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Authors: J.K. Rowling
Tags: #Aventuras, Fantástico, Infantil y Juvenil, Intriga
—Supongo que he tenido suerte —contestó Harry porque Malfoy estaba cerca y podía oírlos.
Pero a la hora de comer, una vez instalados en la mesa de Gryffindor, Harry se sintió lo bastante a salvo de indiscreciones para contarles la verdad a sus amigos. La mirada de Hermione se iba endureciendo a cada palabra que pronunciaba Harry.
—Supongo que no pensarás que he hecho trampas —concluyó el muchacho, exasperado por la cara con que lo miraba su amiga.
—Hombre, tampoco puede decirse que hayas hecho el trabajo tú solo —repuso ella con frialdad.
—Lo único que hizo fue seguir unas instrucciones distintas de las que seguiste tú —razonó Ron—. El resultado habría podido ser catastrófico, ¿no? Pero Harry se arriesgó y le salió bien. —Exhaló un suspiro—. Slughorn habría podido darme a mí ese libro, pero no, a mí me dio uno sin ninguna anotación. Eso sí, creo que alguien le vomitó encima en la página cincuenta y dos…
—Un momento —dijo una voz cerca del oído de Harry, y el muchacho percibió una vaharada del perfume floral que había olido en la mazmorra de Slughorn. Era Ginny, que se unía a ellos—. ¿He oído bien? ¿Has seguido las instrucciones anotadas por alguien en un libro, Harry?
Ginny parecía enfadada y alarmada. Harry enseguida supo en qué estaba pensando.
—Descuida —la tranquilizó, bajando la voz—. No tiene nada que ver con… el diario de Ryddle. Sólo se trata de un viejo libro de texto en el que alguien hizo unos garabatos.
—Pero tú has hecho lo que ponía el libro, ¿no?
—Sólo probé algunos consejos anotados en los márgenes. En serio, Ginny, no hay nada de raro en…
—Ginny tiene razón —coincidió Hermione volviendo a animarse—. Tenemos que comprobar que no sea nada raro. Quién sabe, esas extrañas instrucciones…
—¡Eh! —protestó Harry al ver que su amiga le sacaba el viejo ejemplar de
Elaboración de pociones avanzadas
de la mochila y levantaba la varita.
—
¡Specialis revelio!
—exclamó Hermione, y golpeó la cubierta del libro con la punta de la varita.
No pasó nada. El libro siguió allí, igual de viejo, sucio y sobado que antes, sin alterarse lo más mínimo.
—¿Has terminado? —dijo Harry, molesto—. ¿O quieres esperar por si se pone a dar volteretas?
—Parece normal —admitió ella, pero siguió observándolo con recelo—. Es decir, parece… un libro de texto normal y corriente.
—Estupendo. Entonces me lo llevo —repuso él, agarrándolo, pero el libro se le escurrió y fue a parar abierto al suelo.
Harry se agachó para recogerlo y vio algo anotado en la última página. Tenía la misma caligrafía pequeña y apretada de las instrucciones gracias a las cuales había ganado la botella de
Felix Felicis
, que ya había guardado dentro de un calcetín que, a su vez, había escondido en su baúl. La anotación rezaba:
Este libro es propiedad del Príncipe Mestizo.
En las clases de Pociones del resto de la semana, Harry siguió poniendo en práctica los consejos del Príncipe Mestizo siempre que diferían de las instrucciones de Libatius Borage, de modo que en la cuarta clase Slughorn ya deliraba sobre las habilidades de Harry y aseguraba que pocas veces había tenido un alumno de tanto talento.
Esas alabanzas no les hacían ninguna gracia a Ron y Hermione. Pese a que Harry les había ofrecido compartir su libro, a Ron le costaba mucho descifrar la caligrafía del misterioso príncipe y Harry no podía leerle en voz alta todo el rato, porque habría levantado sospechas. Por su parte, Hermione se mantuvo firme y siguió trabajando con lo que ella denominaba «instrucciones oficiales», pero cada vez estaba más malhumorada porque éstas daban peores resultados que las del príncipe.
De vez en cuando, Harry se preguntaba quién habría sido ese personaje. Aunque la cantidad de deberes que les mandaban le impedía leer de cabo a rabo su ejemplar de
Elaboración de pociones avanzadas
, lo había ojeado lo suficiente para comprobar que apenas quedaba una página que no contuviese anotaciones al margen. Pero no todas estaban relacionadas con la elaboración de pociones, sino que algunas parecían hechizos inventados por el propio príncipe.
—O por «ella» —puntualizó Hermione después de oír cómo Harry le exponía esas ideas a Ron en la sala común, el sábado después de la cena—. A lo mejor era una chica. Creo que la letra parece más de chica que de chico.
—Firma «el Príncipe Mestizo» —le recordó Harry—. ¿Cuántas chicas conoces que sean «príncipes»?
Hermione no supo cómo rebatir ese argumento, así que se limitó a fruncir el entrecejo y retirar su redacción «Los principios de la rematerialización» del alcance de Ron, que intentaba leerla al revés.
Harry miró la hora en su reloj y guardó el misterioso libro en su mochila.
—Son las ocho menos cinco, tengo que irme o llegaré tarde a mi cita con Dumbledore.
—¡Oh! —exclamó Hermione, agrandando los ojos—. ¡Buena suerte! Te esperaremos levantados, estamos ansiosos por saber qué quiere enseñarte.
—Que te vaya bien —dijo Ron, y los dos se quedaron mirando cómo Harry salía por el hueco del retrato.
Avanzó por los desiertos pasillos con paso decidido, pero al doblar un recodo tuvo que esconderse precipitadamente detrás de una estatua porque vio a la profesora Trelawney, que iba murmurando al tiempo que mezclaba una baraja de sucias cartas que al parecer leía mientras andaba.
—Dos de picas: conflicto —musitó al pasar por delante de la estatua—. Siete de picas: mal augurio. Diez de picas: violencia. Jota de picas: un joven moreno, preocupado y… a quien no le cae bien la vidente. —Se detuvo en seco—. No puede ser —masculló con irritación.
Harry oyó cómo volvía a barajar las cartas y se ponía de nuevo en marcha, dejando tras de sí un olorcillo a jerez para cocinar.
Tras comprobar que la profesora se había marchado, echó a andar a buen paso hasta el lugar del pasillo del séptimo piso donde había una única gárgola pegada a la pared.
—Píldoras acidas —dijo Harry.
La gárgola se apartó y la pared de detrás, al abrirse, reveló una escalera de caracol de piedra que no cesaba de ascender con un movimiento continuo. Harry se montó en ella y dejó que lo transportara, describiendo círculos, hasta la puerta con aldaba de bronce del despacho de Dumbledore.
Llamó con los nudillos.
—Pasa.
—Buenas noches, señor —saludó al entrar en el despacho del director.
—Buenas noches, Harry. Siéntate —dijo Dumbledore, sonriente—. Espero que tu primera semana en el colegio haya resultado agradable.
—Sí, señor. Gracias.
—Debes de haber estado muy ocupado, pues ya tienes un castigo en tu haber.
—Es que… —balbuceó el chico, pero Dumbledore no parecía enfadado.
—He hablado con el profesor Snape y hemos acordado que cumplirás tu castigo el próximo sábado en lugar de hoy.
—De acuerdo —repuso Harry, que tenía cosas más urgentes en la cabeza que el castigo de Snape, y miró con disimulo en busca de algún indicio sobre lo que Dumbledore pensaba hacer con él esa noche. El despacho, de forma circular, ofrecía el mismo aspecto de siempre: los frágiles instrumentos de plata, zumbando y humeando, reposaban sobre las mesas de delgadas patas; los retratos de anteriores directores y directoras de Hogwarts dormitaban en sus marcos; y el magnífico fénix de Dumbledore,
Fawkes
, estaba en su percha, detrás de la puerta, observando a Harry con gran interés. Tampoco se apreciaba que Dumbledore hubiera apartado los muebles para realizar prácticas de duelo.
—Muy bien, Harry —dijo el director con tono serio y formal—. Imagino que te habrás preguntado qué he planeado para estas… llamémoslas clases, a falta de una palabra más apropiada.
—Sí, señor.
—Pues bien, he decidido que ha llegado el momento de que conozcas cierta información, ahora que ya sabes qué movió a lord Voldemort a intentar matarte hace quince años.
Hubo una pausa.
—Al final del curso pasado usted dijo que me lo explicaría todo —le recordó Harry, esforzándose por eliminar el deje acusador de su voz—. Señor —añadió.
—Es cierto —concedió Dumbledore con voz apacible—. Y te conté todo lo que sé. Pero a partir de ahora abandonaremos la firme base de los hechos y viajaremos por los turbios pantanos de la memoria hasta adentrarnos en la fronda de las más ilógicas conjeturas. A partir de aquí, Harry, puedo estar tan deplorablemente equivocado como Humphrey Belcher, quien creyó que se daban las circunstancias idóneas para inventar el caldero de queso.
—Pero usted cree que tiene razón, ¿no?
—Por supuesto que sí, pero ya te he demostrado que yo cometo errores, como todo ser humano. Y si me permites añadiré que, dado que soy más inteligente que la mayoría de los hombres, mis errores tienden a ser también más graves.
—Señor —dijo Harry con vacilación—, lo que va a contarme ¿tiene algo que ver con la profecía? ¿Me ayudará a… sobrevivir?
—Tiene mucho que ver con la profecía —confirmó Dumbledore sin darle importancia, como si le hubiera preguntado qué tiempo haría por la mañana—. Y espero, en efecto, que te ayude a sobrevivir.
Se levantó y pasó por el lado de Harry, quien, sin ponerse en pie, vio cómo el profesor se inclinaba sobre el armario que había junto a la puerta. Cuando se incorporó, tenía en la mano aquella vasija de piedra poco profunda, con extrañas inscripciones grabadas alrededor del borde. La colocó encima del escritorio, frente a Harry.
—Pareces preocupado.
Era verdad que Harry contemplaba el
pensadero
con cierta aprensión ya que, pese a que sus anteriores experiencias con ese extraño aparato, que almacenaba y revelaba pensamientos y recuerdos, resultaron muy instructivas, también fueron desagradables. La última vez que se había asomado a su contenido vio muchas más cosas de las que le habría gustado ver. Pero Dumbledore sonreía.
—Esta vez entrarás en el
pensadero
conmigo. Y con permiso, lo cual aún es más insólito.
—¿Adónde vamos, señor?
—Daremos un paseo por los recuerdos de Bob Ogden —contestó el anciano, y extrajo de su bolsillo una pequeña botella que contenía una sustancia plateada.
—¿Quién era Bob Ogden?
—Trabajaba para el Departamento de Seguridad Mágica. Hace tiempo que murió, pero logré localizarlo antes de que falleciera y conseguí que me confiara estos recuerdos. Nos disponemos a acompañarlo en una visita que realizó mientras cumplía sus obligaciones. Si haces el favor de ponerte en pie, Harry…
Pero a Dumbledore le costaba quitar el tapón de corcho de la botella; al parecer, la mano lesionada le dolía y la tenía agarrotada.
—¿Quiere que…? ¿Me deja probar, señor?
—No te preocupes, Harry. —Dumbledore apuntó su varita hacia la botella y el tapón salió despedido.
—¿Cómo se hizo eso en la mano, señor? —volvió a preguntar el muchacho, mirando los ennegrecidos dedos del director con una mezcla de repugnancia y lástima.
—No es momento para esa historia, Harry. Todavía no. Ahora tenemos una cita con Bob Ogden.
Vertió el plateado contenido de la botella, que no era ni líquido ni gaseoso, en el
pensadero
, donde empezó a arremolinarse y brillar.
—Tú primero —dijo Dumbledore señalando la vasija.
Harry se inclinó sobre el recipiente, respiró hondo y hundió la cara en la sustancia plateada. Notó que sus pies se separaban del suelo y empezó a caer por un oscuro torbellino, hasta que de pronto se encontró parpadeando bajo un sol deslumbrante. Antes de acostumbrarse al resplandor, Dumbledore ya aterrizaba a su lado.
Se hallaban en un camino rural bordeado de altos y enmarañados setos, bajo un cielo de verano tan azul e intenso como un nomeolvides. Delante de ellos, a unos pocos metros, había un individuo regordete y de escasa estatura. Llevaba unas gafas gruesísimas que le reducían los ojos al tamaño de motitas y estaba leyendo un poste indicador que sobresalía entre las zarzas del lado izquierdo del camino. Harry supuso que era Ogden, pues no se veía a nadie más por allí, y además llevaba el extraño surtido de prendas que solían elegir los magos inexpertos cuando intentaban parecerse a los
muggles
: en esta ocasión, una levita y polainas encima de un traje de baño de cuerpo entero a rayas. Sin embargo, antes de que tuvieran tiempo de otra cosa que tomar nota del absurdo atuendo del individuo, éste echó a andar a buen paso por el camino.
Dumbledore y Harry lo siguieron. Al pasar por delante del poste indicador, el muchacho leyó los dos letreros. El que señalaba el camino por el que ellos habían llegado decía: «Gran Hangleton, 8 kilómetros», y el que señalaba el camino tomado por Ogden indicaba: «Pequeño Hangleton, 2 kilómetros.»
Avanzaron un trecho sin ver otra cosa que setos, el inmenso cielo azul y la figura que iba delante de ellos agitando los faldones de la levita al andar. Al poco rato, el camino describió una curva hacia la izquierda y empezó a descender por la abrupta ladera de una colina para desembocar en un amplio valle. Harry divisó un pueblo, sin duda Pequeño Hangleton, enclavado entre dos empinadas colinas, y distinguió la iglesia y el cementerio. Al otro lado del valle, en la ladera de la colina de enfrente, se erigía una hermosa casa solariega rodeada de una amplia extensión de césped verde y aterciopelado.
Ogden, a su pesar, se había puesto a trotar debido a la pronunciada pendiente de la ladera. Dumbledore alargó el paso y Harry se apresuró para no quedarse rezagado. El muchacho dedujo que se dirigían a Pequeño Hangleton y se preguntó, como había hecho la noche que visitaron a Slughorn, por qué no se habían aparecido más cerca del pueblo. Sin embargo, pronto descubrió que su deducción estaba equivocada, pues el camino torcía hacia la derecha, alejándose del pueblo. Se apresuraron, y al salir de la curva vieron que los faldones de Ogden desaparecían por un hueco en el seto.
Fueron tras el hombre por un estrecho sendero de tierra bordeado por setos aún más altos y espesos que los del camino anterior. Era un sendero tortuoso, pedregoso y lleno de baches; también descendía bruscamente, y parecía conducir a un oscuro bosquecillo un poco más abajo. En efecto, poco después desembocó en él, y Dumbledore y Harry se detuvieron detrás de Ogden, que también se había detenido y sacado su varita.
Pese a que no había ni una nube en el cielo, los añosos árboles proyectaban grandes y frescas sombras, y Harry tardó unos segundos en distinguir un edificio semioculto entre la maraña de troncos. Le pareció un lugar muy extraño para construir una casa o, en cualquier caso, una extraña decisión la de permitir que los árboles crecieran tan cerca de ella tapando la luz y la panorámica del valle que se extendía más allá. Se preguntó si allí viviría alguien, puesto que las paredes estaban recubiertas de musgo y se habían caído tantas tejas que en algunos sitios se veían las vigas. Además, el edificio estaba rodeado de ortigas que llegaban hasta las pequeñas ventanas, perdidas de mugre. Con todo, cuando Harry acababa de deducir que allí no podía vivir nadie, una chirriante ventana se abrió y por ella salió un delgado hilo de vapor o humo, como si dentro estuvieran cocinando.