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Authors: Gary Jennings

Tags: #Historica

Halcón (37 page)

BOOK: Halcón
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—¿Cómo? Eso sería aún más absurdo, sería una deslealtad…

Pero no pude concluir mi protesta porque sonó una trompeta en la pista y entre el público se alzó un murmullo al ver que Jaerius y Gudinadno salían por puertas opuestas del perímetro. Los dos jóvenes esgrimían un fuerte emfustis de fresno, más alto que ellos y tan grueso como su muñeca, y ambos se cubrían con un taparrabos de atleta y se habían untado el cuerpo con aceite para que resbalasen los estacazos; se acercaron uno a otro en el centro de la pista y luego avanzaron hasta el empodium, alzando las estacas para saludar el emdux. Con toda imparcialidad, Latobrigex alzó respectivamente hacia los dos el puño derecho en el que sostenía un paño blanco. La trompeta volvió a sonar y el emdux dejó

caer el paño. Inmediatamente Jaerius y Gudinando se volvieron uno de cara al otro y adoptaron la postura de ataque, agarrando el emfustis con una mano por el centro y con la otra entre el centro y el extremo. Los dos estaban muy bien dotados para el combate. Gudinando era más alto y tenía brazos más largos, pero Jaerius era más fornido y más musculoso; su habilidad con el palo era parecida. Yo sabía que Gudinando no había tenido ningún amigo con quien probar la lucha con palo, aunque a veces se había entretenido a solas simulando combate. Jaerius probablemente habría tenido numerosas oportunidades de competir con otros jóvenes en ese deporte, Pero, siendo quien era, seguramente los contendientes se habrían inhibido de propinarle golpes, dejándose ganar fácilmente. Así, aunque ninguno de los dos habría podido sostener un combate con un auténtico adversario habituado al emfustis, estaban dando un buen espectáculo de virajes, regates, paradas, amagos, y los espectadores no podían quejarse de haber pagado por ver un pugilato entre legos.

—No puedes apropiarte de mi apuesta —le dije exasperado a Wyrd—. He sido yo quien ha obligado a Jaerius a entrar en la pista para que le machaquen. Sería una locura que apostara sin desearlo en contra de quien he elegido como defensor y campeón. Insisto…

— emBalgs-daddja —replicó muy tranquilo—. Tengo mis motivos para apostar por Gudinando y me niego a retirar la apuesta. Mira… Jaerius comienza a acoquinarse, a flaquear y a retroceder. Los adversarios habían iniciado el combate efectuando todos los golpes y movimientos posibles —

defensivos y ofensivos— en la lucha a palos para comprobar su mutuo coraje y habilidad y los puntos fuertes y débiles. Los distintos movimientos defensivos incluyen, claro está, la parada rápida y tenaz de golpes con el propio palo, pero existen también modos de esquivarlos y evitarlos e incluso —si el adversario efectúa un violento ataque con el palo en toda su longitud— de saltar por encima de éste ágilmente como un acróbata. Básicamente, los únicos movimientos del palo en la lucha son la oscilación y el golpe certero, pero también pueden realizarse de distinto modo; por ejemplo, el amago de un movimiento en abanico que se convierte en golpe certero.

Después de que Jaerius y Gudinando estuvieron ci.erto tiempo atacándose con esa clase de golpes con el extremo del palo —propinándose estacazos en el cuerpo lo bastante fuertes para que parte del público lanzara exclamaciones de entusiasmo—, recurriendo ambos, con mayor o menor éxito, a los múltiples movimientos de defensa, pensaron que ya conocían sus diversos puntos débiles y en ellos concentraron su atención.

Jaerius, al tener los brazos más cortos, atacaba menos con el extremo del palo y optaba por hacerlo mediante oscilaciones casi siempre dirigidas a la cabeza de Gudinando. Supongo que debería recordar el

calificativo de «enfermo del cerebro» con que su madre motejaba al joven y esperaba que un golpe sesgado en la cabeza bastara para dejarle sin sentido.

Por su parte, Gudinando se dio cuenta en seguida de que al cuerpo más bajo y fornido de Jaerius difícilmente se le podría derribar ni desequilibrar con golpes laterales. Optó por aprovechar los golpes certeros y las arremetidas con el extremo del palo. Apuntó alternativamente al estómago de Jaerius para cortarle el aliento, y a sus manos para obligarle a soltar su propio palo. Gudinando, más delgado y ligero, esquivaba y paraba los golpes en abanico que le dirigía Jaerius a la cabeza, o casi todos, pero el pesado Jaerius no era tan ágil para esquivar las arremetidas que le dirigía su adversario a la cabeza con el extremo del palo; y algunas que le alcanzaron en el estómago, le hicieron proferir un audible «¡Uf!» y tambalearse hacia atrás para recuperar aire. Oímos varios golpes de Gudinando que hacían crujir los dedos de su adversario y, en cierto momento, la mano derecha de Jaerius estuvo a punto de soltar el palo. A partir de ahí, Jaerius casi no atacó con el palo y se dedicó

exclusivamente a evitar que se lo arrebataran; parecía haber perdido toda esperanza de triunfo y hallarse únicamente a la defensiva. Gudinando aprovechó la ventaja y cada vez le hacía retroceder más hasta que ambos se encontraron casi delante de la tribuna principal.

—Mira eso —dijo Wyrd—; a ese emtetze desgraciado se le va el aceite con el sudor del cuerpo. Así era. En el sitio en que resistía, ya tambaleándose, moviendo los pies para no perder el equilibrio ante el pertinaz apaleamiento de Gudinando, se veía un charco en la tierra; y yo creo que no era estrictamente de sudor y aceite. Jaerius miraba enloquecido de un lado a otro, cual si buscase donde refugiarse, o alguna ayuda, pues casi siempre dirigía la vista hacia la tribuna en la que estaban sus padres. El rostro del emdux seguía inmutable, pero el de Robeya… Bueno, si hubiese sido una fiera o un dragón, estoy seguro de que se habría lanzado a la arena para defender a su hijo, arrojando llamas contra Gudinando.

—Un bestia fanfarrón es siempre cobarde —comentó satisfecho Wyrd— y ése lo está demostrando. Cachorro, no puedes quejarte por tener que pagarme una apuesta tan alta, porque te ha procurado el placer de ver triunfar a tu amigo.

Pero Gudinando dejó de apalear a Jaerius y se alejó de él. Los espectadores pensaron que era clemencia para con el vencido adversario, renunciando a matarlo o a romperle los huesos, dejándole tullido para siempre, y ni siquiera seguir apaleándole hasta tumbarle y obligarle a hacer el humillante gesto del que levanta el dedo, suplicando se le perdone la vida. Empero, yo sabía que no era la clemencia lo que había paralizado de repente a Gudinando. Ya ni siquiera miraba a Jaerius; alzaba su mirada por encima de las gradas del anfiteatro hacia el cielo, cual si hubiese visto volar un extraño pájaro verde o hubiera oído ulular un buho en pleno día.

Durante todo el combate no había mostrado el menor indicio de su mal, pero yo había advertido que la mayoría de las veces éste le sobrevenía no en momentos de esfuerzo o agotamiento, sino cuando se sentía más contento y sano. Y así sucedía ahora: cuando estaba a punto de alzanzar lo que habría sido el momento cumbre de su vida, el momento en que habría dejado de ser el paria más despreciado de Constantia para convertirse en un héroe.

Se le cayó el palo de las manos y me di cuenta del motivo: los dedos se le habían curvado hacia la palma y sus manos eran incapaces de asir cualquier cosa. Jaerius continuaba de pie perplejo, sangrando por la nariz y por la mano casi machacada, sin saber qué hacer… hasta que Robeya se lo indicó. Y, de pronto, mientras Gudinando echaba la cabeza hacia atrás, lanzando aquel alarido inhumano, le golpeó con todas sus fuerzas. Gudinando recibió en la garganta un palo que cortó su alarido en seco y cayó de espaldas tan rígido como un árbol talado.

El golpe quizá no le habría herido de gravedad y hubiera podido levantarse para seguir luchando, pero le había acometido el ataque; boca arriba y tieso, con las extremidades convulsas, se hallaba a merced de Jaerius que le asestaba cruelmente golpes por doquier. Gudinando aún habría podido suplicar clemencia levantado el índice y el emdux Latobrigex se habría visto obligado a interrumpir el combate y solicitar el veredicto de la multitud —¿vivo o muerto?— pero el pobre joven no podía abrir sus manos agarrotadas por la epilepsia, ni para eso.

Las convulsiones disminuyeron y cesaron y quedó tumbado, desmadejado, mientras Jaerius seguía golpeándole hasta dejarle casi irreconocible; lo único con movimiento visible en el cuerpo de Gudinando era la saliva que brotaba de su boca. Ya debía estar muerto, pero Jaerius continuaba apaleando aquel cadáver cual si estuviera aniquilando a unos cachorros encerrados en un saco. Era un espectáculo tan repugnante, tan gratuito, que los espectadores se pusieron en pie y vociferaron como un solo hombre:

«¡Clementia!, ¡clementia!, ¡clemenlia!»

Jaerius se detuvo para mirar hacia la tribuna, pero el emdux no tuvo tiempo de hacer el gesto tradicional con el pulgar hacia abajo para que el vencedor tirase el arma, porque Robeya se apresuró a hacer el gesto contrario, dirigiendo el pulgar hacia su pecho, que en la época de los gladiadores significaba «¡Mátale!». Y, naturalmente, Jaerius obedeció a su madre, y, mientras la gente seguía gritando

em«¡Clementia!», alzó el palo en vertical y lo descargó tres o cuatro veces sobre la cabeza de su víctima. El cráneo de Gudinando se quebró como un huevo y aquel pobre cerebro trágicamente afectado, que tan amarga vida le había dado, ya no podría ser reparado ni con los favores de Juhiza ni por otros medios, pues se esparció por la arena como un fango gris rosado. Al verlo, la multitud, que anteriormente tan sedienta de sangre parecía, comenzó a decir a voz en grito en una barahúnda de lenguas: em«¡Skanda!

em¡Atrocitas! ¡Unhrains slauts! ¡Saevitia!», es decir «¡Vergüenza! ¡Atrocidad! ¡Repugnante matanza!

¡Salvajada!» Ahora la gente estaba inquieta y creo que de haber seguido así no habría tardado en lanzarse de sus asientos hacia la arena para despedazar a Jaerius.

Pero el sacerdote Tiburnius también se había puesto en pie, alzando los brazos para reclamar atención. Los espectadores se percataron y poco a poco se fueron apagando las voces. El prelado gritaba sucesivamente en latín y en el antiguo idioma para que todos le entendiesen:

— em«¡Cives mei! ¡Thiuda!» ¡Pueblo mío! Cesad vuestra impía protesta y aceptad el veredicto de Dios. El Señor es justo y su juicio inapelable, sin iniquidad. Para disipar las dudas de la controversia y esclarecer la verdad, Dios ha decidido que Gudinando fuese vencido y Jaerius triunfase. No oséis impugnar los designios que Dios ha manifestado. em¡Nolumus! ¡ínterdicimus! ¡Prohibemus! ¡Gutha emwaírthai wilja theins, swe in himina jah ana aírthai! ¡Hágase la voluntad de Dios, así en la tierra como en el cielo!

Nadie estaba dispuesto a desafiar el exhorto del sacerdote y, aunque entre murmullos, la multitud comenzó a dispersarse y abandonar el anfiteatro. Tiburnius, Latobrigex, Robeya y Jaerius debieron salir de la tribuna por una puerta especial, porque de pronto no los vi. En el anfiteatro no quedábamos más que Wyrd y yo, mirando cómo salían a la arena los esclavos —no en vano denominados los carentes o barqueros de los muertos— a retirar aquella masa de carne que había sido Gudinando.

— em¿Hua ist so sunja? —farfulló Wyrd—. ¿Cuál es la verdad? No sé quién es el reptil más baboso, si Jaerius, la fiera de su madre o esa serpiente de sacerdote.

— emMis fraweit letaidáu, ik fragilda. La venganza es mía y lo haré pagar —dije, citando la Biblia.

—El que paga soy yo —gruñó Wyrd mientras nos encaminábamos a la salida—. No puedo consolarte por haber perdido a tu amigo, pero ahora dispones de una buena fortuna. No obstante, debo señalar que no me dijiste que Gudinando era un emuslitha, proclive a la epilepsia.

—¡Ya te dije que retirases la apuesta! —le espeté—. Y te dejo que lo hagas ahora.

—Por la pálida y escuálida diosa Paupertas, en mi vida he renegado de una deuda. Y no voy a hacerlo ahora defraudando a un amigo.

—Bien —dije, cuando salíamos a la calle—. Necesito el dinero; pero te prometo trabajar aún más este invierno para que ganemos otra fortuna.

—¿Necesitas el dinero? —inquirió Wyrd asombrado—. ¿Puedo preguntarte para qué?

—No, emfráuja. Te lo diré cuando lo haya gastado, no sea que quieras disuadirme de como pienso emplearlo.

Se encogió de hombros y seguimos en silencio hacia el emdeversorium. En realidad, yo iba llorando, aunque ni Wyrd ni nadie lo habría notado porque no me brotaban lágrimas. La pena que sentía, como Thorn, por haberme quedado sin Gudinando, que había sido mi amigo, era una aflicción que soportaba

virilmente sin lágrimas. Y en mi parte de mujer, en aquel momento bien oculta por mi exterior masculino, las lágrimas, por así decir, brotaban del corazón. Y me preguntaba: si en este momento fuese Juhiza en lugar de Thorn ¿derramaría lágrimas visibles?

Así di en reflexionar otra vez en mi naturaleza y en los horrorosos y frecuentes efectos que ejercía en torno a mi persona. ¿Era mi incapacidad de emmannamavi para amar, me decía, o era mi inevitable destino hacer sufrir así a los demás ? Los romanos creían, y los paganos lo seguían creyendo, que todo ser humano está protegido y guiado toda su vida por un dios personal invisible pero perenne. Los que cuidan de los varones se llaman emgenii y los que guardan a las mujeres, emjanane. Según esta creencia pagana, el individuo cuenta con escaso libre albedrío y, en general, se ve abocado a caprichos y dictados de su espíritu tutelar. En tal caso, ¿era yo, en mi condición de andrógino, tutelado por un emgenius y un emjunone ?

¿O quizá no me guiaba ninguno de los dos? Pensaba que muchas de las cosas que había hecho en mi vida las había llevado a cabo por propia voluntad, pero de otras no estaba tan seguro. Voluntaria y deliberadamente, y con perversidad, había matado al censurable hermano Pedro; pero, por lo que cabía pensar, y sin que yo lo hubiese querido, la inocente hermana Deidamia también podía haber muerto por los latigazos recibidos por su relación conmigo. Había tenido buenos motivos para matar a la mujer del campamento huno, pero ningún motivo, justificación ni deseo por mi parte había inducido la muerte del carismático Becga. emIésus, hasta mi compañera el águila había muerto por culpa mía… por haberle cambiado guiado por mi ignorancia, su auténtica naturaleza. Y ahora… ahora, sin quererlo, había sido la causa directa de la muerte de Gudinando.

em¡Liufs Guth! ¿Era como consecuencia de mis propios actos o movido por un emgenius o un emjunone —o ambos— que ya, a mi edad, me había convertido en un rapaz carnicero, como antaño había jurado, que se abre paso en la vida, entrando a saco en la vida de los demás?

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