Halcón (74 page)

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Authors: Gary Jennings

Tags: #Historica

BOOK: Halcón
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—Al menos tienes el derecho a unificar a los ostrogodos bajo tu mando —contesté—. La Constantiana de Estrabón es un caos y hay desórdenes en toda Scythia; ahora que Estrabón ha muerto, todas esas tierras se hallan sin caudillo, y tú dispones del nombramiento de Zenón como emmagister militum empraesentalis, podrías convertirte en el rey de todos los ostrogodos sin necesidad de esgrimir la espada.

—Salvo un pequeño detalle —terció el mariscal Soas—. Que Estrabón no ha muerto. Pensé si no me habría embriagado con el aguamiel. No podía creer lo que oía. Teodorico miró

afable la expresión de sorpresa que debí adoptar y añadió:

—Thorn, durante tu largo viaje hasta aquí llegaron mensajeros de Constantiana más rápidos y directos a Constantinopla, Ravena y Singidunum y otras ciudades importantes, incluida Novae, para comunicar que Estrabón estaba herido pero vivía.

—¡Es imposible…! —balbucí—. Odwulfo y yo le dejamos con cuatro muñones sangrantes. Tenía ya los labios morados.

— emAj, no lo pongo en duda, Thorn. Los mensajeros explicaron que está postrado en el lecho y que sólo le han visto dos o tres de los mejores emlekjos. Es lógico que lo esté si le habéis reducido a la condición de cerdo que dices, pero es evidente que le encontraron antes de que expirara, o quizá haya habido una intervención divina. Eso es lo que se cuenta.

—¡Qué dices…!

—Se rumorea que Estrabón hizo nueva profesión de fe al Señor, jurando que a partir de ahora sería un ferviente arriano.

—Que remedio le queda… Pero ¿por qué?

—Para mostrar su agradecimiento por haber salvado milagrosamente su vida. Dice que es por haber bebido leche de la Virgen María.

CAPITULO 6

Querría el destino que viera una vez más a Estrabón en mi vida, y sólo a distancia; sería años más tarde y lo explicaré en su momento.

Entretanto, el cruel tirano cumplió aquella promesa hecha al borde de la muerte y llevó una vida cristiana y piadosa; la gente se maravillaba y hacía conjeturas al no verle montar a caballo, esgrimir la espada, desflorar doncellas ni encabezar a sus tropas para la guerra o el pillaje. A partir de entonces estuvo tan recluido como un anacoreta dedicado a sus solitarias devociones; se decía que la única que le atendía era su nueva esposa Camilla, madre de su nuevo hijo Baíran, y ella no podía —siendo sordomuda— revelar nada. Los escasos oficiales que accedían a su presencia para recibir órdenes, instrucciones o castigo, salían de las entrevistas tan callados como la reina. Naturalmente, creí esa historia del enclaustramiento de Estrabón porque comprendía el motivo. Y

me divertía saber que la humilde y horrorosa sirvienta había hecho un matrimonio tan alto para sus pobres orígenes; no me cabía duda que lo había logrado haciendo saber a Estrabón que su violación en estado de ebriedad la había dejado embarazada, pues la mujer debía conocer las ansias de paternidad del viejo. Desde luego que no habría tenido necesidad de casarse con ella, del mismo modo que Teodorico no habría necesitado casarse con Aurora, pero yo suponía que, dada su actual incapacidad para todo, se habría resignado a tener por real consorte a aquella pobre lerda.

Empero, la supuesta renuncia de Estrabón a sus crueldades y ambiciones de conquista, la atribuía yo no a un impulso de regenerarse como cristiano, sino a la fuerza de las circunstancias; su aparente piedad era simple adaptación a su deplorable estado. A la fuerza ahorcan, como dice el refrán. Una vez que el pueblo supo que Teodorico Amalo era el verdadero rey de los ostrogodos, la mayor parte del ejército de Estrabón juró fidelidad al rey Teodorico, igual que los ciudadanos y campesinos —y no sólo ostrogodos, sino hasta los eslovenos— desde Singidunum en el Oeste hasta Constantiana en el Este y Pautalia al Sur. A Estrabón no le quedó más que un resto de tropas, en su mayoría los vinculados a él por parentesco a través de la rama del linaje amalo. Sus subditos, formados principalmente por las familias de esos soldados, se convirtieron con él en nómadas, que iban de una a otra de aquellas ciudades «fuertes»

de que tanto había alardeado ante mí, ciudades que ya no eran ningún refugio y en las que no les recibían tan de buen grado. En los años que siguieron, Estrabón logró hacer acopio de fuerza para emprender un modesta guerra o efectuar alguna incursión de pillaje, pero fueron molestias sin trascendencia para Zenón o Teodorico y las legiones del emperador o del rey repelían sin dificultad a los intrusos. (Diré que la única cosa que Estrabón podría haber hecho, causándome un buen tropiezo, no la hizo, o al menos nunca me llegó noticia de que la hiciera, pues nunca dijo palabra a nadie de la escena en que la supuesta princesa Amalamena le había mostrado sus partes pudendas, diciéndole que era el emMannamavi Thorn. Lo único que se me ocurre pensar es que lo había borrado de su mente, creyéndolo una horrible alucinación provocada por la agonía.)

Retikakh, su hijo, nunca acudió a su lado y siguió viviendo en Constantinopla. De poco le había servido a Zenón como rehén y ahora ya de nada le servía, por lo que ya no residía en el palacio Púrpura; pero era evidente que su padre le había dado una buena bolsa, quizá muy superior a los recursos actuales del propio Estrabón, pues, según contaban, Retikakh poseía una buena mansión y llevaba la vida ociosa y placentera de un emillustrissimus.

A mi regreso a Novae, tras la reunión con Teodorico, esperaba haber podido descansar y recuperarme hasta que mi rey me confiara otra misión, pero él se hallaba muy ocupado con otros asuntos propios de un monarca, como son atender las necesidades y deseos de sus subditos. Y ahora, como

auténtico rey de todos los ostrogodos, se veía desbordado por los innumerables asuntos de la administración. Además, al haber asumido el mando de las tropas que defendían la frontera del Danuvius, debía ocuparse también de no pocos asuntos militares. Aparte de que, cuando Aurora dio a luz una hija, Teodorico demostró ser un esposo deferente y amante y, siempre que le quedaba tiempo, los dedicaba a su consorte y a la pequeña Arevagni.

No pretendo decir que me menospreciasen u olvidasen; todo lo contrario. Se me concedía toda la deferencia de un emherizogo estimado y podía disfrutar de mi buena fortuna con toda placidez. Teodorico me concedió las propiedades de otro emherizogo que acababa de morir sin herederos, una próspera granja a orillas del Danuvius, administrada por hombres libres y trabajada por esclavos; una finca casi tan grande como las tierras de la abadía de San Damián en el Circo de la Caverna, dotada de campos de labor, huertos, viñas y pastos. El principal edificio, en el que yo vivía, no era un palacio sino una casona rústica, pero de obra resistente, bien amueblada y lo bastante espaciosa y con alojamiento separado para la servidumbre; había también viviendas para los libertos y los esclavos y sus respectivas familias. Contaba con herrería, molino y fábrica de cerveza, así como colmenas y vacas lecheras, de buena producción. Y

no faltaban los correspondientes graneros, establos, pocilgas, corrales y bodegas, bien surtidas de los productos del país: ovejas, cerdos, caballos, gallinas, trigo, uvas, queso, frutas y verduras. Si hubiera decidido vivir el resto de mis días como un terrateniente noble, habría podido hacerlo en la abundancia. Pero mis administradores eran tan competentes y la explotaban tan bien, que se la confié

complacido sin inmiscuirme. Al contrario; para su sorpresa y admiración, a veces les echaba una mano, con la misma naturalidad que cualquier esclavo, en las tareas que había hecho cuando pequeño: soplar los fuelles, desplumar pollos, limpiar los gallineros y cosas similares.

Tan sólo en un aspecto de la agricultura ejercí control y autoridad. Cuando me hice cargo de la finca, el único ganado equino de establos y pastos lo constituían caballos corrientes apenas mejores que los de raza emzhmud de los hunos, por lo que adquirí dos yeguas de raza emkehaila ^por un precio por el que poco menos habría podido comprarme otra granja— y las hice cubrir por emVelox e igualmente a las potrillas. Al cabo de unos años era propietario de una respetable yeguada de caballos bastante finos a los que saqué buen rendimiento. Y cuando una de las yeguas parió un potro negro casi idéntico al padre —

incluso con el «dedo del profeta» en la parte baja del cuello— le dije al encargado de las caballerizas: —

Éste no lo vendemos. Lo quiero para mí, como sucesor de su noble padre, y no lo ha de montar nadie más que yo. Y como creo que tan soberbio linaje merece una designación semejante a la sucesión de reyes y obispos, a éste le llamaré emVelox segundo.

Desde que le ensillamos por primera vez, emVelox II se acostumbró a llevar el estribo de cordaje en el pecho y en seguida aprendió a saltar sin resistirse a aquella extraña silla tan poco romana, y se volvió tan diestro como emVelox I en quedarse bien plantado cuando me entrenaba en la lucha, por mucho que le hiciese caracolear y efectuar regates. Al final, de haber subido con los ojos vendados al poyete de montar, difícilmente habría podido distinguir de cuál de los dos emVelox se trataba. Salvo por mis ocupaciones ecuestres y mis esporádicas faenas, la mayor parte del tiempo lo pasaba ocioso y sin propósito concreto, igual que hacía Rekitakh en Constantinopla, según los informes. Pero no siempre estaba en la granja; había vivido demasiado de un lado para otro para acostumbrarme ahora a pasar todo el tiempo en un mismo lugar. Así, de vez en cuando, ensillaba a uno de los emVelox, le echaba una alforja y me iba por ahí unos cuantos días, dos semanas y hasta un mes. (Cada vez elegía más a emVelox emII para los viajes largos, considerando que su padre bien se había ganado la jubilación para disfrutar de los pastos y las yeguas.) Naturalmente, en tales ocasiones pedía permiso a Teodorico antes de ausentarme, preguntándole si podía efectuar algún servicio de paso. Él solía decirme: «Bueno, si ves alguna fuerza de bárbaros rondando por ahí, toma nota del número, potencia y dirección que sigue y me lo comunicas cuando regreses.»

Yo así lo hacía, pero nunca me asignaba ninguna misión concreta, por lo que vagaba a voluntad por donde me placía.

Como siempre, viajar era lo que más me gustaba, pero también era agradable volver a casa, pues era algo que nunca había tenido. Aun por entonces y por mucho tiempo después me afligía la pérdida de

Amalamena, o, por decirlo más francamente, como mis anhelos por la encantadora ninfa no habían sido correspondidos y ya no lo serían jamás, na me animaba deseo alguno de tomar consorte que me acompañase en mi retiro. De hecho, me veía obligado a rehuir los halagadores esfuerzos de Aurora por encontrarme pareja entre las mujeres casaderas de la corte de Novae, desde nobles viudas hasta la preciosa cosmeta Swandila.

Por consiguiente, en parte por evitar la tentación de llegar a una unión duradera, y en parte porque se supone que el amo de esclavos debe arrogarse su derecho irrenunciable, alguna vez escogía una joven esclava para que me calentase la cama.

Había muchas en la finca y probé a varias, pero sólo dos eran lo bastante atractivas y sensuales para usarlas con frecuencia. Naranj, de la tribu de los alanos, esposa del administrador del molino, con su larga melena negra como la sombra de la luna, y Renata, una sueva, hija de mi bodeguero, con un pelo largo excepcional de oro plateado como el de Amalamena. Recuerdo los nombres de esas dos, y recuerdo su pelo maravilloso, y recuerdo como tanto la mujer como la muchacha apreciaban el honor y se esforzaban en darme todo el placer posible. Pero nada más recuerdo de ellas.

Por otra parte, estaba mi segunda naturaleza a satisfacer. En mi papel de Veleda, ansiaba borrar de mi memoria al abominable Estrabón y los repugnantes ultrajes que me había infligido, y, como había suprimido tan radicalmente mi femineidad en cada ocasión en que me había violado, ahora necesitaba algo que ratificase la natural disposción de mi sexualidad femenina; podría haberla confirmado fácilmente con uno o dos de mis esclavos, pues poseía una buena manada de hombres fornidos y nada feos, pero no me apetecía volver a pasar por los disfraces y tretas que requería la solución. Así, cogí parte de las rentas y, encarnando a Veleda, adquirí y amueblé una casita en Novae. Tenía que servirme de ella con discreción, y ser cautelosa al abordar y hacer amistad con los hombres que consideraba dignos de compartir conmigo aquel santuario —fuese una hora o una noche entera— pues Novae era una ciudad mucho más pequeña que Vindobona, por ejemplo, en donde ya había sido Veleda, o Constantia en donde había sido Juhiza. Allí en Novae no podía correr el riesgo de hacerme notar, suscitando chismes y conjeturas: ¿quién sería aquella mujer recién llegada, de dónde venía y qué hacía?

Tuve buen cuidado de no acercarme a ningún militar de alta graduación con el que algún día tuviese que vérmelas como Thorn, ni con ningún familiar de Teodorico, nobles u otros notables a quienes pudiese encontrarme en la corte.

Desde luego, me complació comprobar que seguía siendo atractiva para los hombres y que podía fácilmente atraerlos y cautivarlos, y que mis órganos femeninos, la sensibilidad, los flujos y las emociones no se habían alterado; pero en ninguno de los que en Novae compartieron mi lecho puede compararse el deseo y el afecto que había sentido por mi primer amante, el joven Gudinando de Constantia. No estuve unida mucho a ninguno emde los hombres, y me desprendí lo más rápidamente posible de los que se enamoraron abyectamente de mí y me suplicaron unión eterna; tampoco me arrepiento del comportamiento libertino de Thorn o de Veleda en aquella época, ni creo que deba excusarme por ello. Fue uno de los períodos de mi vida en que tuve facilidades y ocasión de entregarme al placer —con mis dos naturalezas— y me entregué plenamente.

Puede que haya parecido rapaz en el modo de elegir y desdeñar amantes, pero ninguno de ellos, liberto o esclava, se quejó jamás de sentir mal de amores por mí. Si acaso apené a alguien, sería a los futuros amantes de esas mismas personas, a sus esposas o esposos, que muy posiblemente resultaran inferiores a mí en el lecho.

De los amantes varones sólo recuerdo a uno por su nombre —Widemaro— y muy vividamente. Aunque sólo estuvimos juntos en dos ocasiones, mi encuentro con Widemaro en Novae acarrearía otro futuro encuentro, el más relevante de mi vida, quizá el más fantástico que dejar pueda huella en la vida de un ser humano. A Widemaro le conocí en la plaza del mercado de Novae, del mismo modo que había conocido a otros, y los dos buscamos pretexto para presentarnos y hacer amistad. Widemaro era unos cuatro o cinco años más joven que yo, y vestía como cualquier joven godo de buena familia, aunque tenía un aire extranjero en el corte de sus ropas, por lo que supuse que era visigodo en vez de ostrogodo. Efectivamente, en nuestra primera escaramuza de conversación se confirmaron mis sospechas; me dijo

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