—¿No ves? ¡Es más pequeña que esta mañana! —yo no estaba muy seguro, pero no la contradije—. Ya no hará mucha falta que te afanes tanto —prosiguió—. Ahora ve a por nuestro emnahtamats, nos acostamos pronto y después de un buen sueño, querida Veleda, ya verás como mañana me encuentro mucho mejor.
Mientras volvía hacia donde estaba la columna iba pensando en que las vivaces hogueras, proyectando su fuerte luz sobre los acantilados, hacían que el campamento pareciese una habitación sin techo pero cómoda y tranquila, una isla en medio de la noche. Los hombres que no tenían servicio ya formaban fila ante los fuegos para que les sirvieran la cena, pero, por supuesto, me abrieron paso. Un
criado me dio una bota de vino y me la colgué al hombro; otro me dio dos cuencos de madera en los que el emcoquus sirvió un estupendo estofado. Y en aquel momento oímos un grito que procedía del oscuro camino:
—¡Hiri! ¡Anaslaúhts!
Era el centinela más alejado, que daba la alarma: «¡Atención! ¡Nos atacan!» Aún logró lanzar el grito de em«¡Thusundi!» antes de que le acallaran.
Bien; no eran mil, pero por el ruido de los cascos en el apisonado camino era evidente que nos superaban en número. No tardaron en caer sobre nosotros por todas partes y, a la vacilante luz de los fuegos antes de que los apagaran con sus caballos, vimos que eran jinetes godos con armaduras y cascos como los nuestros. Pero no esgrimían sus armas. La primera embestida debió ser para intimidarnos y apagar los fuegos, pues volvieron grupas. Luego nos dimos cuenta de que su intención había sido soltar a nuestros caballos para espantarlos y dejarnos sin monturas.
Todos, yo incluido, habíamos dejado caer la comida y los trastos para echar mano de la espada, y los demás echaron a correr hacia donde tenían las armas; pero yo me quedé indeciso un instante sin saber cómo reaccionar. Y en aquel momento noté que a mi lado estaba Daila, apenas visible al fulgor de los escasos rescoldos, gritando órdenes:
—¡Preparados para la defensa a pie! ¡Lanza en ristre y a lancearles los caballos! ¡Ve a por la princesa y…! —gritó, volviéndose hacia mí.
—Está vigilada, Daila.
— emNe, no lo está. Ese centinela tenía órdenes de si nos atacaban matar al otro traidor y reunirse a toda prisa con nosotros. Ahí llega corriendo. Ve a por ella y…
—¿Matar… a qué otro traidor? —inquirí yo perplejo.
—Es evidente que sabían que íbamos a tomar por este camino. Debe haberles informado a través de la esclava de Khazar.
— emAj, Daila, Daila… —repliqué yo, o probablemente exclamé con un gemido— …estás equivocado…
—¿No me oyes? ¡Corre! Si capturan a la princesa la tendrán de rehén. Llévala al río y procura alejarte corriente abajo, lejos…
Pero los atacantes volvían a echársenos encima, esta vez esgrimiendo furiosos las espadas, las hachas de combate y las mazas con pinchos. Daila alzó su escudo para parar un hachazo que sin duda me habría partido la cabeza, porque yo estaba atónito y paralizado, hasta que un golpe de acero sobre el cuero me sacó del atolondramiento. Asesté un golpe con la espada al que me atacaba y eché a correr tal como me había dicho Daila.
Me costaba correr por aquella congoja que hacía que sintiera el corazón como una piedra de molino, pero corrí. Y conforme lo hacía iba pensando en que no cabía reprocharle nada a Daila por su error. Al fin y al cabo, si una esclava de Khazar había intentado trastornar nuestros planes, era lógico que pensase que la «otra» también. Claro, era lógico que el que quisiera quitarnos el empactum, al haber fracasado la entrega por parte del traidor, pensase que le habíamos descubierto y que, ya conscientes de que nos seguían, hubiésemos optado por salir de Pautalia por otro camino. De todos modos, aunque hubiese sido práctico, en medio de un ataque relámpago, explicárselo a Daila, ¿de qué habría servido? Yo había hecho lo indecible por hacerle creer que había otra sirvienta de Khazar en la columna. Por consiguiente, el tremendo error no había que imputárselo a él, sino a mí. Otra vez a mí.
Dentro de la carruca hallé a Amalamena tal como me había temido: había encendido un candil y, a su tenue luz, el centinela no había distinguido si era la «de Khazar» pero sí que le había bastado para asestarle un golpe mortal en el blanco pecho virginal, justo debajo del frasquito de leche de la Virgen. La herida no había sangrado mucho; a mi hermana querida no le quedaba mucha sangre. Bueno, pensé, había sido una muerte más rápida, limpia y piadosa que la que los dos médicos le habían augurado. Y había muerto con orgullo, tratando desesperadamente de aferrarse al último hilo de
vida y no implorando el final de tan implacable sufrimiento. Aquel día había estado contenta y despreocupada y así la había sorprendido la muerte; en su rostro perduraba un rastro de aquella sonrisa maliciosa, y sus ojos abiertos, aunque habían perdido su brillo, conservaban el hermoso color de los fuegos de Géminis.
Cerré despacio los párpados marfileños de aquellos ojos azules y besé suavemente aquellos labios rosados que aún tenía cálidos. Luego, con un suspiro, me dispuse a acudir junto a mis compañeros para perecer con ellos. Aun desde allí lejos, oía el fragor del combate, pero sabía que no duraría mucho. Como el enemigo —que suponía era Teodorico Estrabón— no había podido hacerse con el pergamino merced a subterfugios, era evidente que iba a apoderarse de él por la fuerza, y nos había atacado con un contingente capaz de aniquilarnos. Volví a lanzar un suspiro, recordando que había desenvainado por primera vez mi espada precisamente aquella mañana, que ahora iba a empuñarla por última vez y que los hombres de Estrabón, pese a ser detestables traidores, también eran ostrogodos; por lo que la única sangre que iba a derramar mi espada sería sangre de compatriotas.
Pero en aquel momento me detuve. No tenía miedo a morir ni me repugnaba el hecho; era el fin esperado y más honorable para un guerrero. Pero sería inútil morir siendo posible ser más útil con vida a mi rey y a mi pueblo. Daila me había dicho que me alejase con Amalamena para que no se apoderara de ella Estrabón; y es lo que habría sucedido de no haber muerto. Pues de ese modo Estrabón habría logrado lo que quisiera de Teodorico, teniendo a su hermana de rehén, incluso la cesión de todas las concesiones del empactum del emperador Zenón. Afortunadamente, Estrabón no podía ahora valerse de la princesa para tal propósito, pero… ¿y si le hacíamos creer que la había capturado? ¿Una falsa princesa —cautiva, sí, pero cautiva dentro de los círculos más altos del enemigo en su reducto más fuerte— no sería un guerrero más útil que todos los ejércitos acampados ante la plaza fuerte?
Con toda premura me quité coraza y botas y todo lo demás y lo arrojé todo a la maleza cercana a la carruca. Y ya iba a tirar hasta mi valiosa espada, cuando me lo pensé mejor, y me limité a desprenderme del cinturón y la vaina y volví a ensangrentar la hoja, aunque sólo de modo fingido y deplorable, clavando la punta cuidadosamente en la misma herida que el centinela había hecho en el pecho de Amalamena, diciéndola para mis adentros unas palabras de adiós, y hundiéndola hasta la empuñadura. Me desvestí, dejándome únicamente la faja de las caderas, saqué del arca de la princesa los mejores atavíos y adornos y con un emstrophion suyo me sujeté los senos para que me quedasen altos, orondos y con un filete de sombra en el centro. Me puse su mejor vestido, un sutil emamiculum blanco, me ceñí un cinturón plateado, me puse una fíbula de oro en cada hombro y unas sandalias de cuero sobredorado. Tenía el cabello aplastado por el casco, me lo ahuequé lo más femeninamente que pude, y me habría gustado arreglarme el rostro con cosméticos, pero el fragor del combate cesaba y me contenté con ponerme un poco de esencia de rosas en la garganta, detrás de las orejas, en las muñecas y en los pechos, para ocultar el embromos musarós que impregnaba las ropas de la princesa. Luego, me arrodillé junto al cadáver y, musitando su perdón, desabroché la cadenita de oro con los tres amuletos, se la quité y me la colgué al cuello. Finalmente, me guardé el falso empactum entre los pliegues del vestido y en ese momento llegó el enemigo.
Con un estruendo semejante al del rayo que rasga el cielo, se abrieron violentamente las cortinas de la carruca, al tiempo que el que las había descorrido profería un grito de triunfo. Estaba ante la puerta, manteniéndola abierta con sus musculosos brazos, pero era tan alto que su casco casi rozaba el techo. Siguió lanzando aquel grito bestial y yo instintivamente —sin fingirlo— me aparté intimidado como una auténtica doncella atemorizada. Como llevaba un casco gótico, no podía verle del rostro más que la barba, boca y ojos; era una barba gris-amarillenta que le llegaba hasta el pecho, despeinada e hirsuta como las púas de un erizo; tenía la enorme boca vociferante abierta del todo, con saliva en los labios, y detrás de ellos unos dientes largos y amarillentos casi equinos. Los labios rojos y los ojos sanguinolentos parecían los de una monstruosa rana gigante, y parecían escrutar el interior de la carruca de un rincón a otro sin apenas moverse de tan protuberantes como eran.
Teodorico Estrabón —o Teodorico Triarius, como sumisamente le llamaban sus aduladores— dejó
de aullar al dar conmigo y, con una voz que retumbaba como un fragor de lápidas, inquirió:
—¿Eres Amalamena, emniu?
Yo asentí con la cabeza, cual si estuviera muda de horror, y levanté la cadenita para mostrarle los dijes. Él se inclinó para escrutarlos, primero con un ojo y luego con otro, y gruñó despreciativo.
— emJa, tal como me la habían descrito. Una fémina imbécil que lleva junto a un símbolo sagrado el sello del bobo de su hermano. emJa, tú eres —dijo, estirando el cuello hacia el cadáver traspasado por la espada de la princesa—. ¿Y ésa quién es?
—Es… —contesté yo, con fingida dificultad— …era Swandila. Mi cosmeta. Me suplicó que… lo hiciese. Estaba aterrada por si la… violaban… o algo peor.
—¿Y tú no, emniu? —replicó con una carcajada.
—Estoy bien protegida —contesté, procurando decirlo como si estuviese convencida, mostrándole otra vez los amuletos.
—¿Protegida? ¿Quién te protege, emniu? ¿Tor el pagano? ¿Cristo? ¿Tu hermano?
— emNe, ne, este tercer amuleto —contesté, separándolo del martillo y el sello—. Mi frasquito de la leche de la Virgen.
—¡ emAj! ¿Tu leche, desdichada doncella? —replicó con una risotada que hizo temblar las cortinas del otro lado de la carruca—. La virginidad es una virtud más tentadora para un raptor que tu inviolable realeza. Me regocijará sobremanera desvirgarte…
—Es la leche de la Virgen María —le interrumpí—. Una reliquia auténtica —añadí, alzando los ojos al cielo y, adoptando una expresión piadosa, me persigné.
Cesó inmediatamente de reír y bajó la voz hasta un murmullo ronco.
—¿Eso dices? —inquirió, inclinándose de nuevo y acercando un ojo al frasquito hasta casi rozarlo y haciendo el signo de la cruz—. Está bien —añadió con la misma voz ronca—. No se puede ofender a la Virgen María violando a una doncella que lleva una reliquia suya, ¿no?
Yo di las gracias para mis adentros —no a ninguna virgen santa ni a sus improbables fecundos senos, sino a mi rapidez de improvisación— por haberme percatado de que Estrabón era tan supersticioso y crédulo. Pero en aquel momento, estiró el brazo y me agarró con su manaza por la cintura sin ningún decoro y sin respeto alguno para mi título, dijo:
—Vamos, princesa, ven al campamento, que tenemos que hablar.
Me sacó con tal violencia del carruaje que habría caído de cabeza de no ser porque dos guerreros que le acompañaban me sujetaron de los brazos, a la vez que aprovechaban para manosearme, mientras Estrabón metía el tronco en la carruca y arrancaba mi espada del pecho de Amalamena.
—Buena hoja —musitó, quitándole la sangre para ver el dibujo y probar el filo—. Pero demasiado pequeña para mis guerreros. Toma, emoptio Ocer, tú que tienes un niño; hazle un regalo para que empiece bien su carrera —añadió, tirándosela a uno de los que me sujetaban.
Luego echó a andar en cabeza y sus hombres me ayudaron en mis fingidos tambaleos femeninos sobre el áspero terreno camino de donde estaba el campamento. Ya lo rehacían los soldados de Estrabón, avivando los fuegos, recogiendo los utensilios de cocina y otros objetos, y se dedicaban a comer y beber; cuando nos acercamos más, vi los cadáveres de algunos de mi escolta, todos de cara al camino de donde había partido el ataque y todos heridos por delante. Era evidente que habían resistido hasta la muerte, retrocediendo hasta donde se hallaba la princesa para defenderla del enemigo. Estrabón hizo que me detuviera ante los cadáveres que nos encontrábamos. Yo, naturalmente, los reconocía a todos. El más próximo a la carruca era el de mi arquero fiel, y entre los otros muchos que había en el campamento estaba el del emoptio Daila. Aunque me preguntaba por qué me estarían obligando a que mirase sus caras, había algo que me preocupaba más. Mis dos guardianes, a pesar del manoseo, no habían dado con el pergamino y estaba cavilando a toda prisa si debía mantenerlo oculto, procurar destruirlo o buscar alguna otra treta para que no lo descubriesen y lo abriesen. Pero resultó que me preocupaba en vano. Cuando llegamos a la luz de la hoguera, Estrabón —y los soldados que estaban junto a ella— me miraron apreciativamente de arriba a abajo y, luego, él me preguntó con su áspera voz:
—¿Quién de esos muertos es el emsaio Thorn de que emme han hablado?
—Ninguno de ellos —contesté con toda sinceridad—. A lo mejor escapó con vida. Así lo espero —
añadí con cierta sorna.
—Ya. ¿Era él quien llevaba el empactum?
—La última vez que le vi, emja —contesté, haciendo también honor a la verdad.
—Triarius, nadie ha escapado con vida —terció el emoptio Ocer—. Sabemos que nadie ha huido por el camino, y puse hombres disfrazados para que siguieran todo el rato a la columna y me han comunicado no haber visto a nadie. Ahora bien, algunos enemigos han caído en el río y los cadáveres habrán flotado aguas abajo.
—Muy bien —dijo Estrabón—. En cuanto hayamos dado unos bocados, y regrese el resto de recoger los caballos espantados, asegúrate de que todos han muerto. Y si es necesario bajas hasta la desembocadura del Strymon, los desnudas a todos y me buscas el empactum. Pero antes, empieza por ésta —
añadió, señalándome con la barba.
Yo me zafé de los dos guardianes y exclamé: