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Authors: J.K. Rowling
Tags: #Aventuras, Fantástico, Infantil y Juvenil, Intriga
—Gracias, Harry —musitó George, mientras Fred, a su lado, asentía fervientemente con la cabeza.
Harry les guiñó un ojo, se volvió hacia tío Vernon y lo siguió en silencio hacia la salida. No había por qué preocuparse todavía, se dijo mientras se acomodaba en el asiento posterior del coche de los Dursley.
Como le había dicho Hagrid, lo que tuviera que llegar, llegaría, y ya habría tiempo de plantarle cara.
Título original:
Harry Potter and the Order of the Phoenix
Traducción de Gemma Rovira Ortega
Editor del ePub original: Elvys (v2.0)
Las tediosas vacaciones de verano en casa de sus tíos todavía no han acabado y Harry se encuentra más inquieto que nunca. Apenas ha tenido noticias de Ron y Hermione, y presiente que algo extraño está sucediendo en Hogwarts. En efecto, cuando por fin comienza otro curso en el famoso colegio de magia y hechicería, sus temores se vuelven realidad. El Ministerio de Magia niega que Voldemort haya regresado y ha iniciado una campaña de desprestigio contra Harry y Dumbledore, para lo cual ha asignado a la horrible profesora Dolores Umbridge la tarea de vigilar todos sus movimientos. Así pues, además de sentirse solo e incomprendido, Harry sospecha que Voldemort puede adivinar sus pensamientos, e intuye que el temible mago trata de apoderarse de un objeto secreto que le permitiría recuperar su poder destructivo.
El día más caluroso en lo que iba de verano llegaba a su fin, y un silencio amodorrante se extendía sobre las grandes y cuadradas casas de Privet Drive. Los coches, normalmente relucientes, que había aparcados en las entradas de las casas estaban cubiertos de polvo, y las extensiones de césped, que solían ser de un verde esmeralda, estaban resecas y amarillentas porque se había prohibido el uso de mangueras debido a la sequía. Privados de los habituales pasatiempos de lavar el coche y de cortar el césped, los habitantes de Privet Drive se habían refugiado en el fresco interior de las casas, con las ventanas abiertas de par en par, en el vano intento de atraer una inexistente brisa. El único que se había quedado fuera era un muchacho que estaba tumbado boca arriba en un parterre de flores, frente al número 4.
Era un chico delgado, con el pelo negro y con gafas, que tenía el aspecto enclenque y ligeramente enfermizo de quien ha crecido mucho en poco tiempo. Llevaba unos vaqueros rotos y sucios, una camiseta ancha y desteñida, y las suelas de sus zapatillas de deporte estaban desprendiéndose por la parte superior. El aspecto de Harry Potter no le granjeaba el cariño de sus vecinos, quienes eran de esa clase de gente que cree que el desaliño debería estar castigado por la ley; pero como el chico se había escondido detrás de una enorme mata de hortensias, esa noche los transeúntes no podían verlo. De hecho, sólo habrían podido descubrirlo su tío Vernon o su tía Petunia, si hubieran asomado la cabeza por la ventana del salón y hubieran mirado hacia el parterre que había debajo.
En general, Harry creía que debía felicitarse por haber tenido la idea de esconderse allí. Quizá no estuviera muy cómodo tumbado sobre la dura y recalentada tierra, pero al menos en aquel lugar nadie le lanzaba miradas desafiantes ni hacía rechinar los dientes hasta tal punto que no podía oír las noticias, ni lo acribillaba a desagradables preguntas, como había ocurrido cada vez que había intentado sentarse en el salón para ver la televisión con sus tíos.
De pronto, como si aquel pensamiento hubiera entrado revoloteando por la ventana abierta, se oyó la voz de Vernon Dursley, el tío de Harry.
—Me alegro de comprobar que el chico ha dejado de intentar meterse donde no lo llaman. Pero ¿dónde andará?
—No lo sé —contestó tía Petunia con indiferencia—. En casa no está.
Tío Vernon soltó un gruñido.
—«Ver las noticias»… —dijo en tono mordaz—. Me gustaría saber qué es lo que se trae entre manos. Como si a los chicos normales les importara lo que dicen en el telediario. Dudley no tiene ni idea de lo que pasa en el mundo, ¡dudo que sepa siquiera cómo se llama el Primer Ministro! Además, ni que fueran a decir algo sobre su gente en nuestras noticias…
—¡Vernon! ¡Chissst! —le advirtió tía Petunia—. ¡La ventana está abierta!
—¡Ah, sí!… Lo siento, querida.
Los Dursley se quedaron callados. Harry oyó la cancioncilla publicitaria que anunciaba los cereales Fruit'n'Bran mientras observaba a la señora Figg, una anciana chiflada amante de los gatos que vivía en el cercano paseo Glicinia y que en ese momento caminaba sin ninguna prisa por la acera. Iba con el entrecejo fruncido y refunfuñaba, y Harry se alegró de estar escondido detrás de las hortensias, pues últimamente a la señora Figg le había dado por invitarlo a tomar el té cada vez que se lo encontraba en la calle. Ya había doblado la esquina y se había perdido de vista cuando la voz de tío Vernon volvió a salir flotando por la ventana.
—¿Y Dudders? ¿Ha ido a tomar el té?
—Sí, a casa de los Polkiss —respondió tía Petunia con ingenuidad—. Tiene tantos amiguitos, es tan popular…
Harry hizo un esfuerzo y contuvo un bufido. Los Dursley estaban en la inopia respecto a su hijo Dudley. Se habían tragado todas esas absurdas mentiras de que durante las vacaciones de verano cada tarde iba a tomar el té con diferentes miembros de su pandilla. Harry sabía muy bien que Dudley no había ido a tomar el té a ninguna parte: todas las noches él y sus amigos se dedicaban a destrozar el parque, fumaban en las esquinas y lanzaban piedras a los coches en marcha y a los niños que pasaban por la calle. Harry los había visto en acción durante sus paseos nocturnos por Little Whinging, pues había pasado la mayor parte de las vacaciones deambulando por las calles y hurgando en los cubos de basura en busca de periódicos.
Las primeras notas de la sintonía que anunciaba el telediario de las siete llegaron a los oídos de Harry, y se le contrajo el estómago. Quizá esa noche, por fin, tras un mes de espera…
—Un número récord de turistas en apuros llena los aeropuertos, ya que la huelga de los empleados españoles del servicio de equipajes alcanza su segunda semana…
—Ponerlos a dormir la siesta el resto de su vida, eso es lo que haría yo con ellos —gruñó tío Vernon cuando el locutor todavía no había terminado la frase, pero daba igual lo que dijera: fuera, en el parterre, Harry se relajó. Si hubiera pasado algo, era evidente que lo habrían contado al inicio del telediario; la muerte y la destrucción son más importantes que los turistas en apuros.
Harry suspiró lenta y profundamente y miró hacia el cielo, de un azul intenso. Aquel verano había experimentado lo mismo todos los días: la tensión, las expectativas, el alivio pasajero, y luego otra vez la tensión… Y siempre, cada vez más insistente, la pregunta de por qué no había pasado nada todavía.
Siguió escuchando por si descubría alguna pequeña pista que pudiera haber pasado desapercibida a los
muggles
: una desaparición sin resolver, quizá, o algún extraño accidente… Pero después de la noticia de la huelga de empleados del servicio de equipajes, dieron otra sobre la sequía que asolaba el sudeste del país («¡Espero que el vecino de al lado esté escuchando! —bramó tío Vernon—. ¡Ya sé que pone los aspersores en marcha a las tres de la madrugada!»); luego, otra de un helicóptero que había estado a punto de estrellarse en un campo de Surrey; y, a continuación, la del divorcio de una actriz famosa de su famoso marido («Como si nos interesaran sus sórdidos asuntos privados», comentó con desdén tía Petunia, que había seguido el caso obsesivamente en todas las revistas del corazón a las que había podido echar mano).
Harry cerró los ojos al intenso y resplandeciente azul del anochecer y oyó que el locutor decía:
—Y por último, el periquito Bungy ha descubierto una novedosa manera de refrescarse este verano. Bungy, que vive en el Cinco Plumas de Barnsley, ha aprendido a hacer esquí acuático! Mary Dorkins se ha desplazado hasta allí para darnos más detalles…
Harry abrió los ojos. Si habían llegado a la noticia de los periquitos que practicaban esquí acuático, no podía haber nada más que valiera la pena escuchar. Rodó con cuidado hasta quedar boca abajo y se puso a cuatro patas, preparado para salir gateando de su refugio bajo la ventana.
Se había movido unos cuantos centímetros cuando varias cosas sucedieron en un abrir y cerrar de ojos.
Una fuerte detonación, parecida al ruido de un disparo, rompió el perezoso silencio; un gato salió disparado de debajo de un coche aparcado y desapareció; del salón de los Dursley llegaron un chillido, un juramento y el ruido de porcelana rota, y como si ésa fuera la señal que Harry hubiera estado esperando, se puso en pie de un brinco al mismo tiempo que sacaba de la cintura de sus vaqueros una delgada varita mágica de madera, como si desenvainara una espada; pero antes de que pudiera enderezarse del todo, su coronilla chocó contra la ventana abierta de los Dursley. El ruido de la colisión hizo que tía Petunia gritara aún más fuerte.
Harry tuvo la impresión de que su cabeza se había partido por la mitad. Se tambaleó, con los ojos bañados en lágrimas, e intentó enfocar la calle para localizar el origen de la detonación, pero cuando apenas había conseguido recobrar el equilibrio, dos grandes manos moradas salieron por la ventana abierta y se cerraron con fuerza alrededor de su cuello.
—¡Guarda eso! —le gruñó tío Vernon al oído—. ¡Inmediatamente! ¡Antes de que alguien lo vea!
—¡Suél-ta-me! —exclamó Harry con voz entrecortada.
Forcejearon durante unos segundos; Harry tiraba de los dedos como salchichas de su tío con la mano izquierda, mientras con la derecha mantenía con firmeza su varita mágica en alto; entonces, al mismo tiempo que el dolor que Harry notaba en la coronilla le producía una punzada muy desagradable, tío Vernon dio un grito y lo soltó, como si hubiera recibido una descarga eléctrica. Al parecer una fuerza invisible había invadido a su sobrino y le había impedido sujetarlo.
Jadeando, Harry cayó hacia delante sobre la mata de hortensias, se enderezó y miró alrededor. No había ni rastro de lo que había causado la detonación, pero en cambio unas cuantas caras miraban desde varias ventanas cercanas. Harry se guardó apresuradamente la varita en los vaqueros e intentó adoptar una expresión inocente.
—¡Qué noche tan agradable! —gritó tío Vernon, saludando con la mano a la señora del número siete, la vecina de enfrente, que lo fulminaba con la mirada desde detrás de sus visillos—. ¿Ha oído cómo ha petardeado ese coche? ¡Petunia y yo nos hemos dado un susto de muerte!