Halcón (69 page)

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Authors: Gary Jennings

Tags: #Historica

BOOK: Halcón
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—Espero que lo pases bien, princesa —dijo—. Y creo que así será. Espero que te acostumbres tanto a estos aposentos que tanto tú, como yo con frecuencia, e incluso nuestro hijo… nos complazcamos en vivir en ellos muchísimo tiempo.

CAPITULO 3

Antes de que me lo dijera, ya me había dado yo cuenta de que él no tenía intención de liberarme, aun si Teodorico cedía abyectamente a todas sus exigencias; lo sabía con certeza, porque Estrabón ya me había confiado un secreto que jamás tendría ocasión de repetírselo a nadie. En nuestro primer encuentro, me había dicho lo que despreciaba a su hijo y heredero y que el hecho de que Rekitakh estuviese en la corte de Constantinopla servía para que el emperador Zenón creyese que tenía un rehén con el cual manipular al padre; si yo hubiera quedado libre para poder revelarlo, no cabía duda de que Zenón habría otorgado su imperial favor a Teodorico, o incluso habría optado por enaltecer a cualquier reyezuelo de una nación germánica menos importante que la ostrogoda. Así que no me dejaría en libertad. No sabía si pretendía conservarme como un juguete para siempre, si realmente esperaba que concibiese y le diera un heredero o si (como no podía quedarme embarazada) se cansaría y acabaría matándome. Al decir que me tendría cautiva en el palacio de Constantiana durante «muchísimo tiempo», quería decir para el resto de mis días.

De haber sido realmente la princesa Amalamena, lo más probable era que me hubiese sumido en la desesperación al saberme sentenciada a tal destino; pero sabía secretos que me confortaban y confiaba en la posibilidad de, con la ayuda de Odwulfo, poder escapar cuando juzgase que era el momento adecuado; sabía que Odwulfo seguía en las filas de Strabo, pues le había visto a veces durante el viaje. En la primera ocasión se había contentado con dirigirme una leve inclinación con la cabeza para darme a entender que

su compañero Augis había salido hacia Singidunum, pero después no había vuelto a decirme nada y, cuando nos habíamos cruzado, se limitaba a mirarme con ojos de lujuria o a decirme chanzas como los demás soldados, sin que ninguno de los dos nos hiciésemos seña alguna. Como en Constantiana había muchas más tropas de Estrabón —aunque, por lo que yo podía advertir, no era un poderoso ejército— a Odwulfo le debía resultar más fácil pasar desapercibido. De todos modos, a veces lograba que le asignasen la guardia de la puerta de mi patio para que le dijera si necesitaba algo. Yo de momento no necesitaba nada, pero podíamos hablar tranquilamente, dado que la criada Camilla no podía escucharnos, y era agradable hacerlo, pues no tenía con quien hablar aparte de Estrabón. Él sí que hablaba y mucho; cuando no estaba jadeando o gruñendo en el acto de la cópula, hablaba bastante bien y de muchas cosas que me resultaban interesantes por demás. Era sumamente locuaz cuando se quedaba agotado y flojo después de haber hecho uso carnal de mí, pero no me hacía esas confidencias porque estuviese enamorado, sino que hablaba por fanfarronear y por estar convencido de que yo nunca podría revelar sus secretos.

No todo lo que me contaba eran terribles secretos, desde luego. Nada más llegar a Constantiana, mostró cierta sorpresa y disgusto —no sólo a mí, sino a todos los que estaban cerca— porque no hubiese llegado el emoptio Ocer y le estuviese esperando con el mensaje de Teodorico, expresándole arrepentimiento, obediencia y sumisión; lo cierto es que podía haber muchos motivos para que Ocer se retrasase, y Estrabón no le dio aquel día tanta importancia; pero conforme transcurrió el tiempo y el emoptio no aparecía, se fue preocupando más, cayendo en arrebatos de malhumor, y a veces me espetaba cosas como ésta:

—¡Si el inútil de tu hermano piensa que va a engatusarme para que rebaje mis condiciones simplemente retrasando la respuesta, está muy equivocado!

Yo me contentaba con encogerme de hombros con indiferencia, como dándole a entender que yo nada tenía que ver con aquel asunto, no me preocupaba y nada podía hacer aunque quisiese. En otra ocasión, fue una amenaza:

—A lo mejor activaba esa indecisión de tu hermano si empiezo a enviarle un dedo tuyo cada semana.

—Envíale los dedos de Camilla —repliqué yo bostezando—. Teodorico no advertirá la diferencia y ella no los echará mucho de menos para lo poco que hace aquí.

— emIésus Xristus —exclamó él, sinceramente asombrado—

Princesa no serás mucho, pero ostrogoda sí que lo eres. ¡Una rapaz tan cruel como un emhaliuruns!

Cuando me des un hijo, será un varón fuerte y duro como el acero.

En otra ocasión me habló de otra cosa que no era ningún secreto, pero para mí constituía una novedad abrumadora. Había estado presumiendo de que el emperador Zenón le estimaba, le apoyaba y confiaba en él, cuando a mí me dio por decir:

—Pero supon que mi hermano ha obtenido el apoyo del emperador de Roma. En ese caso tú y Teodorico estaríais en tablas y os hallaríais en punto muerto.

— em¡Vái! —replicó, con un generoso eructo—. En Roma no hay emperador.

—Bueno, me refiero a Ravena. Y ya sé que es un niño a quien llaman despectivamente Augustulus…

— emNe, ne. Aúdawakrs ha destronado a ese Romulus Augustulus, desterrándole, y ha decapitado a su padre el regente. Por primera vez en más de quinientos años no hay ningún romano que ostente el clamoroso título de emperador. El imperio romano de Occidente ya no existe. Su nombre ha quedado borrado del mapa.

—¿Qué?

—Muchacha, ¿dónde estabas que no te has enterado? —dijo él, ladeando la cabeza para escrutarme con un ojo, sin acabar de creérselo—. emAj, ja, se me olvidaba que has estado mucho tiempo de viaje. Debes haber salido de Constantinopla antes de que llegase allí la noticia.

—¿La noticia de qué? ¿Quién es Aúdawakrs?

—Un extranjero, como tú y yo. El hijo del difunto rey Edika de los estirios.

—De Edika he oído hablar —dije yo, recordando la aldea de los habitantes mancos—. Mi padre Teodorico mató en combate al rey Edika poco antes de morir. Pero ¿qué tiene que ver el hijo de Edika con…?

—Aúdawakrs se alistó en el ejército romano de joven y ascendió en seguida a un puesto relevante. Y, emulando a Ricimero, otro extranjero como él, el que mandaba en Roma y quien puso a Augustulus en el trono y quien lo ha depuesto.

—¿Por qué? Ese Ricimero, en su época, fue quien realmente gobernaba el imperio de Occidente, y se sabía, pero siempre se resignó a quedar a la sombra del trono.

Estrabón se encogió de hombros y puso los ojos en blanco.

—Pero Aúdawakrs, no. No esperaba más que un pretexto. Los extranjeros del ejército pidieron que se les concediesen tierras con granjas al retirarse, cosa que siempre se les había concedido a los nacidos en Italia, y Augustulus, o su padre Orestes, se negaron tajantemente. Entonces, Aúdawakrs destronó al niño, ejecutó a Orestes y anunció que se las concedería. Las tropas extranjeras le vitorearon eufóricas y le levantaron en sus escudos. Y así Aúdawakrs reina de nombre y de hecho.

Estrabón contuvo la risa, complacido en explicarme los apuros de Roma, y añadió:

—Desde luego, su nombre hérulo resulta muy difícil de pronunciar a los romanos y le llaman Odoacro, que en latín es tanto como decir «Espada odiosa».

—¡Un extranjero emperador de Roma! —exclamé, emocionada—. Una decadencia sin precedentes.

— emNe, no reivindica el título imperial. Sería demasiado descaro y él es muy astuto. Ni los ciudadanos romanos ni el emperador Zenón lo consentirían. No obstante, Zenón está muy complacido en dejarle que reine en el Oeste siempre que jure lealtad al emperador de Oriente. Es decir, al único emperador de lo que queda del imperio romano.

Estrabón volvió a eructar, cual si le importase un ardite haber estado explicando el final de toda una era y quizá el final de la civilización moderna, quién sabe si el final del mundo que conocíamos. Sin salir de mi asombro, dije:

—He perdido la cuenta de los emperadores que han reinado en Roma o en Ravena desde que nací, pero nunca pensé que vería a un extranjero… emne, un bárbaro salvaje, si es de los estirios, reinando al disolverse el mayor imperio en los anales de la historia.

—En cualquier caso —replicó Estrabón con malicia—, dudo mucho que Odoacro se alie con el hijo del que mató a su padre.

— emNe —dije yo, ante la evidencia, con un suspiro—. De él no puede esperar Teodorico ninguna amistad.

—Por otra parte —añadió Estrabón—, si un extranjero puede llegar tan alto, también puede hacerlo otro.

Entornó sus ojos de rana, como si estuviese al acecho de una sabrosa mosca, y sonrió aviesamente, mascando las palabras cual si hubiese aguardado un buen rato para atrapar la mosca.

—Puede que Odoacro logre unir a todas las naciones y facciones del imperio de Occidente, y hacer con ellas una liga tan poderosa que Zenón le considere un peligroso vecino, y creo que llegará ese momento. Mientras tanto, yo seguiré dejando que Zenón retenga a mi inútil Rekitakh pensando que me tiene esclavizado; que siga creyendo que soy su sumiso lacayo. Y cuando necesite alguien que invada y conquiste la parte de Odoacro…, ¿quién mejor que el leal y fidedigno Thiudareikhs Triarius? em¿Niu? Y

entonces…, ¿apostamos cuánto durará el imperio de Zenón? em¿Niu?

Muy bien. Me había dejado capturar tan sólo para enterarme de los proyectos y ambiciones de Estrabón, y ya los conocía. Eran sencillísimos: se proponía dominar él mundo. Y parecía tan posible y

creíble, que estuve tentado de iniciar de inmediato mis preparativos de fuga, de modo a poder galopar a toda velocidad para llevarle la noticia a Teodorico.

Pero había una cuantas cosas que quería saber, y una de ellas me había intrigado sobremanera desde nuestra llegada a Constantiana. Así, otra noche, tras el ejercicio agotador, cuando Estrabón, sudoroso y jadeante, se quedó adormecido, abordé el tema:

—Me has hablado de tu poderoso ejército que tanto temor infunde a Zenón —dije—, pero yo no he visto más que una simple guarnición e inferior en número al que tiene Teodorico en Novae.

— em¡Skeit! —gruñó groseramente—. Mi ejército es mi ejército, no un montón de zánganos. Los servicios de guarnición convierten a los soldados en haraganes incompetentes. Yo, mis tropas las tengo casi todas en campaña, que es donde deben estar; combatiendo, que es lo que deben hacer los soldados.

—Combatiendo, ¿contra quién?

—Contra quien sea —contestó adormecido, como si el asunto careciese de importancia—. Hace poco dos de mis tribus del norte en las marismas del delta del Danuvius, dos ramas secundarias de los hérulos, se querellaron y, sin mi permiso, iniciaron una guerra entre sí. Pues yo les envié el ejército para aplastarla.

—¿Y cómo sabía el ejército de qué parte ponerse? —¿Cómo? Les ordené que eliminaran a todos los combatientes, claro, y que tomaran como esclavos a las mujeres y a los niños. ¿Cómo iba, si no, a castigar su desobediencia? —se estiró lánguidamente y ventoseó—. Pero sucedió que unos cuantos guerreros se rindieron cobardemente antes de morir, así que ahora mi ejército regresa con unos prisioneros de guerra, unos trescientos de cada bando, me han dicho. Los mandaré ejecutar de un modo que resulte divertido para los habitantes de Constantiana. Quizá la túnica molesta, las fieras o el patíbulo. Aún no le he decidido.

—Pero si mantienes siempre el ejército en campaña —insistí yo— y una pequeña guarnición aquí,

¿con qué impedirás que Teodorico, u otro enemigo, asedie Constantiana? Me parece que las tropas y la población de la ciudad se verían obligados a capitular por hambre antes de que pudiese llegar el ejército en tu ayuda.

— em¡Vái! —exclamó él con un bufido—. ¡Aire son las palabras de mujer! A esta ciudad no la podrían sitiar bien todos los ejércitos de Europa juntos. Por el mar Negro le llegarían avituallamientos y refuerzos por barco durante décadas, si fuera preciso. Sólo todas las fuerzas navales de Europa podrían bloquearla con eficacia. Y ninguna flota podría llegar hasta aquí si no es pasando por el estrecho del Bósporos, por lo que se sabría de antemano su llegada y se podrían adoptar medidas para rechazarla.

— emJa, claro, debía haberlo pensado.

—Escucha, atolondrada. La única manera de hacerse con la ciudad sería desde dentro. Una sublevación de la gente o de las tropas. Por eso mantengo casi todos mis soldados bien lejos de ella; porque es sabido que se ha dado el caso de ejércitos que se amotinan contra sus jefes. Pero, al mismo tiempo, mantengo una guarnición importante, que tiene a la población brutalmente intimidada, para disuadir una posible revuelta.

—No creo yo que ni las tropas ni el pueblo te adoren precisamente por esas medidas —comenté yo descaradamente.

—Me importa un ardite que me adoren o no; lo mismo que me sucede contigo —respondió

gargarizando una flema y escupiéndola a mis pies—. Aunque no sea un servil imitador de los decadentes romanos, sí emque aplico una de sus viejas máximas: em«Divide et impera.» Divide y vencerás. Es un buen consejo. Y hay otra que me gusta aún más: em«Oderint dum metuant.» Que odien… con tal que teman. Odwulfo, en el siguiente servicio de guardia ante mi puerta, aludió al mismo tema.

—Los pocos soldados con quienes he entablado cierta amistad, dicen que soy un imbécil; para justificar mi reciente presencia en sus filas, les he dicho que era lancero en el ejército de Teodorico, que me sorprendieron haciendo trampas a los dados y me castigaron severamente a ser azotado y que deserté

para unirme a las tropas de Estrabón.

—Me parece un buen pretexto —dije—. ¿Por qué dicen que eres imbécil?

—Porque piensan que sólo uno que esté mal de la cabeza puede preferir el ejército de Estrabón al de Teodorico.

—¿Por qué? Al parecer, sí que lo prefieren.

—En su caso, lo hacen por la antigua fidelidad de sus familias a la rama del linaje amalo de Estrabón, y se sienten obligados a servirle, pero se hallan muy descontentos. emAj, son buenos guerreros, emja, emy con Estrabón no les faltan combates, pero él, aunque no tenga contra quien luchar, les hace seguir cabalgando y maniobrando de un lado para otro.

—Eso tengo entendido.

—Salvo algunos relevos en la guarnición de Constantiana, rara vez pueden divertirse en una ciudad, para correrse una juerga en un lupanar, comer y beber bien u organizar una buena pelea en una taberna, y ni siquiera pueden darse un buen baño en una terma.

—¿Es que insinúas que podrían desertar y pasarse a las filas de Teodorico?

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