—Éste es el brazo del río Padus situado más al sur —dijo—. Advertiréis que a nuestra izquierda se divide en dos ramales que rodean las murallas de Ravena antes de desaguar en el mar. No es una circunstancia enteramente natural, porque el foso se construyó para abastecer de agua a la ciudad. Aunque, como veis y podéis oler, el agua del río no es muy limpia, dado que cruza las ciénagas; pero es la única de que dispone Ravena, ya que el acueducto hace años que está abandonado. Así pues, las aguas discurren lamiendo las murallas y penetran en la ciudad a través de unos arcos bajos que las canalizan. Lo que estoy disponiendo es que esas aguas introduzcan en Ravena algunas sorpresas.
—Para ser un observador neutral, emnavarchus, parece que os ha ganado el espíritu de conquista —
comenté, admirado—. Lo que construyen esos hombres, ¿son embarcaciones? Me parecen demasiado frágiles para transportar tropas.
—Barcas son, pero irán sin tropas. Por eso no es necesario que sean sólidas. Y son expresamente pequeñas para que pasen por los arcos.
—¿Y por qué, entonces, llevan mástil y vela? ¿No les impedirán el paso por los arcos?
—Los salvarán al revés —contestó él, sonriente.
—¿Cómo? —exclamé, mirando perplejo a él y a la barca en cuestión. Si los artefactos de bloqueo del puerto eran cajones gigantescos, aquellas barquitas eran una especie de tinas del tamaño de un hombre; en los dos o tres casi acabados, estaban acoplando un mástil, un mástil sin desbastar con una pequeña vela cuadrada.
—Las barcas se deslizan por la superficie, como cualquier navio —prosiguió Lentinus—, pero con la vela sumergida; así la corriente las impulsa despacio para que no vayan a la deriva y puedan enredarse en los juncos de la orilla o se atasquen en los arcos de los estrechos canales. Y en la concavidad del casco es donde llevan la carga.
—Muy ingenioso —musité admirado.
—No es invento mío. Los antiguos griegos, cuando aun guerreaban entre sí, lo llamaban emkhelé, la pinza del cangrejo. Si había una flota enemiga anclada en un puerto, los enviaban corriente abajo para que se inflitraran entre los barcos enemigos, desgarrándolos por debajo.
—Desgarrarlos ¿cómo? —inquirí—. ¿De qué vais a cargarlos?
Me enseñó uno de los emkhelaí terminados que cargaban en aquel momento.
—Con fuego húmedo, como decimos los marinos. Otro invento de los griegos antes de convertirse en una nación decadente. Es una carga consistente en una mezcla de azufre, nafta, brea y cal viva. Tal vez sepáis, emsaio Thorn, que la cal, al mezclarse al agua, se altera y cuece, y desprende suficiente calor para encender los otros ingredientes, y la mezcla arde furiosamente bajo el agua. Ya habéis visto lo frágiles que son los emkhelaí. Bien, los he calculado para que aguanten flotando hasta dentro de Ravena; una vez allí
comenzarán a hacer agua y ésta hará que reaccione la cal y… ¡ emeuax, el fuego griego! —concluyó con una sonrisa de muchacho travieso, impropia de un hombre maduro.
—¡Qué maravilla! —exclamé, admirado sin reservas, aunque pensé que debía hacerle una advertencia—. Pero supongo que Teodorico querrá tomar Ravena más o menos entera, y no creo que aplauda el que se la reduzcáis a cenizas.
— emEheu —exclamó, echándose a reír—, perded cuidado. Le hago esto al maldito Ozoacro para perturbar el sueño de sus tropas. Aunque confieso que también por procurar cierta diversión a vuestros soldados, tan aburridos con el asedio en esta solana insoportable. Cuando hagan efecto los primeros emkhelaí dudo mucho que los defensores dejen entrar ninguno más que pueda estallar, pero así estarán todos nerviosos y atemorizados.
Cuando anocheció, siguiendo las instrucciones de Lentinus, varios soldados se echaron a nadar para llevar los emkhelaí al centro del río y que la corriente los arrastrase. Una vez que los tres artefactos siguieron corriente abajo y desaparecieron, todos nos acercamos a la orilla para contemplar el distante resplandor rojizo que proyectaban en el cielo las lámparas y los fuegos de Ravena. Si algún centinela veía que se aproximaban los emkhelaí, seguramente pensaría que eran troncos, ya que en el río flotaban muchos restos; al menos uno de ellos cruzaría las murallas por algún canal. Vimos cómo el fulgor del cielo aumentaba de pronto y saltamos alborozados con gritos de em«¡Sai!» y em«¡Euax!», dándonos palmadas en la espalda. El fuego griego estuvo ardiendo un buen rato y nos imaginamos, con gran contento, a los habitantes yendo de un lado para otro consternados, tratando inútilmente de apagar unas llamas que misteriosamente se resistían al agua.
Cuando disminuyó el resplandor, dije a Lentinus:
—Gracias por el espectáculo. Mañana ya no estaré para compartir la diversión con vosotros, pues he de comunicar a Teodorico cómo está la situación aquí; no olvidaré alabar vuestro ingenio.
— ¡Oh no, os ruego que respetéis mi neutralidad! —replicó él, sonriente, alzando una mano en signo de protesta.
—Muy bien. Alabaré la calidad de vuestra neutralidad. Y neutral o no, vos seréis el primero en comprobar si Ravena se cansa del fuego griego o vacía del todo sus despensas, o simplemente se harta de estar sitiada y cede. Así pues, confío en que enviéis un emisario a galope en cuanto se rinda. Pero Ravena no se rendía.
Siguió cerrada a cal y canto y sin comunicaciones. Ni siquiera dio salida a un emisario que inquiriese sobre la posibilidad de negociar una capitulación favorable. Y como nada podíamos hacer, salvo esperar que el prolongado asedio venciera la obstinación de Odoacro, Teodorico decidió olvidarse de la situación y dedicarse en los meses que siguieron al gobierno de sus nuevos dominios como si la bloqueada capital y el ex rey no existiesen.
Comenzó, por ejemplo, a repartir entre sus seguidores las buenas tierras que le habían conquistado, y, como no había batallas en perspectiva, dispersó a las tropas en destacamentos por todo el país. Luego, emulando en términos generales al tradicional sistema romano de «colonatus», concedió a cada soldado una parcela de terreno (si el soldado quería tierra) para poder construir, cultivarla o dedicarla a pastos. Por supuesto, muchos, en vez de tierra, optaron por una suma equivalente en dinero para poner una tienda, una herrería, una caballeriza o cualquier otro modesto negocio en pueblos y ciudades. Las emtabernae contaron con muchos adeptos.
Todo aquello seguía su curso y Odoacro no debía ignorarlo a juzgar por las señales de sus emspeculatores; se daría cuenta de que había acabado para siempre su reinado. En Ravena debían tocar a su fin las posibilidasdes vitales, y hombre razonable habría debido solicitar tregua. Pero transcurrió otro invierno y de la sitiada ciudad no salieron ni personas ni noticia alguna. Ravena no se rendía. Conforme los veteranos de la conquista se asentaban y se adaptaban a su nueva condición de propietarios, y únicamente guerreros cuando la necesidad lo impusiera, muchos de ellos —con el permiso y ayuda de Teodorico, e incluso por estímulo de él mismo— comenzaron a traer a Italia a las familias que habían dejado en Mesia. Las barcazas del Danuvius y del Savus que antes habían servido para transportar nuestros pertrechos militares, remontaban ahora esos dos ríos cargadas de mujeres y niños, ancianos y enseres domésticos; desde el nacimiento del Savus en Noricum Mediterraneum las familias llegaban por tierra, en convoyes de carros de la intendencia militar, a través de Venetia a sus diversos destinos. Teodorico ya había hecho venir a su familia, que, naturalmente, había viajado más cómodamente; sus dos hijas llegaron acompañadas de dos primos, un joven y una joven, al cuidado todos de la tía de las princesas, la madre de los primos, que no era otra que Amalafrida, hermana de Teodorico. Era la primera vez que veía a la emherizogin Amalafrida y la encontré bastante atractiva; era una mujer alta, delgada, elegante y serena. Su hija, Amalaberga, era bastante guapa y de carácter tímido y retraído, mientras que el hijo, Teodato, era un joven taciturno, de gruesas mandíbulas llenas de granos, que no me gustaba nada. Las princesas Arevagni y Thiudagotha se echaron alborozadas en mis brazos dando gritos de contento; ya eran las dos unas mujeres, muy hermosas cada una en su estilo, y de actitud muy principesca; yo me había temido tener que decirle a Thiudagotha la muerte de su pretendido esposo, el rey Freidereikhs, aún príncipe Frido la última vez que ella le había visto, pero, como habría debido imaginarme, la noticia ya hacía tiempo que había llegado al palacio de Novae. Si Thiudagotha había llorado amargamente al saberlo, al menos no iba a dolerse toda su vida; en todas las ocasiones en que surgió en nuestras conversaciones el recuerdo de Frido, ella tuvo la entereza de no llorar ni caer en la sensiblería.
Teodorico alojó un tiempo a los miembros de su familia en una buena mansión de Mediolanum que le había correspondido en el botín, pues ya había ordenado que le construyesen allí un palacio y otro en Verona, que sería siempre su ciudad preferida en Italia. Además, cuando comenzó a repartir parcelas, me había preguntado qué deseaba yo, si otra finca o una residencia en algún pueblo o ciudad. Yo se lo había agradecido, pero no quise aceptar nada, alegando que estaba más que satisfecho con mis tierras en las afueras de Novae y no quería verme abrumado con demasiadas propiedades.
Todo esto sucedía y Odoacro debía saberlo por las señales de sus emspeculatores. ¿Cuál sería su estado de ánimo ahora que las familias de los conquistadores estaban instaladas en lo que habían sido sus dominios? ¿Y cómo sería ahora la vida en aquella ciudad cerrada? Pero Ravena seguía sin rendirse. Hay otras cosas que debo mencionar en relación con los repartos de tierras. Nadie habría considerado extraordinario que un invasor se apropiase con todo derecho de hasta el último emjugerum de la tierra conquistada, y la gente habría podido esperar con toda lógica que ello provocase un angustioso lamento por parte de los terratenientes desposeídos; pero nada de eso sucedió en Italia. Teodorico
únicamente se apropió —para compartirlo con sus tropas— del tercio de tierras de la península que Odoacro ya había confiscado a sus propietarios años antes. Incluso lo que el propio Teodorico se quedó
—la mansión de Mediolanum en que alojó a sus reales parientes y la tierra en que construía su nuevo palacio— también lo incautó de lo que antes Odoacro había arrebatado a otros. Así, por decirlo en pocas palabras, los antiguos propietarios de esas tierras e inmuebles no se vieron peor que antes, y, lejos de presentar quejas, quedaron gratamente soprendidos y muchos de ellos alabaron la benevolente contención de Teodorico.
Bueno, algunos se sintieron ofendidos. Odoacro había obsequiado con las tierras confiscadas a sus cómplices y partidarios, y éstos guardaron rencor a Teodorico por arrebatarles sus regalos; algunos gozaban de altos cargos administrativos en Roma, Ravena y las más alejadas provincias y, por un motivo u otro, hubo de dejárselos, y ésos fueron los que, con la influencia que poseían, la utilizaron en contra de Teodorico.
Me apresuraré a decir que los miembros del senado romano no se contaron entre los descontentos; cierto que muchos senadores detestaban lógicamente a los extranjeros al principio, pero todos daban prioridad a los intereses de Roma y algunos, como Festus, colaboraron de buen talante con Teodorico desde el principio. En cualquier caso, nadie habría soñado con tamaña codicia o mezquindad para ponerse a lloriquear por la «disolución de propiedades»; el senado era, como siempre lo había sido, una asamblea de ancianos de las más antiguas familias romanas, y ninguna familia patricia se habría prestado a semejante iniquidad. Además, a cualquiera de aquellas familias aristocráticas se les habría podido privar de un tercio de sus propiedades sin que se vieran en gran apuro y a algunas sin que incluso lo notaran. Pero hubo otros que, al verse beneficiados durante el reinado de Odoacro, le habían apoyado con gran complacencia —en particular la Iglesia cristiana católica y sus prelados, cuyas propiedades Odoacro había eximido de confiscación— y cuando Teodorico comenzó a repartir tierras entre sus soldados los hombres de la Iglesia se echaron a temblar, convencidos de que un «malvado arriano» les arrebataría con perverso júbilo las tierras y sus propiedades privadas. Efectivamente, corrió el rumor de que el obispo de Roma, el patriarca Félix III, había muerto abatido por una apoplejía provocada por ese temor. Pero Teodorico, igual que Odoacro, se abstuvo de tocar lo más mínimo las propiedades de la Iglesia. Sin embargo, no por eso los clérigos cesaron en sus abominaciones; los mismos obispos y sacerdotes que habían entonado el hosanna porque su hijo católico Odoacro había «respetado la santidad» de sus propiedades, ahora afirmaban que el arriano Teodorico no se atrevía a atacarlos, que era un hombre débil y un enemigo despreciable. En cualquier caso, por el motivo que fuese, había muerto el papa Félix, y le sustituyó un anciano llamado Gelasio, quien, con su ascenso, añadió una nueva vejación a Teodorico.
—El obispo Gelasio, o el pontífice, si queréis —dijo el senador Festus—, está muy mal visto en Constantinopla.
El senador acababa de regresar de su viaje y, en la audiencia que le había concedido Teodorico, aquello era lo primero que decía. Todos los que estábamos en el salón le miramos perplejos.
—¡Por Plutón que a mí eso me tiene sin cuidado! —exclamó Teodorico—. Fuisteis a obtener el reconocimiento imperial de mi reinado. ¿Os lo han dado?
—No —contestó Festus—. Pensé que convenía deciros gentilmente por qué Anastasio lo niega.
—¿Que lo emniega?
—Bueno, lo retiene. Él sostiene que si no sois ni capaz de reprimir el mal comportamiento de un obispo polémico, es evidente que aún no tenéis bien metidos en cintura a vuestros subditos y…
—Senador —dijo Teodorico en tono glacial—, ahorraos la retórica y las buenas palabras. Mi buen humor roza el límite.
—Parece ser que el primer acto de Gelasio como obispo patriarca de Roma —comenzó a decir sin circunloquios Festus— ha sido acusar a su hermano prelado, el patriarca Akakiós de Constantinopla —la noticia llegó estando yo allí—, de no haber sido lo bastante severo para suprimir a ciertos elementos difamadores que hay en la Iglesia de Oriente, y el pontífice exige que se borre el nombre de Akakiós de la lista de padres de la Iglesia a los que rezan los creyentes. Me han dicho que todos los cardenales de Roma
están enviando pastorales a toda la cristiandad prohibiendo las preces de los fieles. Y, como podéis imaginar, esto ha causado gran indignación en Constaninopla. Anastasio dice que duda en nombraros Teodoricus Rex Romani mientras sus airados subditos piden que Roma sea arrasada y que todo el que tenga la menor gota de sangre romana sea condenado a la emgehenna. Eso es lo que dice. Dede luego, no es más que una excusa para posponer vuestro…