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Authors: Gary Jennings

Tags: #Historica

Halcón (79 page)

BOOK: Halcón
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Personalmente, pensé que Teodorico había exagerado mucho al llamar a Novae «ciudad». Yo ya había visto varias ciudades y realmente Novae era un pueblo; sus casas eran casi todas de un piso, no había anfiteatro, la única iglesia no tenía nada de majestuosa, las dos o tres termas no podían compararse para nada a las romanas, y lo que Daila me señaló como «palacio real con jardines» era una finca mucho más modesta que, por ejemplo, la del emherizogo Sunnja de Vindobona. No obstante, Novae era bonita; se extendía desde el río sobre una ladera de suave inclinación y tenía muchas plazas de mercado con árboles y flores; carecía de murallas, tal como me había dicho Teodorico, pero Daila me explicó que no le complacía que no estuviese amurallada.

—Saio Thorn —me dijo al desembarcar—, fíjate cómo todas las casas, tiendas y emgast-azn tienen la puerta de manera que no se halle enfrente de la de la casa opuesta. Así, si atacan la ciudad y suena la alarma, los habitantes pueden coger las armas y salir a toda prisa sin tropezarse unos con otros.

— emJa —dije—, está bien planificado. Semejante precaución no la he visto yo ni en ciudades. En ciudades grandes —me apresuré a añadir prudentemente—. emOptio, dime una cosa. ¿Qué haremos aquí?

¿Nos alojaremos todos en una emgasts-razn.

— emAj, ne. Yo iré con los arqueros al campamento militar detrás de la colina, y a ti te recibirá la princesa Amalamena en el palacio real.

—Ya sabes que soy nuevo en mi cargo de mariscal —dije yo—. ¿Crees que debo presentarme con armadura completa ante la princesa?

—Hummm —contestó Daila, discretamente también—, teniendo en cuenta que aún no tienes la armadura hecha a medida, emsaio Thorn, yo creo que lo mejor es que te presentes con la vestidura normal. Decidí ponerme ropa limpia, al menos. Para hacerlo en la intimidad, llevé mi bagaje a un cobertizo de los muelles, pero vi que todas las prendas estaban húmedas y enmohecidas del paso por los rápidos y, como no tenía tiempo de ponerlas a secar al sol, húmedas como estaban, me puse las mejores que había comprado y lucido como Thornareikhs en Vindobona. La toga no, naturalmente, pero sí una fina túnica, camisa y calzones, los zapatos con hebilla escita; y en las hombreras prendí las fíbulas de granates. Una vez vestido, advertí que olía a moho —a pesar de que había recurrido al frasquito de esencia de rosa— y, al andar, los zapatos me sonaban, pero creo que tenía buen aspecto y podía pasar por mariscal del rey. Sin otra arma que mi espada corta, para señalar que a veces era guerrero, subí por la colina hacia palacio, y advertí que casi todos los que me cruzaba y la gente que estaba en las plazas de mercado —y hasta los que trabajaban en forjas y alfares y en las tiendas— eran mujeres o varones muy viejos o muy jóvenes, por lo que supuse que los hombres de la ciudad que no estuviesen en Singidunum con Teodorico,

se hallarían en el convoy de pertrechos y refuerzos o acampados detrás de la colina, a donde Daila se había encaminado.

Tampoco rodeaba el recinto del palacio ninguna tapia, sino un espeso seto con una verja de hierro forjado, guardada por dos centinelas —los godos más musculosos y barbudos que he visto en mi vida—

provistos de armadura completa con casco y lanza. Me dirigí a ellos, les dije quién era, que deseaba entrar y les mostré la carta que me había dado Teodorico para su hermana. Dudo mucho que supieran leer, pero pensé que sí que reconocerían el sello, como así fue. Uno de ellos le dijo al otro «ve a buscar al emfaúragagga», haciéndome aguardar al chambelán que debía acompañarme. Mientras esperaba, fuera de la puerta, el centinela me estuvo mirando de arriba a abajo, más con aire de incredulidad que de suspicacia. Llegó el chambelán por el camino que conducía a palacio, apoyándose en un cayado, pues era un anciano de luenga barba blanca con una túnica que le llegaba a los tobillos y muy gruesa para ser verano. Me dijo que era el emfaúragagga Costula, me hizo una reverencia al entregarle la carta a través de la verja, rompió el sello de lacre, desplegó el vellón y la leyó de arriba a abajo, alzando a veces hacia mí la mirada con las blancas cejas muy arqueadas. Finalmente, volvió a hacerme una reverencia, me devolvió la carta y ordenó a los centinelas:

—Guardias, abrid la puerta y alzad las lanzas en saludo a emsaio Thorn, mariscal de nuestro rey Teodorico.

Así lo hicieron y pasé entre ambos lo más erguido posible, pero aun así me parecieron tan altos como los acantilados de la Puerta de Hierro. El anciano camarlengo me tomó cortésmente del brazo mientras nos dirigíamos al palacio, pero, con gesto sorprendido, apartó la mano de mi manga y se la secó

en la túnica.

—Perdonad la humedad, Costula —dije yo turbado—. Había mucha en el río —el hombre me miró

de soslayo y comprendí que estaba diciendo tonterías impropias de un mariscal, por lo que opté por cambiar de tema—. ¿Cuál es el modo correcto de saludar y dirigirse a la princesa Amalamena?

—Basta con una reverencia digna, saio Thorn, y podéis hacerlo con el simple trato de princesa hasta que os dé permiso para llamarla Amalamena, que es lo más probable. Ella no exige ninguno de esos títulos pretenciosos de emaugusta o emmáxima como las romanas. Sin embargo, os suplico me disculpéis y aguardéis un rato en la antecámara, emsaio Thorn, pues he de anunciar vuestra llegada y la princesa habrá de levantarse y vestirse para recibiros.

—¿Levantarse? Si estamos a media tarde…

—Oh, emvái, no es que sea perezosa, sino que ha estado enferma y al cuidado de los emlekeis. Pero no le digáis que os lo he dicho, porque Amalamena, como buena hija de su padre y hermana de Teodorico, del mismo modo que rehusa cualquier debilidad, rechazaría con desdén cualquier muestra de simpatía o compasión por vuestra parte.

Musité torpemente cuánto lo sentía y le aseguré que no haría comentario alguno sobre su salud. El hombre me hizo cruzar la doble puerta de palacio, designándome un diván en el vestíbulo, y otro criado me trajo un refrigerio. Así pues, me senté y fui bebiendo un pichel de excelente cerveza negra mientras examinaba la sala.

El palacio estaba construido con aquella misma piedra rojiza que había visto al pasar por la Puerta de Hierro y tenía dos plantas; se hallaba situado en el centro de unos prados muy bien cuidados con caminos de grava y arriates de flores, todo ello rodeado por el seto espinoso. Y no era más ostentoso por dentro que por fuera, pues no tenía excesivos adornos como cualquier villa al estilo romano, y la mayor parte del mobiliario eran trofeos de caza, cosa que no me sorprendió; el diván en el que me sentaba estaba forrado de piel de uro, el suelo de mosaico lo cubrían unas pieles de oso y en las paredes había soberbias cornamentas y cuernas. No faltaban obras de arte singulares que yo nunca había visto: unos jarrones inmensos de elegante forma y de cerámica negra y color cinabrio, decorada con gráciles figuras de dioses y diosas, y ágiles jóvenes de los dos sexos entregados a juegos atléticos y escenas de caza. Costula me dijo después que eran jarrones griegos y que aquel estilo tan parco de amueblar un salón —para que cada adorno se aprecie debidamente— era también a la manera griega.

En aquel momento se abrió otra puerta al fondo del vestíbulo y desde ella me hizo señas Costula. Dejé el pichel para llegarme allí y el camarlengo me hizo pasar al salón contiguo, que era espacioso y de techos altos y recibía luz por numerosas ventanas abiertas por las que entraba el cálido día estival. Tenía también suelo de mosaico y estaba igualmente ornamentado con trofeos de caza y jarrones griegos, y tan solo un mueble: un sillón elevado semejante a un trono en la pared del fondo, a considerable distancia de la puerta, y en él se sentaba una mujer vestida de blanco. Tenía en la mano la carta de Teodorico abierta, cual si estuviera leyéndola ella misma; cosa que me sorprendió, al pensar en que siendo «bárbara» y mujer supiese leer. Pero después me enteré de que la princesa no sólo sabía leer, además de escribir, sino que era una joven muy culta.

Me aproximé a ella con paso discreto y majestuoso, pero la distancia era grande y toda la dignidad que trataba de asumir se vino abajo por el chup-chup que hacían mis zapatos mojados y que resonaba horriblemente en aquellos altos techos. Me sentía más como una sabandija chapoteante que como un auténtico mariscal o emherizogo.

La princesa Amalamena debió pensar algo parecido, pues no quitó ojo de mis zapatos en todo el rato que tardé en acercarme, y cuando por fin cesó el molesto chapoteo ante el trono, alzó lánguidamente la cabeza. Sonreía de un modo bastante agradable, pero el rictus que se advertía en la comisura de los labios daba a entender que habría preferido soltar la carcajada. Sé que debí ruborizarme más que la Aurora de Teodorico, pero hice un profunda inclinación para ocultar el rostro y no lo alcé hasta que Amalamena dijo:

—Bienvenido, emsaio Thorn —lo había dicho muy seria, pero ahora esgrimía una sonrisa inquisitiva y aspiró delicadamente—. ¿Has venido por el valle de las Rosas?

— emNe, princesa —contesté entre dientes, reprimiendo mis deseos de comentar que desde luego su indisposición no era un catarro que la hubiese privado del sentido del olfato—. Es un perfume de esencia de rosas que me he puesto.

—¡Ah! ¿Es eso? ¡Qué original! —de nuevo se notaba que contenía la risa—. Casi todos los emisarios de mi hermano llegan oliendo a sudor y sangre.

No necesitaba decirme que hacía una bufa figura como mariscal del rey, y me habría gustado enormemente impresionarla, pues era atractiva como debe serlo una princesa; advertía el parecido con su hermano, aunque, naturalmente, de facciones más delicadas. Sí, si Teodorico era guapo, ella era hermosa; y, claro, no tenía aquel cuerpo fuerte, sino que era una mujer delicada, casi etérea, y con poco más de pechos que yo cuando hacía de Veleda. Mientras que Teodorico era rubio y de tez clara como los godos, Amalamena tenía trenzas plateadas, labios de primavera y una tez marfileña tan transparente, que se le notaban las venas azules en las sienes; bien que merecía el nombre de «luna de los Ámalos», pues habría podido ser la encarnación de la pálida y frágil luna nueva. Su palidez general hacía resaltar el azul de sus ojos tan brillantes como los fuegos de Géminis que había visto yo, y ahora me los clavaba burlona, diciéndome:

—Ah, si no serás más alto que yo, emsaio Thorn, y creo que tampoco de más edad, ni se te ve barba. Quizá yo también podría aspirar al mariscalato. ¿O es que ahora Teodorico, igual que Alejandro, gusta de rodearse de jovencitos? Si es así, vaya, si ha cambiado desde la última vez que le vi. Yo debía estar ya de un granate subido, y contesté con voz ahogada por sus vejatorias palabras.

—Princesa, se me concedió el título por ayudar a Teodorico a tomar la ciudad de Singidunum, no por ninguna otra… En ese momento, sin poder aguantar más, soltó una carcajada larga y armoniosa, moviendo hacia mí su blanca mano, mientras el propio Costula contenía la risa, y yo deseaba que me tragase la tierra. Cuando cesó la hilaridad, se enjugó sus hermosos ojos y dijo con ligera sorna:

—Perdona que haya sido indecorosa, pero es que tienes un aspecto tan… tan… Y el emlekeis me ha dicho que la risa es la mejor medicina para todos los males.

—Así lo espero, princesa —dije yo muy serio. —Vamos, no eres tan joven como para dirigirte a mí

como si fuera una persona mayor. Llámame Amalamena y yo te llamaré Thorn. No te habrás tomado en serio mis bromas, pues habrás leído la carta de mi hermano.

—No la he leído —contesté, muy tieso—. Ha sido tu emfaúragagga quien rompió el sello. Pregúntale a él.

—Es igual. Deberías sentirte orgulloso de que la haya leído alguien… o todo el mundo. Mi hermano hace de ti grandes elogios y te llama su amigo, no simplemente mariscal. Claro que tiene muchos amigos, pero son amigos del rey y tú eres amigo de Teodorico.

—Procuro ser un amigo leal —tercié yo, aún no ganado por su acogida—. Y estoy cumpliendo una misión urgente, princesa… Amalamena. Si provees lo necesario para la expedición, como creo que pide tu hermano en la carta, marcharé en cuanto…

—Y yo también —me interrumpió ella—. Quiero unirme a la expedición. El propio Teodorico sugiere que lo haga.

—Creo que cuando lo escribió —dije yo— tu hermano no sabía que… —no acabé la frase porque Costula, que estaba detrás de la princesa, meneaba de tal modo la cabeza que su barba hacía un murmullo—. Quiero decir que… no conozco el camino de aquí a Constantinopla y puede ser un viaje difícil, incluso peligroso.

Me dirigió otra vez aquella sonrisa ceñida por los hoyuelos y añadió con voz persuasiva:

—Pero tengo a Thorn como guía y protector. Según esta carta, no viajaría más segura bajo la égida de Júpiter y Minerva. ¿Me negarás la oportunidad de verificarlo?

Era una pregunta que me hacía y no una orden imperiosa; y se trataba de una princesa real, hermana de mi rey y amigo, sin duda muy querida por su pueblo, una princesa que padecía un mal del que aún no sabía el nombre, y de quien me hacía responsable de lo que pudiera sucederle bajo mi protección. Así que tenía sobrados motivos para recelar y tener los peores presentimientos, y habría debido exponerlos con energía, pero, en realidad, mirando a aquella delicada y bellísima muchacha, no pensaba más que una cosa em«¡Aj, quién fuera hombre!», y lo único que pude decir fue:

—Nunca te negaré nada, Amalamena.

CAPITULO 5

Amalamena dio varias instrucciones al emfaúragagga para los preparativos de la expedición y le ordenó que vinieran a sus aposentos otros sirvientes y ayudantes militares para darles igualmente instrucciones. Y, después, me dijo:

—Con la ilusión del viaje me he cansado un poco, Thorn. O quizá fuese la saludable risa que me has provocado —dicho lo cual, volvió a reírse—. Así que me retiro a descansar. Costula te mostrará tu alojamiento y mandará que traigan tu bagaje. Volveremos a vernos para cenar en el emnahtamats. Así pues, Costula y yo salimos del salón, y en cuanto estuvimos fuera, le pregunté:

—El emlekeis que atiende a la princesa, ¿es un emhaliuruns, un astrólogo o uno de esos emqvaksalbons?

em—Aj, nada de eso. El emlekeis Frithila os envenenaría si os oyera hablar así. Es un hombre muy culto y hábil, que bien merece el título romano de emmedicus. ¿Cómo va una familia real a confiar en un emqvaksalbons?

—Me imagino que no. Condúceme ante ese Frithila para que me dé permiso antes de que la princesa, y tú, llevéis demasiado lejos los preparativos para el viaje a Constantinopla.

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