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Authors: Gary Jennings

Tags: #Historica

Halcón (85 page)

BOOK: Halcón
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Fue una hermosa mañana de mayo cuando partí de la granja, con la esperanza de tener aspecto más de vagabundo que de mariscal. No había manera de disimular la calidad de mi emVelox II, pero había encargado a los mozos de cuadra que no lo limpiasen ni peinasen los dos últimos días; por otra parte, yo iba vestido con prendas rudas y, aunque había afilado y pulido yo mismo la espada gótica, la llevaba en una vaina vieja y gastada.

Primero fui al palacio de Novae a decirle a Teodorico que marchaba. Nos despedimos sin ceremonia, pero él me deseó cordialmente em«mitos stáigos uh baírtos dagos» —«caminos rectos y días luminosos»—. Y, como había hecho otrora, me entregó un emmandatum con el sello real, certificando mi personalidad. Cuando salí al patio, me encontré con que el mayordomo Costula, a quien había confiado las riendas de mi caballo, sujetaba las riendas de otro más, que montaba la cosmeta Swanilda, vestida de viaje y con bagaje detrás de la silla.

— emGods dags, Swanilda —la saludé—. ¿Sales también de viaje?

— emJa, si me dejáis que os acompañe —contestó con voz un tanto temblorosa. Al acercarme, vi que tenía la cara hinchada y los ojos enrojecidos, y pensé que había estado llorando desde la muerte de su señora.

Cogí la riendas, despedí a Costula y dije cortésmente:

—Claro que sí, Swandila, puedes cabalgar conmigo un trecho hasta donde se separen nuestros caminos. ¿A dónde te diriges?

—Quiero acompañaros —respondió ella con voz más firme—. Me he enterado de que emprendéis un viaje muy largo y quiero ser vuestro escudero, vuestra sirvienta, vuestra compañera… lo que queráis que sea.

—Bueno, bueno. Vamos a ver… —comencé a replicar, pero ella continuó hablando animosa y con anhelo, casi apremiante. —He llorado a dos señoras muy queridas y ahora no tengo ama, por lo que deseo tener un amo. Y quiero que ese amo seáis vos, emsaio Thorn. Os ruego que no me lo neguéis. Sabéis que cabalgo bien y que he viajado mucho. Con vos fui hasta Constantinopla, y después me enviasteis a recorrer una distancia aún mayor… sola y vestida con vuestras ropas. ¿No recordáis cómo me enseñasteis a fingirme hombre y a correr o tirar algo en presencia de otros?…

En los años que conocía a Swanilda, nunca la había oído hablar tanto, pero ahora se había quedado sin respiración y aún pretendía continuar, por lo que intervine.

—Bien cierto, buena Swandila, pero en esos viajes cruzábamos las tierras relativamente civilizadas del imperio romano. Esta vez voy a aventurarme emen térra incógnita entre pueblos hostiles en los que quizá hay grupos salvajes y…

—Lo que es buen motivo para que me llevéis con vos. A un hombre solo se le mira con recelo y desconfianza, pero un hombre acompañado de una mujer resulta más normal y parece menos peligroso.

—¿Normal, eh? —repetí, conteniendo la risa. —O, si preferís, puedo ponerme vuestras ropas. También puede resultar conveniente hacerme pasar por vuestro aprendiz. O incluso… —desvió la mirada, avergonzada— vuestro muchacho.

—Escucha, Swanilda —repliqué con firmeza—, debes comprender que todos estos años —en parte en recuerdo de tu querida señora Amalamena— he evitado tomar esposa o consorte, a pesar de que se me ofrecían muchas oportunidades. emVái, la dama Aurora hasta quiso ofrecerme tu persona.

— emAj, ahora entiendo que no hayáis querido tomarme por esposa o consorte. Yo no me parezco en nada a Amalamena, y ni siquiera soy virgen, pero tampoco tengo mucha experiencia con los hombres. Empero, si me aceptáis sin compromiso mientras dure el viaje, os prometo que haré cuanto pueda para complaceros y me esforzaré por aprender cuanto queráis enseñarme. Y no os pido a cambio promesa alguna, emsaio Thorn. Cuando concluya el viaje, o cuando queráis, no tenéis más que decir: em«Swanilda, embasta», y sin queja alguna dejaré de ser vuestra amorosa compañera para convertirme en humilde sirvienta. No me lo neguéis, emsaio Thorn —añadió, tendiéndome una mano implorante y con boca temblorosa—. Sin ama ni amo, me siento desamparada y huérfana.

Aquello me llegó al corazón, pues yo también había sido huérfano. Y dije:

—Si vas a fingir que eres mi mujer o mi compañera, a partir de ahora no debes dirigirte a mí

diciéndome emsaio o amo, sino simplemente Thorn.

Al instante se le iluminó el rostro y, aún con el rostro hinchado y los ojos enrojecidos, estaba bellísima.

—Entonces, ¿me dejáis ir?

Y así lo hice; para lamentarlo toda mi vida.

CAPITULO 2

De nuevo volví a guiarme por el Danuvius, y los dos lo seguimos aguas abajo, rehaciendo la ruta que había tomado al huir de la Scythia de Estrabón. Aunque, como he dicho, nunca me ha gustado repetir las cosas, ahora, ufano y complacido como si me perteneciesen, señalaba a Swanilda los distintos lugares dignos de mención, los puntos en los que se disfrutaba de una hermosa vista y cosas que recordaba de mi anterior viaje, de modo que esta vez el camino se me antojaba nuevo y diferente. Por haber viajado con ella antes, sabía que sería una buena compañera con quien congeniaría, y así

fue; la muchacha no siempre había sido una doméstica melindrosa, me dijo. Se había criado en una tribu de cazadores y pastores de los bosques y era hábil cazando con la honda y mucho más guisando la pieza. (Incluso se había traído un pequeño caldero, cosa en la que yo jamás habría pensado.) De hecho, me enseñó muchas cosas de cocina ignoradas por el viejo Wyrd; aprendí que cuando se guisa carne, para que no se queme, se echan al puchero unas ramitas de abedul; que las ranas se cazan mejor de noche con una antorcha de juncos y una estaca aguzada y que las ancas son muy carnosas y apetitosas si se cuecen con diente de león, otra cosa que no habría podido imaginar.

Yo siempre había tenido gran consideración por Swanilda, pero ahora descubría que era una joya; no sólo por sus dotes prácticas como compañera de viaje, sino también por sus atractivos rasgos femeninos. Recuerdo cómo la primera noche después de salir de Novae, casi como por arte de magia prescindió de las burdas ropas de la jornada y se transformó en una joven dulce, esbelta y encantadora. Al atardecer, nos detuvimos en un amplio claro herboso, calentado por el sol, junto al río, donde guisamos una liebre que yo había cazado por el camino. Luego, fui a bañarme en la orilla, me vestí, regresé y, sin desvestirme, me metí bajo la piel para dormir. Hasta que no hizo noche cerrada, no fue Swanila a bañarse; estuvo chapoteando en la orilla un buen rato y yo me pregunté por qué se demoraría tanto. Resultó que había esperado a que saliera la luna, y, dejando sus ropas en la orilla, llegó al claro —

caminando despacio, tentadoramente para mí que la veía avanzar— tan sólo envuelta en la luz de la luna. Cuando se me echó en los brazos, dije con una mezcla de complacencia y admiración:

—Hermosa mía, sí que sabes llevar el atavío que corresponde a la ocasión. Ella se echó a reír y contestó tímidamente:

—Pero… ya te he dicho qué otras cosas… tienes que enseñármelas…

Bien, ya he dicho que había pocas cosas que pudiera enseñarla sobre viajar al descubierto, pero sí

que le enseñé otras, y ella era una aplicada estudiante, quizá porque la enseñanza mía era más lúdica que didáctica. Recuerdo, por ejemplo, una ocasión en que me dediqué a dictarle las palabras griegas para designar los pechos femeninos, y que yo había aprendido en Constantinopla. A Swanilda le parecieron instructivas y divertidas, porque en nuestro antiguo lenguaje sólo existía un vocablo para esa zona de la anatomía humana.

—Lo que llamamos el embrusts o el busto —dije yo—, en griego se llama el emkolpós, pero cada uno de éstos —añadí, rodeando suavemente con mi mano uno de sus senos— es un emmastós, y esta canal entre ellos —dije, acariciándosela— es el emstenón. Y la punta rosada de cada emmastós es el emstéthane —añadí, trazando un círculo con el dedo en torno a uno de los de ella— y el botoncito del centro del emstéthane se llama emthelé. Aj, mira lo que hace el emthelé cuando se le roza, Swanilda; en ese estado de erección se le llama el emhrusós.

—¿Y por qué crees, Thorn, que los griegos estimaron conveniente inventar tantas palabras? —

inquirió ella, con un delicioso temblor.

—Siempre fueron gente famosa por su inventiva, y tienen fama de ser mucho más sensuales y despreocupados que las razas del norte como la nuestra. Quizá las inventasen —aparte de otras muchas que denotan las partes y funciones del cuerpo humano— para que les sirviesen para hacer el amor con más voluptuosidad; o quizá para instruir a las jóvenes y a las vírgenes que desconocen el arte de hacer el amor. Como habrás advertido —y en este momento compruebas— la simple mención de las palabras y la demostración de a dónde se aplican ejercen un maravilloso efecto excitatorio en esas partes de la mujer. Como puede suponerse, a los dos nos parecía tan agradable el viaje que no nos dábamos prisa, y estábamos predispuestos a hacerlo durar lo más posible. Empero, al cabo de dos plácidas semanas aproximadamente, llegamos a la fortaleza ribereña de Durostorum, donde nos hospedamos en un buen emhospitium. Dejé a Swanilda disfrutando de la lujosa terma del establecimiento y me dirigí al empraetorium de la legión Itálica. El comandante que conocía de la anterior ocasión se había retirado y su sustituto era, naturalmente, subordinado de Teodorico, por lo que se mostró muy hospitalario con un mariscal del rey. Bebimos uno de los incontables vinos de Durostorum y me contó las últimas noticias de Novae; se trataba de simples informes rutinarios en los que no se hablaba para nada de movimientos inquietantes de Estrabón, con o sin sus presuntos aliados rugios, por lo que no había necesidad ni pretexto para abandonar la misión y regresar al lado de Teodorico.

—Tampoco hay necesidad de que continuéis penosamente viaje por tierra, emsaio Thorn —añadió el comandante muy atento—. ¿Por qué no tomáis una embarcación y descendéis cómodamente por el Danuvius? Llegaréis al mar Negro antes y menos cansado.

Me informé en la ribera de las posibilidades de alquilar una barca y allí mismo di con el primer rastro de los primitivos godos.

El segundo o tercer patrón de barca con quien hablé era un hombre lo bastante viejo para haber sido uno de ellos; me preguntó un tanto incrédulo por qué prefería pagar el considerable precio por llegar en barco hasta el mar Negro si no llevaba mercancías, y, como mi misión no guardaba secreto alguno, le dije sin ambages que quería dar con el primitvo país de mis ancestros godos.

— emAj, entonces sí que es un buen medio hacerlo en barca —replicó—. No tendréis que circunnavegar todo ese mar buscándolo. Yo puedo deciros la zona concreta en que vivieron los godos antiguamente. Está en el delta llamado las Bocas del Danuvius, donde el río vierte en ese mar.

—¿Y cómo lo sabéis? —dije yo, sin acabar de creérmelo.

— emVái, ¿no notáis por mi modo de hablar que soy un gépido? Además, los patrones y barqueros tenemos la obligación de saber quiénes habitan en las orillas del río. Y por eso sabemos quiénes vivían antaño; no ya ahora, sino siglos atrás. Y es bien sabido que, en la antigüedad, los godos habitaban esas Bocas del Danuvius. Muy bien. Si tenéis ese dinero para despilfarrarlo, os llevaré al delta. Le contraté inmediatamente, le insté a que se preparase para zarpar lo antes posible y le pagué un adelanto para que aprovisionase bien la embarcación con vituallas y pienso para dos caballos, además de buenos vinos de Durostorum para dos pasajeros. Regresé al emhospitium para unirme a Swanilda en un prolongado y placentero baño en la lujosa terma; tal vez el último antes de volver a la civilización. A la mañana siguiente, nuestra embarcación zarpó una vez que los marineros subieron los caballos y los trabaron debidamente en el centro; estaba yo ayudando a Swanilda a colocar nuestras pertenencias y a extender las pieles de dormir en la proa, cubierta con un dosel, cuando el patrón me llamó desde su puesto al timón:

—¿No os buscará ese jinete?

Me incorporé y vi en el muelle que acabábamos de abandonar un hombre a caballo. Se empinaba en la silla y se protegía los ojos del sol para atisbarnos, aunque sin saludar ni hacer gesto alguno; sólo pude apreciar que era delgado —desde el centro del río no distinguía sus facciones—, pero había en él algo que me resultaba familiar.

—Quizá sea un sirviente del emhospitium —dije a Swanilda—. ¿Nos habremos dejado algo?

Ella echó un vistazo a nuestras cosas y contestó:

—Nada importante.

Le indiqué al viejo al timón que continuase, y, en cuanto doblamos una curva del río, dejamos de ver el jinete del muelle y ya no volvimos a pensar en él.

El viaje río abajo fue como una continuación de la vida indolente que había llevado en Novae en los últimos tiempos. La corriente del Danuvius era mucho más rápida que el paso del caballo, pero en su curso bajo no había rápidos ni cascadas; no tenía nada que hacer ni me veía constreñido por los imponderables del viaje por tierra, y ni siquiera tenía que pensar en comprar comida. A veces echaba un sedal al agua para tener pescado fresco y una o dos veces, por gusto de probar, hice algún turno al timón. Swanilda se dedicó a hacer algunos arreglos cosiendo la ropa de la tripulación y les cortaba el pelo y la barba cuando lo requerían; pero los dos nos pasábamos casi todo el día repantigados, tostándonos al sol de verano y contemplando el paisaje y las embarcaciones que nos cruzábamos. Por la noche disfrutábamos de otros placeres. El único esfuerzo que hice en relación con mi encomienda, fue preguntar al viejo patrón si sabía cómo la rama gótica de la que procedía había dado en llamarse gépida. Pero no lo sabía, y sólo supo decirme: —¿Qué queréis decir? Nos llamamos así. Igual que este río se llama Danuvius.

El río se iba ensanchando cada vez más y llegó un momento en que flotábamos en la parte más ancha de él que había yo visto; y no dejaba de ensancharse. Finalmente, nos deslizábamos entre montículos e islitas separadas, bajas y llenas de árboles, pero deshabitadas. Luego, los árboles de aquellos trozos de tierra y los de las orillas comenzaron a disminuir, hasta que dejaron de ser bosques y sólo veíamos algún árbol que otro; después, únicamente era maleza, que, finalmente, dio paso a bajíos llenos de juncos y hierbas en los que flotaban tallos y pajas acumulados. El entorno empeoró con los enjambres de mosquitos y otros insectos que surgían de las zonas pantanosas, tan numerosos y molestos como los que yo conocía aguas arriba en la Puerta de Hierro. Fue en aquel momento del viaje cuando el patrón hizo un ademán y dijo: —Ahí las tenéis: las Bocas del Danuvius. — em¡Iésus! —exclamé—. ¿Nuestros antepasados godos se complacían en vivir en estas marismas?

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