Halcón (128 page)

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Authors: Gary Jennings

Tags: #Historica

BOOK: Halcón
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—¿Quién sois? —yo volví a guardar silencio, mirándole severo—. Se casó hace años —con un mercader rico— y se fue de casa.

—Lástima —dije—. Merecía algo mejor que un mercader. Pero al menos se ha librado de sus repelentes hermanos. Supongo que vosotros no os habéis casado. Georgius no habría consentido en manumitir a sus dos esclavos más abyectos.

Ahora era él quien no contestaba, pero le hice parpadear de perplejidad al añadir:

—Desvístete.

No me quedé a comprobarlo, sino que le dije al emoptio Landerit:

—Cuando estén desnudos todos los muleros, mételos en los sacos de las provisiones confiscadas y llénalos de sal. Mientras tanto, envía al emcenturio Gudahals a mi tienda. Resultó que capturamos dos reatas de mulas que cruzaban nuestras líneas casi al mismo tiempo; la muy cargada que llegaba del Norte y una sin carga que regresaba de Ravena. En total habíamos detenido a diez muleros y unas cuarenta mulas. Cuando Gudahals llegó a mi tienda, dirigía sus ojos de buey hacia el lugar en que los contrabandistas capturados lanzaban ahora gritos de horror, pidiendo piedad, conforme les obligaban a entrar en los enormes sacos; el emcenturio pensó sin duda que le iba a castigar del mismo modo, y su rostro bovino se iluminó cuando le dije:

— emCenturio, voy a darte la oportunidad de expiar tu falta —él comenzó a mugir agradecido, pero le acallé con imperioso ademán—. Vas a ir con cuatro jinetes a todo galope por la vía Popilia, la vía Claudia Augusta, el valle del Dravus de los Alpes, hasta

aths en Regio salinarum, que es el lugar de donde procede la sal —añadí instrucciones detalladas para que diera con la mina y una buena descripción de Georgius Honoratus tal como yo le recordaba—. Traerás a ese hombre detenido y me lo entregarás a mí o a Teodorico; a nadie más. Georgius debe ser ya muy viejo, así que trátalo con cuidado, pues Teodorico querrá que se halle en buen estado para crucificarlo en el empatibulum. Te prevengo que si no das con él, no logras capturarle o le sucede el más mínimo percance durante el regreso… —aguardé a que el emcenturio comenzase a sudar—. Mejor es que no vuelvas.

El emcenturio no se lo habría hecho repetir dos veces y me habría saludado antes de echar a correr a por el caballo, pero aún le hice otra recomendación.

—No creo que esas provisiones lleguen aquí desde Haustaths. Sería un absurdo que los muleros trajesen a los animales tan cargados desde el principio del viaje. Deben llegar con las alforjas y los sacos con una cantidad de sal, pero los víveres se los añaden en algún lugar mucho más cercano. Si, de camino, puedes averiguar ese lugar y la persona o personas responsables, o tal vez hacer que Georgius lo confiese, si lo logras emsin causarle daño, habrás expiado tu falta con creces. Gudahals y sus cuatro hombres acababan de salir de estampida del campamento y galopaban ya por la vía Popilia, cuando el emoptio Landerit entró en mi tienda, y, tras saludarme, me informó de lo siguiente:

— emSaio Thorn, cuando los fardos de sal han cesado de rebullirse, se quedaron muy deformados y extraños; así que les hemos echado más sal para que quedasen duros e hinchados como antes y los hemos cargado en las diez mejores mulas; y en otras diez hemos cargado sacos llenos solamente de sal. Así que ya hay una caravana de veinte mulas bien cargadas.

—Muy bien, emoptio. Las mulas que quedan mételas en nuestros corrales de bestias de tiro, que de momento no se necesitan. Ahora, tenemos que poner en marcha nuestras… mulas de Troya, por así decir. Está claro que, a pesar de este aprovisionamiento de tapadillo, en Ravena habrán pasado mucha escasez y llevan viviendo mucho tiempo a base de raciones rancias; la pobre gente hambrienta estará aguardando ansiosamente la llegada. Espero que les guste la carne salada que van a recibir esta vez.

—Sería divertido ver si están tan hambrientos que se la comen —musitó el emoptio.

—De todos modos —añadí—, los centinelas de Odoacro son legionarios disciplinados, y, con hambre o sin ella, no dejarán pasar nada que les resulte sospechoso. Esta caravana tiene que ser igual que las anteriores; es decir, que no ha de llevar más de cinco muleros. Ve y tráeme cuatro voluntarios decididos dispuestos a entrar sin armas en el reducto enemigo. Que empiecen a elegir ropa de las prendas de esos muleros.

—¿Cuatro hombres? ¿Y seré yo el quinto troyano? —inquirió el emoptio con el entusiasmo reflejado en el rostro.

—No, iré yo. Lo he previsto así con el emnavarchus Lentinus antes de que saliera en barco hacia la costa sur. Él me estará aguardando al otro extremo de Ravena, si es que podemos pasar. Pero para ti tengo otra misión. Habrá más caravanas de mulas en camino. Confisca los víveres y sala a los muleros igual que has hecho con esta reata. Y luego, devuelves la caravana por donde haya llegado con muleros que sean hombres tuyos —y le expliqué lo mismo que al emcenturio—. En algún lugar del camino hay gente que ha intervenido en esta trama. Gudahals lo está averiguando y lo mismo harán tus hombres disfrazados. Landerit se mostraba decepcionado, pero asintió con la cabeza.

—Entendido, emsaio Thorn. Los conspiradores se mostrarán sorpendidos cuando vean que regresa el cargamento y más se sorprenderán si abrimos los fardos. Por su reacción los conoceremos. ¿Los… matamos?

—Por supuesto. He ordenado a Gudahals que me traiga al jefe; los peces pequeños no me interesan. Otra cosa, emoptio. Te confío mis armas y coraza mientras esté ausente.

—Perdonad mi curiosidad, mariscal —añadió el emoptio—, pero ¿cómo sabíais tantos detalles de la fuente de abastecimiento en Haustaths?

—De joven pasé un verano en aquel hermoso lugar. El Lugar de los Ecos —hice una pausa, risueño—. Por entonces no sospechaba que volvería a oír un eco de él en mi vida.

—Bienaventurados los que aman la paz —dijo Teodorico en voz baja, citando al apóstol san Mateo, mientras nos miraba pensativo a mí, a los cuatro muleros, al emnavarchus Lentinus y los cautivos, que a guisa de trofeos, le teníamos preparados en Ariminum—. ¿Cómo los habéis apresado?

—No ha sido ninguna proeza —contesté con modestia—. Los centinelas de Ravena dejaron pasar la caravana, contentándose con mirarla curiosos. En el centro de la ciudad había muchos soldados aguardando la llegada; mis hombres se mantuvieron callados, como les había dicho, y yo me puse a charlar de cosas de Haustaths con el emoptio encargado de recibir los víveres.

—¿Y qué habrías hecho si los soldados hubiesen abierto los fardos de Troya allí mismo? —inquirió

Teodorico con aviesa sonrisa.

—Afortunadamente no lo hicieron. Como era de esperar, llevaron las mulas a distintos barrios de la ciudad para distribuir equitativamente los alimentos. Por cierto, durante nuestra breve visita he podido comprobar que aún cuentan con una buena provisión de trigo y productos secos, pero lo único mascable y el aceite les llegaba por esas caravanas de mulas. Bien, en cualquier caso, en cuanto los soldados se hicieron cargo de las mulas ya no nos prestaron atención y pudimos alejarnos tranquilamente.

—¿Y habéis oído los gritos que han debido dar al abrir los fardos? —dijo Teodorico riendo.

—Esperaba que sucediera en cualquier momento, y sabía que había que actuar con rapidez antes de que los soldados regresaran en nuestra busca; pero éramos pocos para causar grave daño a las defensas de la ciudad, aunque hubiésemos podido permanecer escondidos para actuar subrepticiamente durante semanas. Así que lo único que podíamos hacer era robar algo; algo que pareciera una impertinencia cuando hubiésemos escapado. Por supuesto, me habría gustado secuestrar a Odoacro, pero no teníamos tiempo de buscarle. Además, sabía que estaría rodeado de una poderosa guardia y nosotros íbamos desarmados. Así que acechamos en la basílica de San Juan, que yo sabía era la catedral católica, aparte de que los legionarios no se molestan en vigilar las iglesias. Entramos y nos trajimos estos dos presbíteros como trofeos.

Teodorico los miró con auténtica satisfacción y gesto apreciativo, casi cariñoso. Mirada que ellos no le devolvieron.

—En ese momento —proseguí— ya se había organizado cierto alboroto; la gente iba y venía corriendo y dando gritos. Probablemente entre ellos estarían los soldados que nos buscaban, pero gran parte de la confusión la había creado nuestro buen amigo el emnavarchus, aquí presente —dije señalando a Lentinus.

—Sí, Teozorico —añadió él—, tal como habíamos convenido, volví a donde estaban mis hombres en el Padus, llevándoles más leña y aceite, y les hice trabajar frenéticamente para construir el mayor número de emkhelaí posible, utilizando hasta las cañas y juncos de las marismas, y comenzamos a enviarlos

hacia las murallas de día y de noche. Thorn me ha contado que varios se incendiaron inopinadamente en el momento en que ellos salían de la catedral; así que los artefactos han ayudado a sembrar la confusión, pero creo que habrían podido escapar de todos modos. Tened en cuenta que los centinelas sólo vigilan que no entre el enemigo, y ellos salían.

—Y, además —proseguí—, lo hicimos tranquilamente, como si tuviésemos algo que hacer fuera de las murallas. Y nos salió bien; parecíamos cinco campesinos cansados, acompañados por dos sacerdotes. Los centinelas apenas nos miraron, y los dos curas no lanzaron un solo grito ni un gemido, gracias al puñal que manteníamos pegado a su axila.

—Y aquí estáis —dijo Teodorico, meneando la cabeza admirado.

—Y aquí estamos —repetí—. Quiero presentarte nuestros trofeos. El más joven y gordo —al menos le hemos alimentado bien—, ése que tanto se esfuerza en mostrar una paciencia de santo y perdonar a sus secuestradores, es Juan, el arzobispo católico de Ravena; y el otro, ese delgado, frágil y tembloroso, sí

que es un santo en vida, probablemente el único santo que tú, rey Teodorico, y yo vamos a tener el privilegio de conocer. Ya has oído hablar de él. Es el mentor, tutor, confesor y capellán privado de Odoacro: san Severino.

—Que Odoacro decida: o la ciudad o el santo —dijo Teodorico.

Estaba con nosotros, su oficiales, y los dos nuevos huéspedes, reclinados todos en el emtriclinium de su nuevo palacio en Ariminum; los manjares eran exquisitos, pero, mientras que el arzobispo Juan comía a dos carrillos, san Severino se contentaba con picar algo de vez en cuando con sus temblorosos dedos.

—Hijo, hijo, Teodoricus —decía el arzobispo, pronunciando el nombre al estilo romano, tragando un buen bocado de carne—. Esta persona —añadió, señalándome— ya está condenada a ser desgraciada por el resto de sus días y a sufrir después los tormentos de la gehenna por toda la eternidad, por haber levantado la mano contra san Severino; estoy seguro, Teodoricus, de que vos no querréis poner en peligro la esperanza de ir al cielo, haciendo daño a un santo cristiano.

—Un santo católico —replicó Teodorico imperturbable—. Y yo no soy católico.

—Hijo, hijo, Severino ha sido santificado por el soberano pontífice de toda la cristiandad —añadió

Juan, persignándose piadosamente—. Por lo tanto, todo cristiano debe reverenciar y respetar a un santo que…

— emBalgs-daddja —gruñó groseramente el general Pitzias—. Un santo castigaría nuestra impiedad en este mismo momento con un rayo divino. Mientras que él ni siquiera lanza improperios.

—Ni palabra alguna —añadió el arzobispo—. El santo ya no habla.

—¿Está herido o enfermo? —inquirió Teodorico—. No quiero que muera antes de tiempo. ¿He de llamar a un emmedicas?

—No, no —contestó el arzobispo—. Ya hace años que no habla, y parece que no oye ni hace uso de sus otros sentidos. Si fuese un mortal como los demás, habría que pensar que le afecta la senilidad, pero Severino es un santo que emula a otro santo y sigue las exhortaciones de san Pablo preocupándose sólo de las cosas divinas y desdeñando las terrenas. Habréis visto que hasta se abstiene de comer, salvo una migaja de vez en cuando. Para nosotros, que en Ravena hemos tenido que vivir de migajas, la serena renuncia del santo nos ha servido de ejemplo.

—Si tanto le estimáis y adoráis —dijo Teodorico—, no desearéis que le suceda nada.

—Hijo, hijo —repitió el arzobispo, retorciéndose las manos—, ¿de verdad queréis que vuelva a Ravena a decir a Odoacro que amenazáis con hacer daño al santo Severino si no…?

—Me da igual lo que le digas, arzobispo. Me consta que Odoacro no va arriesgar su pellejo por salvarle aunque sea su santo preferido. Se escondió cobardemente entre sus subditos para escapar de Verona y ordenó la matanza de varios centenares de cautivos inermes y desarmados para que no entorpecieran su fuga a Ravena; y desde entonces mantiene a la población de la ciudad sometida a grandes privaciones para seguir allí escondido. Por eso dudo mucho que la amenaza que pese sobre otro mortal le haga rendir Ravena. Pero es lo que tiene que hacer.

—Pero… ¿y si… y si no lo hace?

—Si no lo hace, arzobispo, comprobaréis que puedo ser tan implacable y cruel como Odoacro. Por lo tanto, si te preocupa el bienestar del santo Severino, más vale que idees un convincente razonamiento, un razonamiento irresistible, para persuadir a Odoacro. Y rápido. Mañana te escoltarán hasta Ravena —

hizo una pausa para calcular—. Dos días para llegar y otros dos días para regresar. Te concedo hasta la semana que viene para que vuelvas trayéndome la rendición incondicional de Odoacro. em¡Ita fiat! ¿Que así

sea!

Fui yo quien llevó al arzobispo Juan desde Ariminum por la vía Popilia y le serví de salvoconducto a través de nuestras líneas; y, con un emsignum indutiae blanco le acompañé hasta Ravena y los puestos de vigilancia externa frente al puerto Classis. Durante los dos días del viaje me abstuve de preguntarle cómo pensaba plantear nuestras exigencias ante Odoacro (y, desde luego, no iba a señalarle que Teodorico, en realidad, no había dicho que fuera a hacer daño al escuálido y anciano rehén Severino). Cuando puse al arzobispo en manos de la guardia romana, me miraron furiosos, pues en Ravena nadie ignoraba el humillante incidente de las mulas troyanas.

Regresé a nuestras líneas y aguardé, sin saber con certeza el qué; si alguno de nuestros soldados hubiese hablado de hacer apuestas sobre el resultado de la gestión, no habría sabido si apostar a favor o en contra. Aun en el momento en que llegó un legionario a caballo con un emsignum indutiae acompañado del arzobispo, no habría sabido por qué apostar; cuando menos, el prelado Juan volvía de la guarida del enemigo y regresaba vivo. ¿Era un signo favorable? Su rostro no desvelaba nada. Cuando regresábamos ya solos por la vía Popilia, no pude resistir la tentación y le pregunté:

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