Read Harry Potter. La colección completa Online
Authors: J.K. Rowling
Tags: #Aventuras, Fantástico, Infantil y Juvenil, Intriga
«Me rindo —se dijo a sí mismo—. No puedo. No tendré más remedio que bajar al lago mañana y decírselo a los jueces...»
Se imaginó explicando que no podía hacer la prueba: vio ante sí la cara de sorpresa de Bagman, sus ojos como platos; y la sonrisa de satisfacción de Karkarov, con sus dientes amarillos; casi oyó realmente decir a Fleur Delacour: «Lo sabía... Es demasiado joven, no es más que un niño»; vio a Malfoy, al frente de la multitud, exhibiendo la insignia donde decía
POTTER APESTA
; vio la cara de tristeza y decepción de Hagrid...
Olvidando que tenía a
Crookshanks
en el regazo, se levantó de repente. El gato bufó molesto al caer al suelo, le dirigió a Harry una mirada de enfado y se marchó ofendido con su cola de cepillo levantada, pero en esos momentos Harry subía ya a toda prisa por la escalera de caracol que llevaba al dormitorio. Cogería la capa invisible y volvería a la biblioteca. Si no había más remedio, pasaría la noche en ella.
—
¡Lumos!
—susurró Harry quince minutos después, al abrir la puerta de la biblioteca.
Con la luz de la punta de la varita encendida, pasó por entre las estanterías, cogiendo más libros: libros sobre maleficios y encantamientos, sobre sirenas, tritones y monstruos marinos, sobre brujas y magos famosos, sobre inventos mágicos, sobre cualquier cosa que pudiera incluir una referencia de pasada a la supervivencia bajo el agua. Se los llevó a una mesa y se puso a trabajar, hojeando los libros al delgado haz de luz de la varita. De vez en cuando consultaba el reloj.
La una de la madrugada... las dos de la madrugada... la única forma de aguantar era repetirse una y otra vez: «En el próximo libro, lo encontraré en el próximo libro...»
La sirena del cuadro del baño de los prefectos se estaba riendo. Harry salía a flote como un corcho y se volvía a hundir en el agua espumosa que rodeaba la roca, mientras ella sujetaba la Saeta de Fuego por encima de la cabeza de él.
—¡Ven a cogerla! —le decía entre risas—. ¡Vamos, salta!
—¡No puedo! —respondía jadeando Harry, que intentaba alcanzar la Saeta de Fuego mientras hacía lo imposible por no hundirse—. ¡Dámela!
Pero ella se limitó a punzarlo en un costado con el palo de la escoba, riéndose.
—Me haces daño... quita... ¡ay!
—¡Harry Potter debe despertar, señor!
—¡Deja de golpearme!
—¡Dobby debe golpear a Harry Potter para que despierte, señor!
Abrió los ojos. Seguía en la biblioteca. La capa invisible se le había caído al dormirse, y la mejilla que tenía apoyada en el libro
Donde hay una varita, hay una manera
se le había pegado a la página. Se incorporó y se colocó bien las gafas, parpadeando ante la brillante luz del día.
—¡Harry Potter tiene que darse prisa! —chilló Dobby—. La segunda prueba comienza dentro de diez minutos, y Harry Potter...
—¿Diez minutos? —repitió Harry con voz ronca—. ¿Diez... diez minutos?
Miró su reloj. Dobby tenía razón: eran las nueve y veinte. Un enorme peso muerto le cayó del pecho al estómago.
—¡Aprisa, Harry Potter! —lo apremió Dobby, tirándole de la manga—. ¡Se supone que tiene que bajar al lago con los otros campeones, señor!
—Es demasiado tarde, Dobby —dijo Harry desesperanzado—. No puedo afrontar la prueba, porque no sé como...
—¡Harry Potter afrontará la prueba! —exclamó el elfo con su aguda vocecita—. Dobby sabía que Harry no había encontrado el libro adecuado, así que Dobby lo ha hecho por él.
—¿Qué? Pero tú no sabes en qué consiste la segunda prueba.
—¡Claro que Dobby lo sabe, señor! Harry Potter tiene que entrar en el lago, buscar su prenda...
—¿Buscar mi qué?
—... y liberarla de las sirenas y los tritones.
—¿Qué quiere decir «prenda»?
—Su prenda, señor, su prenda. ¡La prenda que le dio este jersey a Dobby!
Dobby tiraba del encogido jersey de color rojo oscuro que llevaba encima de los pantalones cortos.
—¿Qué? —dijo Harry con un hilo de voz—. ¿Tienen... tienen a Ron?
—¡Lo que Harry Potter más puede valorar, señor! —chilló Dobby—. Y pasada una hora...
—«... ¡negras perspectivas!» —recitó Harry, mirando horrorizado al elfo—; «demasiado tarde, ya no habrá salida...» ¿Qué tengo que hacer, Dobby?
—¡Tiene que comerse esto, señor! —dijo el elfo, y, metiéndose la mano en el bolsillo de los pantalones, sacó una bola de algo que parecían viscosas colas de rata de color gris verdoso—. Justo antes de entrar en el lago, señor:
¡
branquialgas!
—¿Para qué? —preguntó Harry, mirando las
branquialgas
.
—¡Gracias a ellas, Harry Potter podrá respirar bajo el agua, señor!
—Dobby —le dijo Harry frenético—, escucha... ¿estás seguro de eso?
No era fácil olvidar que la última vez que Dobby había intentado ayudarlo había acabado sin huesos en el brazo derecho.
—¡Dobby está completamente seguro, señor! —contestó el elfo muy serio—. Dobby oye cosas, señor. Es un elfo doméstico, y recorre el castillo encendiendo chimeneas y fregando suelos. Dobby oyó a la profesora McGonagall y al profesor Moody en la sala de profesores, hablando sobre la próxima prueba... ¡Dobby no puede permitir que Harry Potter pierda su prenda!
Las dudas de Harry quedaron despejadas. Poniéndose en pie de un salto, se quitó la capa invisible, la guardó en la mochila, cogió las
branquialgas
y se las metió en el bolsillo, y luego salió a toda velocidad de la biblioteca, con Dobby pisándole los talones.
—¡Dobby tiene que volver a las cocinas, señor! —chilló Dobby al entrar en el corredor—. Si no, se darán cuenta de que no está. ¡Buena suerte, Harry Potter, señor, buena suerte!
—¡Hasta luego, Dobby! —gritó Harry, que echó a correr lo más aprisa que podía por el corredor, y luego bajó los peldaños de la escalera de tres en tres.
En el vestíbulo se encontró con algunos rezagados que dejaban el Gran Comedor después de desayunar y, traspasando las puertas de roble, se dirigían al lago para contemplar la segunda prueba. Se quedaron mirando a Harry, que pasó a su lado como una flecha, arrollando a Colin y Dennis Creevey al sortear de un salto la breve escalinata de piedra, para luego salir al frío y claro exterior.
Al bajar a la carrera por la explanada, vio que las mismas tribunas que habían rodeado en noviembre el cercado de los dragones estaban ahora dispuestas a lo largo de una de las orillas del lago. Las gradas, llenas a rebosar, se reflejaban en el agua. El eco de la algarabía de la emocionada multitud se propagaba de forma extraña por la superficie del agua y llegaba hasta la orilla por la que Harry corría a toda velocidad hacia el tribunal, que estaba sentado en el borde del lago a una mesa cubierta con tela dorada. Cedric, Fleur y Krum se hallaban junto a la mesa, y lo observaban acercarse.
—Estoy... aquí... —dijo sin aliento Harry, que patinó en el barro al tratar de detenerse en seco y salpicó sin querer la túnica de Fleur.
—¿Dónde estabas? —inquirió una voz severa y autoritaria—. ¡La prueba está a punto de dar comienzo!
Miró hacia el lugar del que provenía la voz. Era Percy Weasley, sentado a la mesa del tribunal. Nuevamente faltaba el señor Crouch.
—¡Bueno, bueno, Percy! —dijo Ludo Bagman, que parecía muy contento de ver a Harry—. ¡Dejémoslo que recupere el aliento!
Dumbledore le sonrió, pero Karkarov y Madame Maxime no parecían nada contentos de verlo... Por las caras, resultaba obvio que habían pensado que no aparecería.
Se inclinó hacia delante poniendo las manos en las rodillas, y respiró hondo. Tenía flato en el costado, que le dolía como un cuchillo clavado entre las costillas, pero no había tiempo para esperar a que se le pasara. Ludo Bagman iba en aquel momento entre los campeones, espaciándolos por la orilla del lago a una distancia de tres metros. Harry quedó en un extremo, al lado de Krum, que se había puesto el bañador y sostenía en la mano la varita.
—¿Todo bien, Harry? —susurró Bagman, distanciándolo un poco más de Krum—. ¿Tienes algún plan?
—Sí —musitó Harry, frotándose las costillas.
Bagman le dio un apretón en el hombro y volvió a la mesa del tribunal. Apuntó a la garganta con la varita como había hecho en los Mundiales, dijo
«¡Sonorus!»
, y su voz retumbó por las oscuras aguas hasta las tribunas.
—Bien, todos los campeones están listos para la segunda prueba, que comenzará cuando suene el silbato. Disponen exactamente de una hora para recuperar lo que se les ha quitado. Así que, cuando cuente tres: uno... dos... ¡tres!
El silbato sonó en el aire frío y calmado. Las tribunas se convirtieron en un hervidero de gritos y aplausos. Sin pararse a mirar lo que hacían los otros campeones, Harry se quitó zapatos y calcetines, sacó del bolsillo el puñado de
branquialgas
, se lo metió en la boca y entró en el lago.
El agua estaba tan fría que sintió que la piel de las piernas le quemaba como si hubiera entrado en fuego. A medida que se adentraba, la túnica empapada le pesaba cada vez más. El agua ya le llegaba a las rodillas, y los entumecidos pies se deslizaban por encima de sedimentos y piedras planas y viscosas. Masticaba las
branquialgas
con toda la prisa y fuerza de que era capaz. Eran desagradablemente gomosas, como tentáculos de pulpo. Cuando el agua helada le llegaba a la cintura, se detuvo, tragó las
branquialgas
y esperó a que sucediera algo.
Se dio cuenta de que había risas entre la multitud, y sabía que debía de parecer tonto, entrando en el agua sin mostrar ningún signo de poder mágico. En la parte del cuerpo que aún no se le había mojado tenía carne de gallina. Medio sumergido en el agua helada y con la brisa levantándole el pelo, empezó a tiritar. Evitó mirar hacia las tribunas. La risa se hacía más fuerte, y los de Slytherin lo silbaban y abucheaban...
Entonces, de repente, sintió como si le hubieran tapado la boca y la nariz con una almohada invisible. Intentó respirar, pero eso hizo que la cabeza le diera vueltas. Tenía los pulmones vacíos, y notaba un dolor agudo a ambos lados del cuello.
Se llevó las manos a la garganta, y notó dos grandes rajas justo debajo de las orejas, agitándose en el aire frío: ¡eran agallas! Sin pararse a pensarlo, hizo lo único que tenía sentido en aquel momento: se echó al agua.
El primer trago de agua helada fue como respirar vida. La cabeza dejó de darle vueltas. Tomó otro trago de agua, y notó cómo pasaba suavemente por entre las branquias y le enviaba oxígeno al cerebro. Extendió las manos y se las miró: parecían verdes y fantasmales bajo el agua, y le habían nacido membranas entre los dedos. Se retorció para verse los pies desnudos: se habían alargado y también les habían salido membranas: era como si tuviera aletas.
El agua ya no parecía helada. Al contrario, resultaba agradablemente fresca y muy fácil de atravesar... Harry nadó, asombrándose de lo lejos y rápido que lo propulsaban por el agua sus pies con aspecto de aletas, y también de lo claramente que veía, y de que no necesitara parpadear. Se había alejado tanto de la orilla que ya no veía el fondo. Se hundió en las profundidades.
Al deslizarse por aquel paisaje extraño, oscuro y neblinoso, el silencio le presionaba los oídos. No veía más allá de tres metros a la redonda, de forma que, mientras nadaba velozmente, las cosas surgían de repente de la oscuridad: bosques de algas ondulantes y enmarañadas, extensas planicies de barro con piedras iluminadas por un levísimo resplandor. Bajó más y más hondo hacia las profundidades del lago, con los ojos abiertos, escudriñando, entre la misteriosa luz gris que lo rodeaba, las sombras que había más allá, donde el agua se volvía opaca.
Pequeños peces pasaban en todas direcciones como dardos de plata. Una o dos veces creyó ver algo más grande ante él, pero al acercarse descubría que no era otra cosa que algún tronco grande y ennegrecido o un denso macizo de algas. No había ni rastro de los otros campeones, de sirenas ni tritones, de Ron ni, afortunadamente, tampoco del calamar gigante.
Unas algas de color esmeralda de sesenta centímetros de altura se extendían ante él hasta donde le alcanzaba la vista, como un prado de hierba muy crecida. Miraba hacia delante sin parpadear, intentando distinguir alguna forma en la oscuridad... y entonces, sin previo aviso, algo lo agarró por el tobillo.
Se retorció para mirar y vio que un
grindylow
, un pequeño demonio marino con cuernos, le había aferrado la pierna con sus largos dedos y le enseñaba los afilados colmillos. Se apresuró a meterse en el bolsillo la mano membranosa, y buscó a tientas la varita mágica. Pero, para cuando logró hacerse con ella, otros dos
grindylows
habían salido de las algas y, cogiéndolo de la túnica, intentaban arrastrarlo hacia abajo.
—
¡Relaxo!
—gritó Harry.
Pero no salió ningún sonido de la boca, sino una burbuja grande, y la varita, en vez de lanzar chispas contra los
grindylows
, les arrojó lo que parecía un chorro de agua hirviendo, porque donde les daba les producía en la piel verde unas ronchas rojas de aspecto infeccioso. Harry se soltó el tobillo del
grindylow
y escapó tan rápido como pudo, echando a discreción de vez en cuando más chorros de agua hirviendo por encima del hombro. Cada vez que notaba que alguno de los
grindylows
le volvía a agarrar el tobillo, le lanzaba una patada muy fuerte. Por fin, sintió que su pie había golpeado una cabeza con cuernos; volviéndose a mirar, vio al aturdido
grindylow
alejarse en el agua, bizqueando, mientras sus compañeros amenazaban a Harry con el puño y se hundían otra vez entre las algas.
Aminoró un tanto, guardó la varita en la túnica, y miró en torno, escuchando, mientras describía en el agua un círculo completo. La presión del silencio contra los tímpanos se había incrementado. Debía de hallarse a mayor profundidad, pero nada se movía salvo las ondulantes algas.
—¿Cómo te va?
Harry creyó que le daba un infarto. Se volvió de inmediato, y vio a Myrtle
la Llorona
flotando vaporosamente delante de él, mirándolo a través de sus gruesas gafas nacaradas.
—¡Myrtle! —intentó gritar Harry.
Pero, una vez más, lo único que le salió de la boca fue una burbuja muy grande. Myrtle
la Llorona
se rió.
—¡Deberías mirar por allá! —le dijo, señalando en una dirección—. No te acompaño. No me gustan mucho: me persiguen cada vez que me acerco.