sus habitantes habrían podido recurrir a guardar en ella todas sus pertenencias, pero algún viajero que debió adelantarse a nuestro ejército les habría advertido sin duda la inutilidad de oponerse al pillaje y no se resistieron ni entorpecieron nuestro aprovisionamiento ni nos escatimaron las diversiones, que no escaseaban —incluidas termas, lupanares, tabernas y emnoctilucas ambulantes—, pero no encontramos grandes tesoros de oro y joyas o cosas similares, pues la ciudad había sido saqueada tiempo atrás por nuestro antepasado, el visigodo Alareikhs, o Alarico, y después por los hunos de Atila, y no había vuelto a recuperar su riqueza y opulencia.

Teodorico y Freidereikhs y sus oficiales se alojaron en la fortaleza, que ofrecía aposentos bastante cómodos, pero los soldados tuvieron que contentarse con los aires pestilentes de la llanura, aunque Teodorico consideró que era un mal menor y, como el resto de la marcha hasta Venetia iba a ser por una

llanura baja, prefirió que el ejército acampara en torno a Aemona en vez de hacerlo avanzar bajo el calor del verano. Así, estuvimos ganduleando casi un mes, en espera de que amainase aquel calor tórrido; pero no cesaba y los nocivos vapores de los pantanos comenzaron a causar enfermedades, malestar y querellas entre los soldados. Finalmente, emnolens volens, Teodorico tuvo que dar la orden de partida. Dejamos atrás el terreno pantanoso, lo cual fue una bendición, pero continuamos por una región húmeda bajo un calor agobiante; y por si no hubiera sido bastante para hacer penoso nuestro avance, no tardamos en vernos en medio de un paisaje feo y extraño. Los indígenas lo llamaban «karst», maldiciéndolo, igual que nosotros, pues es en su mayor parte piedra caliza desnuda, atroz para los pies y los cascos de los caballos. Y, además, la roca absorbe el calor del sol y refleja sus rayos, por lo que la temperatura era el doble que en otros terrenos; lo más curioso del emkarst es que está minado totalmente por ríos subterráneos, y en la antigüedad se han hundido muchas de las cavidades y túneles horadados por las aguas, y la superficie de la caliza está llena de hoyos, desde el tamaño de un anfiteatro derruido hasta otros de circunfereencia y tamaño suficientes para contener un salón; depresiones que, con el tiempo, han acumulado sedimentos y es en ellas donde viven los indígenas en unas casitas redondas u oblongas. En algunos de estos hoyos se puede ver desde arriba el río que lo ha excavado saliendo por un extremo y desapareciendo por el otro bajo tierra.

emThags Guth, llegamos de nuevo a un río normal, el Sontius, que cruza un paisaje más agradable con tierra de verdad, plantas y flores. Lo acogimos con auténtico alivio y alegría, a pesar de que en la orilla opuesta, donde comienza la provincia italiana de Venetia, vimos que nos aguardaban concentradas las imponentes legiones de Odoacro, dispuestas a detenernos y aplastarnos.

CAPITULO 4

Fueron nuestros emspeculatores, en avanzadilla de las columnas del ejército, quienes avistaron aquellas fuerzas que defendían la frontera de Venetia. Después de otear cautelosamente su frente de Norte a Sur —desde el golfo de Tergeste, donde el río Sontius desemboca en el mar Hadriaticum, hasta las estribaciones de los Alpes Juliani, donde nace el río— los vigías regresaron para informarnos. Fue su emoptio quien habló con cierto tono de temor.

—Rey Teodorico, el enemigo tiene tropas casi en número incalculable. Están dispuestas a lo largo de casi cuatro millas en la otra orilla del río, y su mayor concentración se halla en el extremo del empons Sontii, el único puente que existe, justo enfrente de nuestra línea de avance.

—Tal como me esperaba —dijo Teodorico sin inmutarse—. Es natural, pues Odoacro ha tenido tiempo de sobra para reunirías. ¿A qué otra cosa ha dedicado el tiempo, emoptio? ¿Qué defensas han preparado las legiones contra nosotros? —Parece ser que confían en su superioridad numérica —contestó

el oficial—. No han construido más que los habituales campamentos romanos muy ordenados a lo largo del río; filas y filas de grandes tiendas para dormir y en medio de ellas cobertizos de abastecimiento, corrales para caballos y tiendas para armerías, herrerías y cocina, y apriscos y porquerizas para el ganado. Todo lo propio de un campamento. Pero no han construido edificios ni bastiones o barricadas.

—Han previsto acertadamente que será un duro combate cuerpo a cuerpo —dijo Teodorico, asintiendo con la cabeza—, y quieren terreno libre para mayor facilidad de movimientos. ¿Y en las cercanías del río, emoptio?

—Desde el golfo hasta las estribaciones todo es plano, igual que aquí, con una diferencia en la orilla que ellos ocupan, y es que han talado los árboles en una profundidad de aproximadamente un cuarto de milla. No sé si habrá sido para facilitar la posición del campamento o para los movimientos del combate, o simplemente para procurarse leña.

—¿Y en esta orilla? ¿Hay bosque hasta el río?

— emJa, rey Teodorico. Tal como decís, habrían tenido tiempo de talarlo si hubiesen querido. Quizá

piensen que los árboles estorbarán el despliegue de vuestras tropas.

—¿Algo más, emoptio?

—Hemos observado otra cosa digna de mención —contestó el oficial, al tiempo que trazaba en la tierra con una vara unas líneas paralelas, figurando el río, marcando el lugar en que nos encontrábamos—. En el terreno más elevado al norte han construido dos plataformas de señales, cuyos humos son visibles a lo largo del río.

—¿Plataformas o torres? —inquirió Teodorico.

—Plataformas, emja —dijo emel optio, trazando dos pequeños rectángulos aguas arriba del esquema—. Aquí. No son muy altas ni sólidas y están cerca una de otra.

—Bien, bien —dijo Teodorico—. El antiguo sistema de Polibio, ¿no? Me llegaré allí a caballo una noche para ver cómo hacen las señales. emThags izvis, buen emoptio. Y da las gracias a los vigías. Bien, Odoacro habrá dispuesto sin duda sus vigías en ese bosque para observar nuestro avance y habrán calculado cuántos somos; pero prefiero que no vean cómo nos desplegamos. emOptio, toma los hombres que necesites, adelántate y ahuyenta a los vigías antes de que alcancemos el río. emHabái ita swe. El emoptio saludó, volvió grupas y se puso de nuevo a la cabeza de sus hombres. Teodorico permaneció en cuclillas junto al esquema y llamó a sus mariscales, generales y al rey Freidereikhs.

—Vamos a separar las columnas y a hacer avanzar parte de ellas sobre esta ruta —y señalando acá

y alla en el diagrama, fue dando órdenes para que las distintas unidades de caballería, infantería y carros de pertrechos adoptaran diversas posiciones—. Pitzias, este destacamento que envío aquí —añadió, marcando un punto aguas arriba—, que vaya con herramientas para talar y lleven troncos a la orilla, por si necesitamos echarlos al agua para pasar tropas o pertrechos. ¿No querías utilizar las máquinas de asedio?

—dijo, dirigiéndose al joven Freidereikhs—. Pues ahora lo harás. Que las traigan y las preparen.

—¿Máquinas de asedio? Pero si los vigías dicen que no hay bastiones, muros ni barri…

—¡Acepta las excentricidades, joven! —le interrumpió Teodorico con cierta exasperación—. Quizá

simplemente desee oír el ruido y estrépito de las máquinas. Lo que no quiero oír son críticas a mi plan de batalla.

em—Ja, ja —se apresuró a decir Freidereickhs avergonzado—. Desde luego. Haré que mis hombres las hagan sonar lo más fuerte posible.

Tres o cuatro días más tarde, nuestras columnas de vanguardia, con Teodorico a la cabeza, avanzaron hacia el Sontius y allí las mantuvo lejos de la orilla al amparo del bosque, mientras diversas unidades se desplegaban aguas arriba y río abajo. Ni siquiera se acercó a la orilla a mirar al enemigo al otro lado. Parecía totalmente despreocupado por el enorme ejército de la orilla opuesta, y sólo prestó

suma atención a la disposición de nuestras tropas conforme iban llegando y a las provisiones establecidas para su alimentación, comodidad y buen ánimo. Durante los sucesivos días y noches, el rey se dedicó a cabalgar hacia el Norte y el Sur, inspeccionando las líneas y dando órdenes y sugerencias a sus oficiales. Mientras, las primeras líneas de ambos ejércitos se hallaban a tiro de arco; era una distancia bastante grande para acertar, pero una lluvia de flechas podría haber hecho considerable daño. Nuestras tropas quedaban ocultas únicamente por árboles y maleza y sin notable protección, pero las de Odoacro ni siquiera contaban con ese cubrimiento. Pero Teodorico prohibió terminantemente que nadie cediese al impulso de lanzar una sola flecha, y Odoacro debió ordenar lo mismo.

Teodorico explicó el motivo cuando, una espléndida noche, me hizo acompañarle a caballo río arriba para ver si había un lugar en que el Sontius se estrechara y fuese poco profundo para vadearlo. Al regresar, me dijo:

—Como ciertamente ha de ser la guerra más importante que he de emprender en mi vida, voy a atenerme a la cortesía de declararla formalmente antes de iniciarla, y lo haré con escrupulosa atención a las tradiciones aceptadas por romanos y extranjeros. Cuando considere que es el momento adecuado, me

llegaré al empons Sontii y gritaré mi desafío, exigiendo que Odoacro se rinda antes de ser derrotado, que me allane el camino a Roma y que me reconozca como su sucesor y señor. Claro que no lo hará; se llegará él o un oficial de cierto rango hasta el puente y gritará una negativa desafiante; tras lo cual, nos declararemos mutuamente el estado de guerra. La costumbre exige, además, que ambos tengamos tiempo de regresar sin tropiezo a nuestros respectivos bandos y, después, cuando determinemos, demos la orden de ataque.

—¿Cuánto falta para eso, Teodorico? ¿Lo que quieres es que nuestros hombres tengan un buen descanso después de tan larga marcha? ¿O es que estás atormentando y exacerbando a Odoacro, después de su larga espera para que desespere?

—Nada de eso —contestó Teodorico—. Y no todos los hombres han estado descansando. Bien sabes que algunos han sido legionarios y visten uniforme romano. Estas noches pasadas, les he enviado a nado a la otra orilla y, en cuanto sequen sus ropas, se mezclarán cuatelosamente con el enemigo para ver y oír cuanto puedan; he dispuesto también una buena guardia para asegurarme de que no se infiltran espías del enemigo.

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