—Bien. Así que en el imperio oriental gobiernan el embasileús Zenón y su embasílissa Ariadna. ¿Y en el occidental?
—Como os he dicho, Julius Nepos fue depuesto por un tal Orestes, que se ha proclamado general de los ejércitos, y Nepos ha huido a Salona en Iliria.
—Vamos a ver. ¿No es Salona el lugar en que…?
— emNaí —contestó Myros, asintiendo con la cabeza y sonriendo con malicia—. En donde el emperador Glicerio se exilió al ser depuesto por Nepos. No me preguntéis por qué Nepos fue a elegir Salona como refugio, porque allí el rencoroso Glicerio le ha hecho asesinar, cosa nada sorprendente.
— emGudisks Himins.
em—Ouá, la historia no acaba ahí —añadió el chambelán con fruición femenina por los chismorreos que me confiaba, y sólo en aquel momento me di cuenta de que debía ser un eunuco—. Evidentemente, en recompensa, Glicerio ha pasado del modesto obispado de Salona al mucho más importante arzobispado de Mediolanum en Italia.
— em¡Liufs Guth! Un obispo que comete regicidio y la Iglesia le premia con un destino mejor…
—Bueno —replicó Myros con gesto de disgusto—, son cosas de vuestra corrupta Iglesia Católica de Roma; nuestro buen patriarca Akakiós de la Iglesia Ortodoxa de Constantinopla no consentiría una cosa así.
—Espero. Bien, ¿quién es ahora el emperador en Roma?
—El hijo de ese general Orestes, Romulus, desdeñosamente llamado Augustulus.
—¿ Desdeñosamente ?
—No Augustus, sino Augustulus. Pequeño Augustus. Pequeño y no muy augusto. Así que su padre, igual que en el caso de León, es quien realmente gobierna. Pero nadie espera que Orestes ni Romulus Augustulus duren mucho.
—No sé yo —dije con un suspiro— si no habrá alguien que piense, como yo, que en el imperio romano reina un lamentable desbarajuste mayor que nunca. Emperadores de quita y pon, efímeros como mariposas; obispos asesinos que se convierten en arzobispos, santos que se sientan en lo alto de una columna y dejan caer emskeit en sus devotos…
—Ésta es vuestra residencia, emPresbeutés Akantha —dijo en aquel momento el chambelán—. El mejor emxenodokhoeíon de la ciudad. Espero que vos y vuestro séquito lo encontréis bien instalado y cómodo. ¿Tendréis la bondad de desmontar y entrar?
El edificio de mármol con su recinto tapiado tenía un suntuoso aspecto, pero no dejé que Myros notara mi admiración. Permanecí en el caballo y dije:
—No soy más que el mariscal del rey, responsable del alojamiento de su real hermana. Escoltad hasta aquí a la princesa —dije, volviéndome hacia mis arqueros— para que diga si este humilde acomodo le parece adecuado.
El emoikonómos adoptó una expresión molesta, pero desmontó del caballo para saludar a Amalamena, que ya se llegaba tranquilamente hacia nosotros en la carruca, y pude atisbar que había revestido sus mejores galas, adornándose con joyas y cosméticos. Como si yo le hubiese dado instrucciones, se limitó a dirigir una fría inclinación de cabeza a Myros que la obsequiaba con una profunda reverencia, pasó regia e inmutable por su lado con Swanilda y mis arqueros, y entró en el patio del edificio. El eunuco, ahora con gesto ofendido, siguió haciéndome las alabanzas del emxenodokhoeíon:
—Tiene unas lujosas termas privadas para mujeres en el ala izquierda, y vuestra residencia y la de vuestros ayudantes está a la derecha. Disponéis de numerosa servidumbre… incluidas esclavas de Khazar, especialmente escogidas por su belleza, y que os complacerán en lo que… ejem… necesitéis, a la par que pueden ponerse al servicio de la princesa.
Hice caso omiso de lo que me decía y dirigí una mirada castrense en derredor; la tapia que rodeaba el edificio no era muy alta y las puertas me parecieron más ornamentales que sólidas, por lo que pensé
que no era verosímil que nos tuvieran cautivos. De todos modos, estábamos muy dentro de la ciudad, encerrados en las murallas. Así, cuando Myros comenzó a decir: —Como alojamiento para vuestros hombres… —meneé enérgicamente la cabeza.
em—Oukh, oukh. Mis hombres son ostrogodos y no necesitan techo sobre sus cabezas ni almohadones bajo ellas; los dispondré aquí mismo en el patio. Y en cuanto a la servidumbre, en primer lugar quiero que nos traiga al mejor médico de la ciudad para que me garantice que a la princesa no le ha afectado el largo viaje.
—El emiatrós privado del emperador, el venerable Alektor os atenderá inmediatamente. No me ha pasado inadvertido que la princesa tenía aspecto avejentado y más frágil de lo que corresponde a su edad
—respondió el chambelán con rencor de eunuco.
También hice caso omiso de ese comentario. Cuando las mujeres y la escolta llegaron al edificio, Amalamena me dirigió una mirada de traviesa complicidad antes de dirigir otra fría inclinación de cabeza a Myros, dando a entender que la residencia era aceptable. Desmonté de emVelox y di instrucciones a mis arqueros para que descargasen de las acémilas los regalos que traíamos y los entregasen a los sirvientes del chambelán. Mientras lo hacían, Myros prosiguió:
—Como veis, princesa y mariscal, vuestro alojamiento está próximo a toda suerte de distracciones. Ahí está el hipódromo, en donde podéis disfrutar de los juegos, carreras y actuaciones teatrales; más allá, está la iglesia de Hagía Sophía, en la que podéis asistir a los oficios religiosos. Y ése es el Palacio Púrpura, en donde el emperador os concederá audiencia. El…
—Espero no estar aquí demasiado tiempo para tener que recurrir a tantas distracciones ni asistir a oficios religiosos. ¿Cuándo me recibirá Zenón?
— emOuá… pues, desde luego, se os comunicará con suficiente antelación para que os preparéis.
—¿Prepararme? ¿El qué tengo que preparar? Ya estoy preparado.
— emOukh, no, no creáis. Hay que observar ciertos formalismos. Se os comunicará por lo menos con un día de anticipación para que paséis la jornada en ayuno.
—¿En ayuno? No voy a recibir la Santa Comunión.
—Ejem. Luego, durante el día seréis conducido a la antecámara púrpura de presentación, en donde estarán expuestos vuestros regalos. Mientras os dirigís al trono, habréis de hacer tres respetuosos altos y cuando lleguéis ante el emperador no hace falta que os prosternéis, dada vuestra condición de embajador. Basta con que os arrodilléis y…
—¡Alto, eunuco! —exclamé enfurecido y grosero—. ¡No soy un humilde solicitante que viene a gimotear con halagos!
—Los datos ciertos sobre la historia de los godos se remontan a poco más de dos siglos atrás, en la época en que todos habitaban las tierras al norte del mar Negro. De épocas anteriores no disponemos de referencias dignas de crédito más que las emsaggwasteis fram aldrs, unas antiguas canciones que no corresponden a la verdad. Empero, todas mencionan una tierra de origen de los godos llamada Skandza y dicen que los godos emigraron de Skandza, cruzaron el océano sármata hasta el golfo Véndico y desembarcaron en las costa del ámbar. Y desde allí, a lo largo de un plazo de tiempo que no podemos concretar, llegaron a las orillas del mar Negro. —Thorn, lo que yo me propongo —añadió Teodorico— es que reconstruyas la emigración de los godos, pero en sentido inverso. Empieza en el mar Negro y sigue el rastro en dirección norte hasta donde halles pruebas de su paso. Tú eres un viajero avezado e intrépido, tienes admirable facilidad para las lenguas extranjeras y puedes preguntar en las poblaciones que halles a lo largo de la ruta migratoria. Eres un eminente escribano y puedes ir anotando todo lo que averigües, para después compilarlo en una historia coherente. Me gustaría hallar el rastro de esos godos de la antigüedad hasta la costa del ámbar, donde es evidente que desembarcaron, y su itinerario desde Skandza, si es que realmente procedían de allí y puedes descubrirlo.
Soas volvió a tomar la palabra.
—Los historiadores romanos hacen vagas menciones de una isla llamada Scandia, al extremo norte del océano Sármata. La similitud de nombres no puede ser casual; pero esaisla puede ser tan fantástica como las otras islas que citan los romanos, tales como Avalonnis y Ultima Thule. Aun si Scandia existe, es emtérra incógnita para nosotros.
—O, al menos, hasta que tú la encuentres, Thorn, emtérra nondum cognita —terció Teodorico—. También quiero prevenirte de que si ese tenue rastro te lleva a la costa del ámbar, tengas cuidado, pues es la tierra de esos rugios que Estrabón, según mis informes, trata de ganarse para hacernos la guerra. —
Tengo entendido que los rugios son un pueblo próspero por el comercio del ámbar que hay en su territorio
—dije yo—. ¿Por qué iban a abandonar esa actividad para dedicarse a la guerra?
— emAj, los mercaderes del ámbar sí que son ricos, emja. Pero los esclavos que lo extraen no ganan nada y tienen que subsistir pastoreando y trabajando una tierra estéril. Por consiguiente, como cualquier otra plebécula, son pobres y están descontentos con su suerte, y decididos a rebelarse o seguir cualquier opción que se les presente.
—Parece que nuestros antepasados godos —prosiguió Soas—, a partir del desembarco en el continente europeo, se diferenciaron en tres grupos, los baltos, que posteriormente se denominaron visigodos; los ámalos, que se convirtieron en ostrogodos, y los gépidos, que así siguen llamándose y que es palabra que parece derivar de «gepanta», lento, apático, perezoso, aunque yo no he visto ningún gépido que sea más perezoso que otra persona cualquiera.
—Thorn —dijo Teodorico, sonriendo—, quizá en tus exploraciones históricas puedas descubrir el significado de ese extraño nombre.
—Y hubo un grupo —siguió diciendo Soas— que se apartó totalmente de los otros godos durante la migración. Según las antiguas canciones, en cualquier caso. Parece ser que fue un grupo de mujeres que quedaron solas mientras los hombres acudían a una batalla, pero el enemigo rebasó sus líneas y cayó
sobre aquellas mujeres aisladas, pero ellas se defendieron con tanto encono que aniquilaron a los atacantes y a partir de entonces decidieron que no necesitaban a los hombres; eligieron una reina, siguieron su camino, se establecieron en algún lugar de Sarmatia y, no se sabe cuándo, dieron origen a la leyenda de las amazonas.
—Es muy poco probable —dijo Teodorico—. Si fuese cierto, la historia de los godos se remontaría al principio de la antigüedad, a una época anterior a la de los griegos, que fueron los primeros en escribir sobre las amazonas, hace unos novecientos años.
—Debo añadir —dijo Soas con sequedad— que ninguna de las emsaggws fram aldrs explica cómo las amazonas lograron reproducirse sin el concurso de varones.
—Yo he oído otro relato sobre mujeres godas —dije yo—, según el cual, los jefes godos expulsaron a unas emhaliuruns horrendas y estas brujas lograron reproducirse, pues, vagando por el campo, se emparejaron con demonios emskohl y su progenie fueron los temibles hunos. ¿Creéis que ese relato tiene algo que ver con el de las amazonas?
—Eso eres tú quien tiene que verificarlo y decírnoslo —terció Teodorico, dándome una palmada en la espalda—. ¡Por el martillo de Thor que me gustaría ir contigo! ¡Imagínate! Ver nuevos horizontes y resolver enigmas…
—Se me antoja una indagación difícil —dije yo—, y preferiría no estar lejos de aquí cuando te enfrentes a Estrabón y sus aliados.
—Si los rugios avanzan hacia el sur para unirse a él —respondió el rey, sin darle importancia—, tú
te enterarás antes que yo y puedes desplazarte con ellos. O quizá aprovechar el hallarte en su retaguardia. Bien que me complacería disponer de un Parménides tras las líneas enemigas. En cualquier caso, antes de que marches, enviaré mensajeros a todos los puntos de la rosa de los vientos para que soliciten a los monarcas de otros países y a los emlegati romanos que conozco que te autoricen el paso, te den hospitalidad y hagan cuanto puedan para facilitarte la misión. Y te mantendré informado durante el viaje de todo lo que suceda por aquí. Bien, te facilitaré, claro está, cuantas provisiones, monturas y escolta necesites.
¿Quieres un séquito ostentoso o unos cuantos guerreros decididos?
—Creo que nada de eso, emthags izvis. Prefiero ir solo en una misión tan delicada, y más si tengo que viajar sin llamar la atención entre pueblos hostiles. Iré armado, pero sin coraza; será mejor que en ciertos sitios no se percaten de que soy ostrogodo. No precisaré más que mi buen caballo y las provisiones que pueda llevar. emJa, iré como solía hacerlo antes, como un cazador errante.
— em¡Habái its swe! —exclamó Teodorico.
Era la primera vez en mucho tiempo que no le oía decir «¡Que así sea!»
Fui directamente desde palacio a mi casa en la ciudad, y allí seleccioné de los armarios y arcas unos cuantos vestidos de Veleda, más cosméticos y joyas. Me vestí de mujer y enrollé el resto, con la ropa de Thorn que había llevado puesta, en un hatillo. Al salir de la casa, cerré la puerta de la calle y llamé a la de la casa de al lado. La anciana que vivía en ella había saludado bastantes veces a Veleda, así que no se negó cuando la pedí que vigilase la morada mientras yo me «ausentaba un tiempo». Salí a caballo de la ciudad y me salí del camino para ocultarme en un bosquecillo y cambiarme de ropa y llegar a mi finca ataviado como el amo Thorn. Allí, en mi aposento, dejé los vestidos y accesorios de Veleda listos para incluirlos en el bagaje que pensaba llevar; no es que pensara utilizarlos en concreto, pero quería ir preparado por cualquier situación en que me conviniera ser Veleda en vez de Thorn. Los dos días siguientes los pasé dedicado a consultas con uno y otro de los libertos arrendatarios de mis tierras, quienes me pusieron al corriente de los asuntos de que estaban encargados y de los proyectos en curso. Di el visto bueno a algunos y otros los aplacé o los descarté; les di algunas ideas al respecto para que las tomaran en consideración, impartí instrucciones definitivas en algunos casos y, finalmente, quedé
satisfecho de que la granja siguiera funcionando normalmente sin merma de la producción mientras me hallase fuera. Durante esos dos días estuve pensando también en cosas que me fuesen útiles en el viaje y preparándolas para incluirlas en el bagaje, así como descartando las que no me hacían realmente falta. Finalmente, sólo empaqueté las ropas de Veleda, ropa de repuesto para Thorn, unas raciones extra, sedal y anzuelos, un frasco y un cuenco, una honda, pedernal y yesca y la piedra del emsol glitmuns, único objeto que conservaba de los tiempos del viejo Wyrd; las noches de aquellos dos días las pasé diciendo adiós, una a la mujer Naranj y otra a la muchacha Renata.