Halcón (81 page)

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Authors: Gary Jennings

Tags: #Historica

BOOK: Halcón
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—Pero ¿cuál es el secreto de la última fase? —inquirí—. El emoptio y yo lo hemos oído y es evidente que has apagado la hoja al rojo en agua.

—Apagado, emja —contestó él, con malicia—, pero no en agua. Otros herreros hacen eso, pero no los que hacemos las espadas serpenteadas; hace tiempo que aprendimos que bañar el metal al rojo vivo en agua produce vapor y que ese vapor forma una barrera entre la hoja y el agua, lo que impide que el metal se enfríe de golpe y adquiera el temple deseado.

—¿Puedo aventurar, emfráuja hairusmitha, lo que se utiliza para el temple? ¿Aceite frío? ¿Miel fría?

¿Arcilla húmeda fría?

—Me temo, emsaio Thorn —contestó el hombre, meneando la cabeza y sonriendo—, que habríais de ser mucho más que mariscal, o que rey, para saber el secreto. Deberíais ser maestro herrero como yo. Somos los únicos que lo conocemos y se guarda celosamente desde hace siglos. Por eso sólo nosotros podemos hacer las espadas serpenteadas.

La tercera cosa que llevaba se la entregué en la mesa a Amalamena cuando aquella noche cenábamos emnahtamats en el comedor de palacio.

—He decidido que me acompañes a Constantinopla a condición de que, durante todo el viaje, lleves esto en tu persona.

—Encantada —dijo ella, contemplando el objeto de cristal y latón—. Es bonito. ¿Qué es?

—Un pomo que hasta hace poco guardaba una gota de leche de la Virgen.

— em¡Gudisks Himins! ¿Es cierto? Hace casi quinientos años que la Virgen amamantó al niño Jesús —

comentó ella, persignándose.

—El pomo era de una abadesa que afirmó que era auténtico. Espero que sea como una garantía de seguridad mientras estés bajo mi responsabilidad. Mal no puede hacer.

— emNe. Y para que cobre mayor eficacia, me creeré que es auténtico —añadió ella, quitándose una cadenita de oro que llevaba al cuello y enseñándome dos chucherías que colgaban de ella—. Me las regaló mi hermano el día de mi cumpleaños —dijo sonriendo del modo malicioso tan frecuente en ella—. Así, iré bien protegida. em¿Niu?

Asentí con la cabeza. Uno de los adornos era una crucecita levemente truncada por arriba; y ése era el motivo de su sonrisa maliciosa, porque podía colgarse de la cadena al revés, de manera que pareciese el martillo de Thor. El otro dije era el sello de Teodorico en minúscula filigrana de oro. Ahora que ya llevaba mi frasquito de la leche de la Virgen en la misma cadena, podía decirse que la princesa estaba protegida contra el mal por partida doble. Si bien, a decir verdad, yo esperaba que el frasquito la protegiese contra algo peor que los accidentes. El emlekeis Frithila se había mofado de los medicamentos

«amuléticos» y quizá estuviese comportándome como una de esas «mujeres crédulas» a que con sorna se había referido, pero esperaba que el frasquito resultase un auténtico talismán que librase a Amalamena de su terrible mal.

—Ahora que estoy bien protegida, Thorn —dijo ella, sin dejar de sonreír—, dime por qué no te dejas una buena barba gótica para…

—¿Para proteger mi delgado cuello? Ya me lo han dicho antes. Bien, por un motivo. Soy el emisario de Teodorico en tierras en las que se habla griego y los griegos no se dejan barba desde que Alejandro decretó su abolición. Y san Ambrosio dice: em«Si fueris Romae…». O, en este caso: em«Epeí en emKonstantinopoléi…»

Amalamena dejó de sonreír e inmediatamente pinchó meditativa con el cuchillo el trozo de pescado a la brasa que nos habían servido, diciendo:

—Ya sé que deseas que te reciban calurosamente en la corte del emperador León, pero no sé si lo harán.

—¿Por qué no iban a hacerlo?

—Hay factores… y tendencias… que tú ignoras. ¿No has notado nada esta tarde en el campamento militar? ¿No advertiste nada sorprendente?

—No es muy grande y hay menos guerreros de lo que habría pensado —ella asintió con la cabeza a lo que yo decía—. ¿Es que han salido ya hacia Singidunum la mayor parte de las tropas para unirse a Teodorico, o están acampadas en otro lugar?

—Algunas están de camino, emja, y otras guarnecen otros puntos de Moesia, pero puede que estés equivocado en cuanto al número de soldados que manda mi hermano.

—Bueno, sé que sólo llevó seis mil de caballería para el asedio de Singidunum. ¿Cuántos más hay?

—Unos mil más de a caballo y unos diez mil de a pie.

—¿Qué? Si me han dicho que tu pueblo —mi pueblo— son unos doscientos mil… Con que una cuarta parte de los ostrogodos fuesen guerreros, habría una fuerza de cuarenta mil.

—Cierto, si todos reconociesen a mi hermano como rey. ¿Es que no has oído hablar del otro Teodorico?

Recordé que Wyrd, hacía años, me había hablado de algo de eso.

—Si no me engaño, ha habido varios Teodoricos entre los godos —dije.

—Ahora sólo hay dos importantes. Mi hermano y Teodorico el viejo, un primo lejano de mi padre Teodomiro, casi de la misma edad; el Teodorico que ha asumido el pomposo emauknamo romano de Triarius «el más experto guerrero».

Me esforcé por recordar lo que me había contado Wyrd.

—¿Es el que lleva otro emagnomen romano? ¿Un emauknamo irrisorio y despreciativo?

—Estrabón. emJa, él es. Teodorico emel Bizco.

—Bueno, ¿y qué sucede con él?

—Muchos ostrogodos le consideran rey. Al fin y al cabo pertenece al mismo linaje amalo que mi padre y mi tío. Así, ya antes de la muerte de Walamer y Teodomiro, la nación ostrogoda quedó dividida en dos bandos: el de los dos hermanos y el de ese primo. Y Estrabón cuenta con otros aliados: los estirios del rey Edika, a quienes mi padre derrotó poco antes de morir, y los sármatas del rey Babai, a quienes tú y mi hermano acabáis de vencer. Aunque los estirios y los sármatas no le apoyen con tanta fuerza, al morir mi padre y mi tío, Teodorico Estrabón se proclamó rey único. Y no sólo de los ostrogodos, sino del linaje balto, el de los visigodos asentados hace mucho tiempo en el Oeste y que a lo mejor ni han oído hablar de él.

—Ese hombre debe tener el cerebro como los ojos. Aunque se proclame rey de una nación no quiere decirse que lo sea.

— emNe. Y la mayoría del pueblo que era leal a mi padre ha reconocido a mi hermano como auténtico sucesor.

—¿Sólo la mayoría? ¿Por qué no todos? Nuestro Teodorico lucha por conservar las tierras, los recursos y los derechos de todos los ostrogodos. ¿Hace algo comparable el bizco?

—Tal vez no le haga falta, Thorn, porque puede que uno u otro emperador, León o Julius Nepos, se lo den.

—No lo entiendo.

—Como te he dicho, hay varias tendencias. Desde tiempos inmemoriales, el imperio romano teme y detesta a todas las naciones germánicas, y ha hecho cuanto ha podido por mantenerlas enemistadas entre sí para disipar el peligro de que acaben con el imperio. Y esto es mucho más evidente desde que el imperio adoptó el catolicismo cristiano y las naciones germánicas el arrianismo —dijo Amalamena, encogiéndose de hombros y frunciendo sus rubias cejas—. emAj, tanto Roma como Constantinopla estaban satisfechas de tener como aliados a los pueblos germánicos cuando la invasión de los hunos, pero con la muerte de Atila y la dispersión de esos salvajes, los emperadores de oriente y occidente ha reanudado la política de mantener enfrentadas a las naciones germánicas para reducir el peligro del imperio.

—¿Y por qué el imperio oriental y occidental han de ponerse de parte de uno u otro Teodorico? —

inquirí.

—No lo harán por mucho tiempo, pero en este momento, al haberse proclamado Teodorico Estrabón rey de los ostrogodos y visigodos, para el imperio romano es una ventaja reconocerle. Así, tratando con Estrabón, el imperio se hace la idea de que trata con todos los godos de Europa y con sus aliados germánicos y de otros pueblos.

Era una cosa bien curiosa oír a una mujer hablar de asuntos políticos y hablar con tanto conocimiento, y tuve que procurar lo mejor que pude que mi pregunta no resultase escéptica ni paternalista.

—Amalamena, ¿es la situación tal como la ves tú o es el sentir general?

Ella me dirigió aquella mirada del fuego de Géminis, no exenta de burla, y contestó:

—Juzga por ti mismo. Las últimas noticias dan cuenta de que Teodorico Estrabón ha enviado a su hijo único Rekitakh, un joven que tendrá tu edad, a vivir a Constantinopla —igual que mi padre envió a mi hermano pequeño hace muchos años— para que sea rehén y garantía de su alianza con el imperio oriental.

—Entonces no cabe duda —musité— de que Estrabón es el Teodorico que cuenta con el apoyo del emperador. ¿Tu hermano sabe todo esto?

—Si no lo sabe, no tardará en enterarse. Y puedes estar seguro de que no aceptará la situación sin hacer nada; en cuanto pueda dejar Singidunum no dudará en enfrentarse a Estrabón, que es precisamente lo que quiere el imperio —dijo con un suspiro—. Que los godos se enfrenten unos a otros.

—A menos que nuestra embajada en Constantinopla tenga éxito y consigamos el pacto que desea tu hermano —dije esperanzado.

Amalamena sonrió con aire melancólico, como admirada por mi poco justificado optimismo.

—Ya te he dicho como están las cosas, Thorn. Tenemos pocas probabilidades.

—Entonces, tal como te lo advertí, puede que el viaje sea un riesgo. Yo soy el mariscal del rey y es mi deber llevar a cabo la misión. Pero en tu caso, creo conveniente que no hagas el viaje. Ella estuvo un instante sin decir nada, como pensándolo, pero, finalmente, meneó su bella cabeza y dijo:

— emNe. Antes pensaba que se está más seguro y protegido en un rincón, pero incluso allí el destino te llega.

Como no estaba seguro de si sabía que yo me daba cuenta de lo que quería decir, no contesté y la dejé que siguiera hablando.

—Soy la princesa de los godos ámalos y prefiero enfrentrarme abiertamente a cualquier adversario o reto. Iré contigo, Thorn. Y espero no ser impedimento a tu misión. Recuerda que ahora llevo el pomo de leche de la Virgen. Recemos para que nos ayude en esta causa.

—En todas las causas, princesa Amalamena —balbucí—. Sé, pues, bienvenida al viaje.

CAPITULO 6

Salimos de Novae formando una imponente columna de espléndido aspecto. Los hombres componíamos una emturma completa de treinta guerreros a caballo, aunque la mayoría eran animales de tiro y corceles de reserva, incluidas dos vistosas mulas blancas. Sólo el emoptio Daila y yo íbamos libres de los tiros, pues yo era el comandante y Daila iba al mando de la emturma y de los dos arqueros que constituían mi guardia personal. La princesa Amalamena, empeñada en que le bastaba con una sola sirvienta, iba acompañada por una emcosmeta o doncella de su edad y casi tan bella, que se llamaba Swanilda; ellas dos hicieron casi todo el viaje en una carruca dormitoria con cortinas tirada por caballos, en la que descansaban por la noche, pero siempre que la princesa se sentía con fuerzas, cabalgaba a mi lado en una de las mulas blancas, con Swanilda en la otra un poco más atrás. En tales ocasiones, las mujeres vestían una especie de falda partida y montaban a horcajadas como los hombres.

Todos los guerreros con sus corceles llevaban coraza para repeler mejor cualquier asaltante que pudiera salimos al paso o a quien quisiera interponerse en nuestro camino; los caballos revestían también acolchamiento de combate y los hombres tenían coraza de cuero, casco de metal e iban bien provistos de armas. Habían sacado brillo a los cueros, incluidos los arreos de emVelox y mi coraza, dándoles una capa de resina de acacia, jugo de bérbero, cerveza y vinagre. Todos llevábamos detrás de la silla una capa de piel de oso encerada, ribeteada con dientes y uñas del animal, para ponérnosla en caso de mal tiempo. Yo lucía el casco con adornos, igual que el exagerado torso musculoso de la nueva cota de cuero, a base de uvas maduras intercaladas a figuras de jabalíes, animal emblemático de mi mariscalato; sobre la cota llevaba un manto nuevo de los que se llaman emchlamys con orla primorosamente bordada en verde, sujeto al hombro derecho por una nueva fíbula con pedrería en forma de jabalí. El tahalí me lo ceñía ahora con una enorme hebilla con emaes de Corinto en forma de rostro demoníaco con la lengua fuera; el artesano me había dicho que serviría para que el propietario estuviera a salvo de cualquier emskohl u otras amenazas.

Aunque todo lo que lucía era inequívocamente masculino, estoy seguro que era el aspecto femenino de mi naturaleza lo que me hacía parecer tan orgulloso y vistoso, y aun iba molesto porque la costumbre de los godos me impedía lucir una cimera de plumas en el casco, y puede que también fuese vanidad femenina lo que me impulsó a alardear de mi habilidad con el arco, demostrando la utilidad de mi invención del estribo de cuerdas. Por otra parte, deseaba ardientemente encontrar algún pretexto para

utilizar de un modo espectacular mi nueva espada. Pero la única justificación era salir a cazar para las comidas, cosa que habría desentonado con mi dignidad de mariscal.

Por eso, siempre que deseábamos carne fresca, eran mis arqueros quienes iban de caza; ellos, igual que Daila, habían copiado mi artilugio poniendo cuerdas en sus corceles y así cazaban con tanto acierto como yo lo habría hecho y volvían siempre con muchas piezas. Empero, para encontrar caza no tenían más remedio que adelantarse a la llamativa y ruidosa columna, y, por ello, nadie de la comitiva tuvo ocasión de comprobar lo útil que era el estribo de cuerdas y ninguno más lo adoptó. En realidad, no había necesidad de cazar y cuando comíamos jabalí, venado, alce o caza menor, era un simple lujo. El anciano Costula y los demás sirvientes de palacio habían cargado las acémilas con toda clase de provisiones necesarias aparte de exquisiteces; llevábamos también ropa para cambiarnos, aperos de reserva para las monturas y la carruca, flechas, cuerdas para los arcos y una serie de regalos suntuosos, elegidos por Amalamena, para ofrecérselos al emperador León: alhajas con esmaltes, alhajas engarzadas en oro y plata, cajas de jabón perfumado, toneles de buena cerveza amarga negra y otros artículos que los godos hacen mejor que nadie. (Aunque no le llevamos espadas serpenteadas.) Al ir tan bien provistos, y dado que en las tierras que cruzábamos había agua abundante y no faltaban granjas en las que procurarnos huevos frescos, pan, mantequilla y verdura, ni faltaban buenos pastos para los animales —en los que casi siempre dormíamos en cómodos montones de heno o cobertizos— viajábamos exentos de los rigores y dificultades que yo había temido por la princesa.

Naturalmente, ella y otros de Novae conocían mejor que yo el estado de los caminos, porque yo había mirado con escepticismo la incorporación a la caravana de la enorme y pesada carruca de la princesa, pero, aunque no encontramos una auténtica calzada romana amplia y bien pavimentada hasta ya cerca de nuestro destino, los caminos que utilizamos estaban bastante bien; cosa que, pensándolo bien, era de esperar; no sólo porque Constantinopla es la nueva Roma de Oriente, sino por ser el puerto principal de varios mares importantes e, igual que Roma, centro de una amplia red de carreteras. Las que nosotros seguimos nos llevaron en dirección sudeste a través de la provincia de Moesia Secunda, de la que Novae es la capital, y después a través de la provincia de Haemimontus, de una parte de la provincia de Ródope y, finalmente, a la provincia llamada Europa.

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