En la ocasión que digo, salía yo de una tienda a donde había ido a reponer mis cosméticos, ungüentos y polvos, cuando oí pasos precipitados y gritos de «¡Paso, paso al emlegatusl» Me guarecí en la cancela del comercio, mientras la gente se apresuraba a apartarse, y vi aparecer la suntuosa litera; pero en esta ocasión los esclavos se detuvieron cerca de donde yo estaba y la depositaron suavemente en tierra. El emlegatus, si es que estaba dentro, no se apeó, pero sí lo hicieron una mujer hermosísima y un joven muy feo que no me sorprendió fuese el repelente Jaerius, hijo del emdux Latobrigex. Empero, la mujer, para mi gran sorpresa, era la Robeya que yo conocía de los baños, e inmediatamente comprendí que debía ser la
«fiera», madre de aquel desaprensivo.
Debía haberme tapado la cara o haberme vuelto de espaldas para desaparecer sin que me vieran, pero me quedé mirándolos y pensando: vaya, incluso una mujer con las extrañas tendencias de Robeya puede casarse y así lo hace si tiene la oportunidad de hallar consorte entre la nobleza; entonces, habrá
yacido sumisa al menos una vez para engendrar. Ya no me extrañaba que el fruto de vientre tan seco y sin amor fuese un varón tan miserable y repulsivo como Jaerius.
Y como permanecí allí demasiado rato pensando, Robeya me vio; las dos nos conocíamos de vernos desnudas, pero me reconoció con la misma facilidad que yo a ella, y sus ojos negros se abrieron de sorpresa, se entornaron y acto seguido se inclinó a decir algo a su hijo para que se fijara en mí. No pude oír lo que le decía, pero Jaerius entornó también los ojos y me miró de arriba a abajo, cual si su madre le hubiese instado a que me recordase con todo detalle. Yo me alejé inmediatamente en dirección contraria con paso modoso, pero en cuanto llegué a una bocacalle, entré en ella y me puse a caminar lo más rápido posible sin correr por no llamar la atención; sólo una vez miré hacia atrás y no vi ni a Jaerius ni a Robeya siguiéndome.
Llegué con verdaderas ganas a mi albergue, contento de haber evitado una confrontación que habría podido resultar desagradable; dejé los paquetes de las compras y me desembarazé rápidamente de todo vestigio de Juhiza, jurándome no salir nunca más vestido de mujer a la luz del día. Y no volví a hacerlo. Los días que siguieron siempre era Thorn quien deambulaba por la ciudad y se reunía con Gudinando para jugar y divertirse. Transcurridos unos días, mi inquietud cedió un tanto y cuando Gudinando me dijo taciturno que había vuelto a sufrir un ataque, me dispuse casi sin nerviosismo a vestirme de Juhiza para administrarle otra sesión de tratamiento.
—Pero temo, amigo mío —dije—, que ésta sea la última vez. Ya estamos en puertas del otoño y nuestro tutor Wyrd llegará cualquier día de estos. Además… si el tratamiento no ha dado ya resultado…
—Ya sé, ya sé —replicó Gudinando con triste resignación—. Al menos, probaremos una última vez…
Al atardecer del día siguiente, al vestirme de Juhiza, estaba nervioso y notaba mis manos torpes; dos veces tuve que darme la creta con que resaltaba mis cejas y pestañas. Pero como era uno de los primeros días de otoño, oscurecía antes y ya era casi de noche cuando me deslicé fuera del emdeservorium. Era mi primera salida encarnando a Juhiza desde mi encuentro en la calle con Jaerius y Robeya, pero no vi a ninguno de los dos rondando ni a nadie que hubiera podido ser espía de ellos. Y habría asegurado que nadie me siguió por el camino acostumbrado hacia el lago.
Pero sí que me siguieron —bueno, a Juhiza— y debieron hacerlo desde aquel primer encuentro, enviando tras mis pasos a un esclavo a quien yo no habría advertido en medio de las gentes anodinas de la calle; y parece ser que aquel esclavo u otra persona o personas mantuvieron una vigilancia constante delante de mi posada. Quienquiera que lo hiciese debió aburrirse de lo lindo sin ver salir a Juhiza, pero alguien había obtenido recompensa a tan larga espera aquella noche en que Juhiza volvió a salir en busca de Gudinando.
A él y a mí se nos ponía muchas veces la carne de gallina en los arrebatos apasionados, pero aquella noche se nos puso nada más desnudarnos por el frío viento que hacía; y a los dos se nos debió erizar el vello aún más simultáneamente cuando oímos rumor de arbustos y una voz ronca cerca —la de Jaerius—
que vociferaba:
—Ya te has divertido bastante con la moza, Gudinando, lisiado hediondo. Ahora le toca a un hombre de verdad. ¡Esta noche es para mí!
Nos encontrábamos los dos indefensos; estábamos desnudos, sin protección y desarmados, y Jaerius salió de su escondite esgrimiendo una gruesa porra. Yo estaba tumbada de espaldas y Gudinando inclinado sobre mí, cuando oí simultáneamente el ruido sordo de la porra y el gruñido que profería al caer desvanecido a un lado. Inmediatamente me vi inmovilizado por el gran peso de Jaerius, que estaba vestido, pero él se abrió las vestiduras lo justo para sacarse el emfascinum y comenzó a darme envites en los bajos; yo me debatía desesparada pidiendo auxilio a Gudinando —pero él estaba desvanecido o muerto—
y Jaerius no cesaba de reír.
—Bien que conoces este juego, muchachita. Y de mí no temas contraer la epilepsia, como puede pasarte con ese monstruo.
—¡Suelta…! —exclamé enfurecido—. ¡Yo elijo a quien quiero!
—Y me elegirás a mí cuando te haya hecho disfrutar. Deja de resistirte y escucha. Yo no dejaba de debatirme con la mayor energía posible, pero no pude por menos que oír lo que me decía.
—Conoces a mi madre Robeya, y me ha dicho que la conoces muy bien.
—Lo único que sé es que es un ser antinatural… —repliqué en mi sofoco.
—Déjate de tonterías y escucha. La última amante que ha tenido mi madre fue la emtonstrix que le teñía el pelo, una marrana villana que se llama Maralena; cuando se cansó de lo mal que lo hacía en la cama, me la pasó a mí y me dijo lo que había que hacerle para darle gusto y ella misma presenció cómo lo hacíamos, dándonos consejos. Y ¿creerás que a la puerca Marilena le gustaron mis servicios mucho más que los de mi madre? Ya verás como a ti te pasa igual, mozuela. Mira, acerca aquí la mano y mira qué
tamaño. Anda, vamos a…
Oí otro porrazo sordo y Jaerius cayó de lado igual que había sucedido con Gudinando; estaba sola y no sabía qué hacer, sofocada como me hallaba y jadeante, repasando a toda velocidad todos los acontecimientos. En aquel momento sentí una mano callosa, pero amable, en mi frente y oí una voz conocida que decía:
—Tranquilo, cachorro. Ya estás a salvo. Tranquilízate y no estés nervioso.
— emFráuja, ¿de verdad que eres tú? —dije en un clamor.
—Si no reconoces al viejo Wyrd es que estás trastornado.
— emNe… ne… Creo que estoy bien. Pero ¿y Gudinando?
—Ya vuelve en sí. Le dolerá la cabeza, pero nada más. Igual que este otro amigo tuyo; no le he zurrado como para matarle.
—¿Amigo mío? —chillé ofendido—. Ése es el hijo de esa fiera…
—Sé quién es —replicó Wyrd—. Por la nariz y las orejas que Zopirus se cortó, cachorro, sí que tienes habilidad para hacer amistades. Primero, Gudinando, el hazmerreír de la ciudad. Y ahora Jaerius, el mal nacido más detestado.
—Yo no he hecho amistad con…
—Calla —dijo Wyrd bruscamente—. Vístete. Me importa un bledo que te comportes indecorosamente, pero no debes hacerlo ver.
Torpemente comencé a vestirme, y también Gudinando, que se apartó un poco, atemorizado porque Wyrd nos hubiese encontrado en aquella situación. Una vez que emse hubo disipado mi turbación, dije en voz baja:
— emFráuja, no era mi intención que me vieras así.
—Calla —volvió él a gruñir—. Soy viejo y he visto muchas cosas. Tantas, que verdaderamente te costaría bastante escandalizarme. Ya te dije hace mucho que no tengo el menor interés en saber si… si meas de pie o sentado. Ni lo que se te antoje hacer con tus partes íntimas.
—Pero… —repliqué, mientras seguía vistiéndome atolondrado—. Ahora que lo pienso… ¿Cómo es que estás aquí, en el justo momento en que Gudinando y yo necesitábamos auxilio?
— emSkeit, cachorro, hace una semana que estoy en Constantia. Pero como vi un espía ante el emdeversorium, decidí alojarme en otro sitio y vigilar yo mismo. Te he visto entrar y salir, a veces con ese vestido de mujer que me enseñaste en Basilea, y esta noche, cuando saliste y vi que te seguían, fui detrás. Ahora se trata de lo siguiente: ¿qué hacemos con el hijo de la fiera?
Jaerius no había oído nada de lo que decíamos, pero ya se había sentado y se tocaba atontado el cráneo; por lo que veía yo en la oscuridad, se le notaba muy decaído.
—Átale una piedra al cuello y tírale al lago —dije con rencor.
—Sería un placer —contestó Wyrd, mientras Jaerius palidecía en la oscuridad—. Según la ley goda, ese ser no es nada… es una persona inútil y la ley ni siquiera castigaría o sancionaría al que le matase; lo haría sin dudarlo un solo instante —prosiguió— si fuese un violador de baja condición; pero es el hijo del emdux Latobrigex y, aunque cualquier ciudadano de Constantia —e incluso su propio padre— se alegraría de que desapareciese, no cabe duda de que se harían indagaciones. Además, sus espías, y más aún su madre, deben saber dónde se halla en este momento. Y todo eso lo indagarían preguntándote a ti, cachorro, y a tu amigo Gudinando. Y seguramente os harían las preguntas con ayuda de un persuasivo torturador especializado. Yo considero que debemos conservarle vivo para evitar tal riesgo. Como de costumbre, Wyrd tenía toda la razón, y sólo osé decirle resentido:
—¿Y qué sugieres, pues, emfráuja? ¿Que lo entreguemos al cohortes emvigilum o al emjudicium para que le castiguen?
— emNe —replicó con sorna—. Sólo un débil o un cobarde recurre a la ley para resolver una ofensa de honor. De todos modos, siendo Jaerius quien es, le absolverían inmediatamente. Tú y este noble personaje
—añadió, dirigiéndose a Gudinando— sois aproximadamente de la misma edad y contextura. ¿Te enfrentarías con él en ecuánime combate público?
Gudinando, tranquilizado al ver que el temible tutor de Juhiza no la emprendía a palos con él, contestó que sería un placer enfrentarse a Jaerius en singular combate.
—Pues eso haremos —dijo Wyrd—. Le llevaremos a la ciudad e invocaremos la antigua ley de la ordalía por combate.
—¿Quéee? —chilló Jaerius—. Yo, el hijo del emdux Latobrigex, ¿luchar mano a mano con un villano?
¿Con el bobo ese que es el hazmerreír de toda la ciudad? Me niego totalmente a semejante afrenta y…
—Calla —le espetó Wyrd, con la misma llaneza con que se habría dirigido a mí—. Cachorro, átale las muñecas con tu pañoleta, que yo lo ligaré con su propio cinturón para llevarle hasta la ciudad. Gudinando, trae esa porra que ya se ha usado dos veces, y si el prisionero intenta escaparse, sacúdele con todas tus ganas.
Así, una vez más aquella misma noche, aparecí en público como Juhiza, en esta ocasión en la basílica de San Juan. Como la mayoría de las iglesias de provincias, aparte de sus función religiosa, era la sede del tribunal. Y allí me presenté, ante el emjudicium de Constantia, convocado a toda prisa, para acusar a Jaerius de agresión e intento de estupro, solicitando que su culpabilidad o inocencia la determinase un juicio de Dios, pidiendo permiso a los tres jueces para que Gudinando fuese mi campeón en la ordalía.
—Señorías —dijo Wyrd, que actuaba como mi jurisconsulto—, sugiero que la cuestión se dirima en el anfiteatro de la ciudad para que toda Constantia vea que se hace justicia, y que el arma sea la porra, ya que, por lo visto, es la preferida del acusado.
Los jueces fruncieron el ceño entre murmuraciones; cosa nada sorprendente, pues, además de Gudinando, Wyrd, yo y el maniatado Jaerius, estaba también presente el emdux. Latobrigex, su esposa Robeya y, naturalmente, el prelado Tiburnius. Era la primera vez que veía a Latobrigex y, tal como me habían dicho, era un hombre de una actitud modesta increíble. Su única objeción al procedimiento la expuso con voz casi medrosa:
—Señorías —dijo— la demandante que hace la acusación es una extranjera en la ciudad, una muchacha sin hogar; no impugno su probidad, pero me permito dudar de su moral. El incidente se ha producido después de dirigirse sin compañía, ya de noche, a un lugar apartado de follaje al que ninguna mujer decente…
Le interrumpió su mujer, quien, mirándome con sus feroces ojos negros, vociferó:
—¡Y esa puta asquerosa extranjera se atreve a acusar a un ciudadano de Constantia! Al hijo del emdux, al hijo del emlegatos de Roma, descendiente de la antigua casa de Colonna. ¡Señorías, exijo que se desestime esa calumniosa acusación y se absuelva a Jaerius para que su reputación quede sin tacha… y que a esa prostituta itinerante se la desnude y sea azotada en público fuera del recinto de la ciudad!
Los jueces volvieron a su conciliábulo, y, mientras lo hacían, yo le dije a Wyrd en voz baja:
—Es lo que cabía esperar. Pero ¿qué es eso de la casa de Colonna?
—Antaño —me contestó él en un susurro— era una de las primeras familias de Roma, pero actualmente han degenerado penosamente. Fíjate en el timorato Latobrigex Colonna. ¿Tú crees que un hombre de una familia ilustre se habría casado con una virago como Robeya para tener por hijo un desgraciado como Jaerius? Sí, claro, todos ellos continúan ostentando pretenciosamente la condición de emclarissimus, pero…
En aquel momento hubo otra interrupción por parte del prelado Tiburnius, que dijo en tono meloso:
—Señorías, la Iglesia no se inmiscuye en cuestiones puramente civiles ni yo, como sirviente de ella, lo haré, pero fui mercader de Constantia antes de ser su sacerdote y solicito se me conceda decir unas palabras que quizá sean dignas de consideración en este proceso.
El emjudicium, naturalmente, le concedió la palabra y, por supuesto, yo esperaba que Tiburnius dijese algo que hiciese someterse al emdux. Latobrigex. Pero el recién nombrado clérigo estaba sin duda infatuado por la autoridad eclesiástica que acababa de obtener —y debía aprovechar la ocasión para ejercerla—
porque me sorprendió al decir:
—Cierto que es una simple extranjera itinerante la que ha hecho tan grave acusación contra un respetable ciudadano de Constantia, pero os recuerdo, señorías, que Constantia debe su prosperidad precisamente a los extranjeros que cruzan sus puertas. Todo ciudadano, desde el de más alta condición hasta el más humilde, gana hasta el último emnummus de los beneficios que nos dejan esos extranjeros: los viajantes de comercio, mercaderes y proveedores. Y si se difundiera la noticia de que las leyes de Constantia sólo protegen a los ciudadanos de la misma, y que un extranjero es aquí víctima de una injusticia, incluso uno tan insignificante como esta supuesta prostituta ambulante, ¿qué sería, señorías, de la prosperidad de Constantia? ¿De vosotros mismos? ¿De esta Iglesia de Dios? Os aconsejo que se le