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Authors: Gary Jennings

Tags: #Historica

Halcón (3 page)

BOOK: Halcón
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sido el doble…

Para impedir que empezase otra vez a lamentarse de sus defectos, cambié de tema.

—Si esta manera de comulgar te gusta tanto, hermana Deidamia, ¿por qué no lo haces con un hombre, emniu? Los hombres lo tienen incluso más…

— em¡Aj, ne! —me interrumpió—. Puede que hasta ahora fuese una ignorante del cuerpo de la mujer, porque no había más chicas en mi familia y mi madre murió al nacer yo y nunca jugué con niñas. Pero tenía hermanos y los he visto desnudos. ¡Ugh! Mira, hermana Thorn, en los hombres es feo; es todo pelos, tieso y correoso como el del uro salvaje. Tienes razón en decir que lo tienen de buen tamaño, pero es una cosa fea y horrible, y debajo tienen colgando una especie de horrenda bolsa de cuero arrugado. ¡Ugh!

—Es cierto —añadí—. Yo también se la he visto a los hombres y pienso si a mí me saldrá una.

—Nunca, emthags Guth —dijo ella tajante—. Un poco de pelo ahí, emja, y unos pechitos aquí, emja, pero no ese horrible talego de piedras. Los eunucos, ¿sabes? —prosiguió—, igual que nosotras, tampoco tienen esa bolsa.

—No lo sabía —contesté—. ¿Qué es un eunuco?

—Un hombre al que le han cortado las piedras, generalmente en la infancia.

— em¡Liufs Guth! —exclamé—. ¿Se las cortan? ¿Para qué?

—Para que no puedan funcionar como hombres, en ese aspecto. Algunos se lo hacen ellos mismos, cuando ya son hombres crecidos. Se dice que Orígenes, el gran maestro de la Iglesia, se emasculó

voluntariamente para que no le distrajera la femineidad de mujeres y monjas cuando les predicaba. A muchos esclavos sus amos los hacen eunucos para que sirvan a las mujeres de la casa sin que peligre su castidad.

—¿Una mujer no yace con un eunuco?

—Claro que no. ¿Para qué? Yo, aunque viviera rodeada de sirvientes que fuesen hombres hechos y derechos nunca, nunca yacería con uno de ellos. Aunque pudiese dominar las náuseas que me dan con simplemente pensarlo, no podría hacerlo. Yaciendo contigo, hermanita, hago la santa comunión, pero yaciendo con un hombre ensuciaría la castidad que he dedicado exclusivamente a Dios para que me den el velo cuando tenga edad. No, nunca yaceré con un hombre.

—Pues me alegro ser mujer —dije yo—, porque, si no, no te habría conocido.

—Y menos aún habríamos yacido juntas —añadió ella, sonriendo feliz—. Y tenemos que hacerlo a menudo, hermana Thorn.

Y lo hicimos, ya lo creo, y nos enseñamos mutuamente diversas maneras de hacer nuestras devociones, y mucho hay que contar de aquellos encuentros; pero también de esto hablaré más adelante. Entretanto, Deidamia y yo estábamos tan entontecidas una con otra que caímos torpemente en descuidos, y un día, poco antes de que comenzase el invierno, nos hallábamos tan arrobadas en nuestro éxtasis, que no nos percatamos de que se acercaba la entrometida hermana Elissa, ni advertimos que, después de contemplarnos boquiabierta durante un rato, se marchó y volvió con la abadesa cuando aún estábamos enlazadas.

—¿No veis, emnonna? —dijo la hermana Elissa con regocijo.

— em¡Liufs Guth! —chilló emdomina Aetherea—. em¡Kalkinassus!

Yo ya había aprendido que la palabra quería decir fornicación y era pecado mortal. Me apresuré a ponerme el hábito, angustiada; pero Deidamia se cubrió tranquilamente con la ropa y replicó:

—No era emkalkinassus, nonna Aetherea. Tal vez haya estado mal hacer la santa comunión en horas de trabajo, pero…

—¿La santa comunión?

—…pero no hemos cometido pecado. No se mancilla la castidad entre dos mujeres que yacen juntas. Soy tan virgen como siempre, e igualmente la hermana Thorn.

— em¡Slaváith! —bramó emdomina Aetherea—. ¿Cómo te atreves a decir semejante cosa? ¿Él es virgen?

—¿Él? —repitió Deidamia perpleja.

—Ahora veo por primera vez la delantera de este impostor —dijo la abadesa con voz glacial—. Pero tú, hija, por lo que veo lo conoces de sobra. ¿ Es que vas a negar que esto es un miembro masculino?

—añadió, asiendo un palo para no tocarlo con la mano y alzándome el hábito, mientras las tres contemplaban mis partes con diversa expresión en sus rostros; sólo el emliufs Guth sabe la expresión que desvelaría el mío. —Masculino, masculino —dijo la hermana Elissa con sonrisa bobalicona.

—Pero… —balbució Deidamia— …Thorn no tiene… la… —¡Tiene lo bastante para ver que es un hombre! —bramó la abadesa—. Y para hacer de ti, hija del alma, una pérfida fornicadora.

—¡Oh, emvái, peor que eso, emnonna Aetherea! —gimió la pobre Deidamia, realmente desesperada—.

¡Soy una antropófaga! ¡Engañada por este impostor, he devorado carne de niño! Las dos la miraban perplejas. Pero antes de que Deidamia pudiera explicarse, cayó en tierra desmayada. Yo sabía lo que había querido decir, pero pese a mis temblores, tuve la suficiente prudencia de no decir nada. Al cabo de un instante, la hermana Elissa dijo:

—Si este… ser es hombre, emnonna Aetherea, ¿cómo es que ha venido a Santa Pelagia?

—Eso digo yo —replicó la abadesa con gesto inexorable. Así, de nuevo me vi recogiendo mis pobres pertenencias y llevada a toda prisa a la abadía de San Damián. Una vez allí, la abadesa hizo que un monje me encerrase en una dependencia aislada para que no oyese lo que hablaba con el abad. Pero el monje tenía faenas que hacer y, al dejarme sola, me escabullí y me tumbé bajo la ventana abierta del aposento del abad a escuchar. Hablaban en voz muy alta y no en en latín esta vez, sino en el antiguo lenguaje.

—…osasteis traerme eso —bramaba la abadesa— diciendo que era una niña.

—Vos misma lo tomasteis por niña —replicaba el abad con voz más contenida—. Visteis lo que había que ver y sois mujer. ¿Se me puede reprochar que haya tomado en serio mi voto de celibato, emniu?

¿Por ser un sacerdote que no haya engendrado emsobrinos? ¿Porque haya visto mujeres desnudas únicamente enfermas o en su lecho de muerte?

—Bien, Clemente, ahora ya sabemos lo que eso es y lo que hay que hacer. Enviad un monje a que lo traiga.

Volví corriendo al cuarto en que me habían dejado, para que me encontran, y, en medio de mi confusión y consternación, sólo una idea tenía clara. Durante el último año, más o menos, se habían referido a mí de distintas maneras, pero ésta era la primera vez que me decían «eso». Y así fue como fui expulsado de las dos abadías y conminado a abandonar el valle del Circo de la Cueva y a no volver nunca más por allí. Se me expulsaba por mis pecados, dijo don Clemente, durante la entrevista a solas que mantuvimos antes de marcharme, aunque admitió que le era imposible calificar eclesiásticamente tales pecados. Me permitieron llevar mis pertenencias, pero el abad me advirtió que no cogiese nada de la abadía, aunque tuvo la amabilidad de meterme en la mano una moneda, un emsolidus de plata.

Para finalizar, me dijo lo que era y añadió que le apenaba decírmelo. Me dijo que era un ser que, en el antiguo lenguaje, se llamaba un emmannamavi, un «hombre-mujer», lo que en latín se llama emandrogynus y en griego emarsenothélus. No era un niño ni una niña, sino ambas cosas, y, por lo tanto, ninguna de las dos. Creo que en aquel preciso momento dejé de ser niño o niña y me hice muy mayor.

Sin hacer caso de la advertencia del abad, al marcharme me llevé dos cosas que no eran realmente mías y que más adelante explicaré. En cualquier caso, de lo que me llevé, nada me sería de mayor utilidad que el convencimiento —que en aquellas circunstancias no supe valorar debidamente— de que en la vida que tenía por delante jamás sería víctima del amor por otro ser humano. Como no era varón, no podía realmente amar a una mujer; y, como no era mujer, no podría amar a ningún hombre. Estaría siempre libre de vínculos afectivos, lánguidas ternuras y degradantes servilismos amorosos. Era Thorn el emMannamavi, y para mí cualquier hombre o mujer en este mundo no sería más que una simple presa.

CAPITULO 2

Ya he contado que tendría «quizá» unos doce años cuando el hermano Pedro me subió por primera vez las faldas. No puedo precisar mejor mi edad porque no sé cuándo nací ni dónde. Para una persona que llegaría a viajar tan lejos y por tantos países… para una persona que intervendría en tantos acontecimientos que hoy en día se reconoce cambiaron el curso de la civilización… para una persona que un día estaría a la mano derecha del hombre más grande de nuestra historia… mis orígenes fueron bajos e ignominiosos.

De mis orígenes sólo sé con certeza que hacia el año 1208 de la fundación de Roma, durante el reinado del emperador Avito, aproximadamente en el año de Nuestro Señor 455 o 456 —es decir un año o dos después del nacimiento del hombre más grande de nuestra historia—, me hallaron, infante abandonado, una mañana en la embarrada puerta de la abadía de San Damián Mártir. Tendría unos pocos días, semanas o meses; no lo sé. No dejaron ningún mensaje ni ningún signo de identificación, salvo que el pañal rústico de cáñamo en que iba envuelto, estaba marcado con tiza con el signo b. El alfabeto rúnico del antiguo lenguaje se denomina emfut-hark, ya que comienza con letras —F y U, etcétera— igual que el alfabeto latino comienza por A, B, C. La tercera letra del emfuthark es la b y se llama

«thorn» porque representa el sonido «th». Si la marca de mis pañales algo significaba, podría haber sido la inicial de un nombre como Thrasamund o Theudebert, lo que vendría a indicar que era un niño burgundio, franco, gépido, turingio, suevo, vándalo o de cualquiera otra nacionalidad de origen germánico. No obstante, de todos los pueblos que hablaban el antiguo lenguaje, sólo los ostrogodos y visigodos siguen empleando el rúnico en algunos de sus textos. Por eso el que por entonces era abad de San Damián interpretó las iniciales escritas con tiza como prueba de que era de origen godo, pero en lugar de bautizarme con un nombre auténticamente godo que empezase por «th» —lo que habría requerido que optase por uno masculino o femenino— se limitó a darme el del carácter rúnico: Thorn. Tal vez se suponga que guardé toda mi vida resentimiento contra mi madre, quienquiera que fuese, por haberme abandonado en manos de desconocidos, pero yo no desprecio ni guardo rencor a esa mujer. Al contrario, siempre le he estado agradecido, pues de no ser por ella no habría vivido. Si al nacer, ella hubiese contado a la gente mi rareza, ésta habría supuesto con toda naturalidad que un niño anormal como yo había sido concebido en domingo u otro día santo (era harto conocido que la copulación en tales días podía tener consecuencias funestas), o que era consecuencia del ayuntamiento de mi madre con un emskohl, un demonio del bosque conforme a la antigua religión, o que la mujer había sido víctima de un eminsandjis, un hechizo o maldición lanzado por lo que en gótico se denomina un emhaliuruns, alguien —generalmente una bruja— que profesa la antigua religión y capaz de escribir y enviar las temibles runas de Halja, la arcaica diosa del infierno. (Debe ser de este nombre de Halja del que los cristianos del norte derivaron la palabra emhell, ya que nosotros optamos por ella en lugar del vocablo latino emGehenna, que procede de la lengua de los judíos, a quienes despreciamos aún más que a los paganos.) Únicamente cuando una comunidad ha sido brutalmente diezmada por la guerra, la peste u otra calamidad, deja con vida a los que nacen con defectos —mutilados, débiles, imbéciles y otros

indeseados— o al menos los deja vivir un tiempo para ver si pueden ser útiles en alguna medida; y si los padres de un niño así se avergüenzan de criarlo, los ancianos de la comunidad llegan a pagar porque el disminuido sea acogido por una pareja de padres adoptivos. Sin embargo, cuando yo nací había paz en las tierras burgundias, pues había muerto hacía poco el temible guerreador Kan Atila y sus rapaces hunos habían huido en dirección este hacia Sarmacia, que era su lugar de origen. Y en toda tierra que goza de paz y prosperidad, cuando nace un niño deforme o con defectos —o a veces cuando simplemente nace una hembra—, a esa criatura se la declara «el nonato nacido» y se la mata sin contemplaciones o se la deja morir a la intemperie, en beneficio de la raza.

Mi madre debió darse cuenta en seguida, si no ya al verme, por primera vez, que había dado a luz a algo inferior incluso a una hembra normal y a algo más monstruoso que el engendro de un emskohl. Que osara desafiar la costumbre de las gentes civilizadas de eliminar el malnacido dice mucho en su favor —

al menos ésa es mi opinión, por haber sido beneficiado con su rebeldía— del mismo modo que no me arrojase a un muladar o me dejase en el bosque expuesto a que me devorasen los lobos. Aquella mujer fue lo bastante compasiva como madre para dejar que los frailes de San Damián se encargaran de mi destino. El abad de aquella época, y el enfermero de la congregación, al abrir los pañales, debieron ver en seguida que era un ser anómalo; de ahí el nombre tan extraño y ambiguo con que me bautizaron. Debió

ser por simple curiosidad por lo que el abad, igual que mi madre, optó por dejarme vivir. No obstante, decidió, además, criarme como si fuese un niño, una decisión puramente compasiva, ya que con ello me otorgaba (si vivía y me convertía en adulto) la condición de varón con los privilegios y derechos de que goza en todo país cristiano, inalcanzables aun por la mujer de más alta cuna. Y así fue como entré en la abadía, como si hubiese sido un novicio corriente entregado por sus padres para ingresar en la orden monástica. Contrataron a una mujer de la aldea para que me diera el pecho, y, aunque cueste creerlo, parece ser que ninguna de esas tres personas que sabían cómo era dijeron jamás nada a nadie, ni dentro ni fuera de la abadía. Cuando tendría unos cuatro años, la peste asoló el reino burgundio y entre los habitantes del Circo de la Caverna que murieron se hallaba el abad y la que había sido mi nodriza, de quienes sólo conservo un vago recuerdo.

El obispo Paciente de Lugdunum nombró en seguida otro abad en San Damián: don Clemente, que formaba parte del profesorado del seminario de Condatus y quien, por supuesto, me tomó por el niño que parecía y que yo creía ser. Y así siguieron considerándome los demás monjes y la gente del pueblo que había sobrevivido a la peste. Así fue como mi equívoca naturaleza pasó desapercibida sin que nadie sospechase nada en aquel mundo recoleto, incluido yo mismo, durante unos ocho años, hasta que el lascivo hermano Pedro la descubrió accidentalmente para su gran fruición. La vida en el monasterio no era muelle, aunque tampoco insoportable, pues la comunidad de San Damián no se regía por las reglas tan estrictas del ascetismo o la abstinencia como hacían los cenobitas en tierras de África, Egipto y Palestina. En clima más severo del Norte, en donde vivíamos nosotros, y las labores físicas que realizábamos requerían una mejor alimentación e incluso que nos calentásemos interiormente con vino en invierno y nos refrescásemos con cerveza en verano. Como las tierras de la abadía producían cantidades ingentes de toda clase de comida y bebida, ni el abad ni el obispo veían inconveniente en que nos abstuviésemos de consumirlas. Además, trabajábamos tanto, que teníamos que lavarnos el sudor y la porquería más de una vez por semana, aunque, desgraciadamente, no todos lo hacían; los hermanos que se bañaban poco —y que siempre olían como cabras— decían en tono mojigato que ellos cumplían el aforismo de san Jerónimo: «Piel limpia, alma sucia.»

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