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Authors: J.K. Rowling
Tags: #Aventuras, Fantástico, Infantil y Juvenil, Intriga
—No, yo soy profesor. He venido a ofrecerle a Tom una plaza en mi colegio.
—¿Y qué colegio es ése?
—Se llama Hogwarts.
—¿Y por qué se interesa por Tom?
—Creemos que tiene las cualidades que nosotros buscamos.
—¿Quiere decir que le han concedido una beca? ¿Cómo es posible? El nunca ha solicitado ninguna.
—Verá, está inscrito en nuestro colegio desde que nació.
—¿Quién lo inscribió? ¿Sus padres?
No cabía duda de que la señora Cole era una mujer aguda y perspicaz. Al parecer, Dumbledore también lo pensaba, porque sacó con disimulo su varita del bolsillo del traje de terciopelo al mismo tiempo que cogía una hoja en blanco que había encima de la mesa.
—Tome —dijo Dumbledore, y agitó una vez la varita mientras le tendía la hoja—. Creo que esto se lo aclarará todo.
Los ojos de la mujer se desenfocaron y volvieron a enfocarse al examinar con atención la hoja en blanco.
—Veo que está todo en orden —dijo al cabo, y se la devolvió a Dumbledore. Entonces su mirada se desvió hacia una botella de ginebra y dos vasos que no estaban allí unos segundos antes—. Hum… ¿le apetece un vasito de ginebra? —preguntó con tono afectado.
—Gracias —aceptó Dumbledore.
Pronto quedó claro que no era la primera vez que la señora Cole bebía esa clase de licor. Llenó ambos vasos con generosidad y vació el suyo de un trago. Se relamió sin disimulo, sonrió a Dumbledore por primera vez y él no vaciló en aprovechar su ventaja.
—¿Podría contarme algo acerca de la historia de Tom Ryddle? Creo que nació aquí, en el orfanato.
—Así es —confirmó la mujer, y se sirvió más ginebra—. Lo recuerdo perfectamente porque yo también acababa de llegar a este lugar. Era Nochevieja; nevaba y hacía un frío tremendo. Una noche muy desapacible… Una muchacha no mucho mayor que yo subió los escalones tambaleándose (bueno, no era la primera). La acogimos y tuvo el bebé al cabo de una hora. Y al cabo de otra, la pobre murió. —La señora Cole asintió con gravedad y se echó un buen trago al coleto.
—¿Dijo algo antes de morir? ¿Hizo algún comentario acerca del padre del niño, por ejemplo?
—Pues sí, resulta que sí —contestó la mujer, que parecía estar disfrutando con la ginebra y un público interesado por su relato—. Recuerdo que me dijo: «Espero que se parezca a su papá», y no le miento. Bueno, era comprensible que albergara esa esperanza, porque ella no era ninguna belleza. Luego añadió que quería que se llamara Tom, como su padre, y Sorvolo, como el padre de ella. Sí, ya sé que es un nombre muy raro, ¿verdad? Pensamos que quizá la chica provenía de algún circo. Y dijo también que el apellido del niño era Ryddle. Poco después murió sin haber pronunciado ni una palabra más.
»Así pues, llamamos al niño como su madre había pedido porque eso parecía importarle mucho a la pobre muchacha, pero ningún Tom, Sorvolo ni Ryddle vino nunca a buscarlo, ni ninguna otra familia, de modo que se quedó en el orfanato y no se ha movido de aquí desde entonces. —Casi sin darse cuenta, se sirvió otra ración de ginebra. En sus prominentes pómulos habían aparecido dos manchas rosa—. Es un chico extraño, la verdad —añadió.
—Sí —dijo Dumbledore—. Ya me imaginaba que lo sería.
—Ya era extraño de pequeño. Por ejemplo, casi nunca lloraba. Y más adelante, cuando creció un poco, hacía cosas… raras.
—¿Raras en qué sentido?
—Verá, él… —Pero se interrumpió. Dumbledore le lanzó una mirada expectante—. ¿Seguro que Tom dispone de una plaza en ese colegio? —preguntó, recelosa.
—Segurísimo.
—¿Y nada de lo que yo diga podrá cambiar eso?
—No, nada.
—¿Se lo va a llevar a pesar de todo, diga lo que yo diga?
—Diga lo que usted diga —asintió Dumbledore con gravedad.
La mujer entornó los ojos y lo escudriñó como sopesando si podía confiar en él. Por lo visto decidió que sí, porque dijo:
—Pues la verdad es que los otros niños le tienen miedo.
—¿Quiere decir que los maltrata?
—Sospecho que sí —contestó la señora Cole frunciendo la frente—, pero es muy difícil pillarlo in fraganti. Ha habido incidentes… han sucedido cosas desagradables…
Dumbledore no quiso insistir, aunque Harry advirtió su interés en aquellas revelaciones. Ella bebió otro sorbo de ginebra y el rubor de las mejillas se le acentuó.
—Billy Stubbs tenía un conejo… Bueno, Tom juró que no había sido él y yo no me explico cómo pudo hacerlo, pero, aun así, no creo que se ahorcara él sólito de una viga, ¿no?
—No, no parece posible —coincidió Dumbledore.
—Pues ya me dirá cómo subió Tom allí arriba para colgar al pobre animal. Lo único que sé es que Billy y él habían discutido el día anterior. —Bebió otro sorbo y esta vez se le derramó un poco por la barbilla—. Y entonces… el día de la excursión de verano (una vez al año los llevamos a pasear, ya sabe, al campo o la playa), pues bien, Amy Benson y Dennis Bishop nunca volvieron a ser los mismos, y lo único que pudimos sonsacarles fue que habían entrado en una cueva con Tom Ryddle. Él dijo que sólo habían ido a explorar, pero sé que allí dentro pasó algo. Y han sucedido muchas cosas más, cosas extrañas… —Volvió a mirar a Dumbledore, y aunque tenía las mejillas encendidas, su mirada traslucía firmeza—. Creo que nadie lamentará no volver a verlo.
—Ha de saber que no vamos a quedárnoslo para siempre —aclaró él—. Tendrá que regresar aquí, como mínimo, todos los veranos.
—Ah, bueno, mejor eso que un porrazo en la nariz con un atizador oxidado —repuso ella hipando ligeramente. Se levantó, y a Harry le impresionó ver que mantenía la compostura pese a que habían desaparecido dos tercios de la botella de ginebra—. Imagino que querrá verlo.
—Sí, desde luego —afirmó Dumbledore, y también se puso en pie.
Una vez hubieron salido del despacho, la señora Cole lo guió y subieron por una escalera de piedra; por el camino iba repartiendo instrucciones y advertencias a ayudantas y niños. Harry se fijó en que todos los huérfanos llevaban el mismo uniforme gris. Se los veía bastante bien cuidados, pero evidentemente tenía que ser muy deprimente crecer en un lugar como aquél.
—Es aquí —anunció la mujer cuando llegaron al segundo rellano y se pararon delante de la primera puerta de un largo pasillo. Llamó dos veces con los nudillos y entró—. ¿Tom? Tienes visita. Te presento al señor Dumberton… Perdón, Dunderbore. Ha venido a decirte… Bueno, será mejor que te lo explique él.
Harry y los dos Dumbledores entraron, y la señora Cole salió y cerró la puerta. Era una habitación pequeña y con escaso mobiliario: un viejo armario, un camastro de hierro y poca cosa más. Un chico estaba sentado sobre las mantas grises, con las piernas estiradas y un libro en las manos.
En la cara de Tom Ryddle no había ni rastro de los Gaunt. El último deseo de Mérope se había cumplido: Tom era su apuesto padre en miniatura. Era alto para sus once años, de cabello castaño oscuro y piel clara. El chico entornó los ojos mientras examinaba el extravagante atuendo de su visitante. Hubo un breve silencio.
—¿Cómo estás, Tom? —preguntó Dumbledore al cabo, acercándose para tenderle la mano.
Tras vacilar un momento, el chico se la estrechó. El profesor acercó una silla y la puso al lado de la cama, de modo que parecían un paciente de hospital y un visitante.
—Soy el profesor Dumbledore.
—¿Profesor? —repitió Tom con desconfianza—. ¿No será un médico? ¿A qué ha venido? ¿Lo ha llamado ella para que me examine?
—No, por supuesto que no —repuso Dumbledore con una sonrisa.
—No le creo. Ella quiere que me examinen, ¿no es eso? ¡Diga la verdad! —exclamó de pronto con una voz potente que casi intimidaba.
Era una orden, y saltaba a la vista que no era la primera vez que la daba. Fulminó con la mirada a Dumbledore, que seguía sonriendo tan tranquilo. Al cabo de unos segundos, el chico dejó de mirarlo con hostilidad, aunque parecía más desconfiado que antes.
—¿Quién es usted?
—Ya te lo he dicho. Soy el profesor Dumbledore y trabajo en un colegio llamado Hogwarts. He venido a ofrecerte una plaza en mi colegio, en tu nuevo colegio, si es que quieres ir.
La reacción de Tom Ryddle fue sorprendente: saltó de la cama y se apartó cuanto pudo de Dumbledore.
—¡A mí no me engaña! —exclamó furioso—. Usted viene del manicomio, ¿no es así? «Profesor», ya, claro. Pues no voy a ir al manicomio, ¿se entera? A la que deberían encerrar es a esa vieja arpía. ¡Nunca les he hecho nada ni a la pequeña Amy Benson ni a Dennis Bishop! ¡Puede preguntárselo, ellos se lo confirmarán!
—No vengo del manicomio —repuso el profesor con paciencia—. Soy maestro, y si haces el favor de sentarte y escucharme, te hablaré de Hogwarts. Y si al final no te interesa, nadie te obligará a ir.
—Que lo intenten —bravuconeó el chico.
—Hogwarts —prosiguió el joven Dumbledore, haciendo caso omiso de la bravata— es un colegio para gente con habilidades especiales.
—¡Yo no estoy loco!
—Ya sé que no lo estás. Hogwarts no es un colegio para locos. Es un colegio de magia.
De nuevo hubo un silencio. Tom Ryddle se había quedado de piedra, con gesto inexpresivo, pero su mirada iba rápidamente de un ojo de Dumbledore al otro, como si intentara descubrir algún signo de mentira en uno de los dos.
—¿De magia? —repitió en un susurro.
—Exacto.
—¿Es… magia lo que yo sé hacer?
—¿Qué sabes hacer?
—Muchas cosas —musitó. Un rubor de emoción le ascendía desde el cuello hasta las hundidas mejillas; parecía afiebrado—. Puedo hacer que los objetos se muevan sin tocarlos; puedo hacer que los animales hagan lo que yo les pido, sin adiestrarlos; puedo hacer que les pasen cosas desagradables a los que me molestan; puedo hacerles daño si quiero… —Le temblaban las piernas. Dio unos pasos, vacilante, se sentó en la cama y se quedó mirándose las manos con la cabeza gacha, como si rezara—. Sabía que soy diferente —susurró a sus temblorosos dedos—. Sabía que soy especial. Siempre supe que pasaba algo.
—Pues tenías razón —dijo Dumbledore, que ya no sonreía y lo observaba con atención—. Eres un mago.
Tom levantó la cabeza, el rostro demudado en una expresión de intensa felicidad. Sin embargo, por algún extraño motivo, eso no lo hacía más atractivo; más bien al contrario: sus delicadas facciones parecían más duras y su expresión resultaba casi cruel.
—¿Usted también es mago?
—Así es.
—Demuéstremelo —exigió con el mismo tono autoritario de antes.
Dumbledore arqueó las cejas.
—Si aceptas tu plaza en Hogwarts, como creo que…
—¡Claro que la acepto!
—En ese caso, cuando te dirijas a mí me llamarás «profesor» o «señor».
El chico endureció las facciones una fracción de segundo, pero luego dijo con una voz tan educada que pareció casi irreconocible:
—Lo siento. Profesor, ¿podría demostrarme…?
Harry creía que Dumbledore no iba a acceder y le diría que ya habría tiempo para demostraciones prácticas en Hogwarts, porque en ese momento se encontraban en un edificio lleno de
muggles
y, por tanto, debían actuar con cautela. Sin embargo, se llevó una sorpresa al ver que Dumbledore sacaba su varita mágica de la chaqueta, apuntaba al destartalado armario que había en un rincón y la sacudía apenas.
El armario estalló en llamas.
Tom se levantó de un brinco. A Harry no le extrañó que se pusiera a gritar de rabia y espanto: sus objetos personales debían de estar dentro. Pero en cuanto el chico se volvió hacia Dumbledore, las llamas se extinguieron y el armario quedó completamente intacto. Tom miró varias veces a Dumbledore y al armario; entonces, con gesto de avidez, señaló la varita mágica.
—¿Dónde puedo conseguir una cosa de ésas?
—Todo a su debido tiempo. Mira, yo diría que hay algo que intenta salir de tu armario. —Y, en efecto, se oía un débil golpeteo proveniente del mueble. Tom, por primera vez, pareció asustado—. Ábrelo —ordenó Dumbledore.
El chico vaciló, pero cruzó la habitación y lo abrió de par en par. En el estante superior, encima de una barra de la que colgaban algunas prendas raídas, había una pequeña caja de cartón que se agitaba y vibraba, como si contuviese varios ratones frenéticos.
—Sácala, Tom. —Ryddle cogió la temblorosa caja con gesto contrariado—. ¿Hay algo en esa caja que no deberías tener?
El muchacho le lanzó una mirada diáfana y calculadora.
—Sí, supongo que sí, señor —contestó al fin con voz monocorde.
—Ábrela.
Lo hizo y vació su contenido en la cama, sin mirarlo. Harry, que esperaba descubrir algo mucho más emocionante, vio un revoltijo de objetos normales y corrientes, entre ellos un yoyó, un dedal de plata y una vieja armónica. Los objetos dejaron de temblar y se quedaron quietos encima de las delgadas mantas.
—Se los devolverás a sus propietarios y te disculparás —dijo Dumbledore al mismo tiempo que se guardaba la varita en la chaqueta—. Sabré si lo has hecho o no. Y te lo advierto: en Hogwarts no se toleran los robos.
Tom Ryddle no parecía ni remotamente avergonzado; seguía mirando con frialdad a Dumbledore, como si intentara formarse un juicio sobre él. Al cabo dijo con la misma voz monocorde:
—Sí, señor.
—En Hogwarts no sólo te enseñaremos a utilizar la magia, sino también a controlarla. Has estado empleando tus poderes (involuntariamente, claro) de un modo que en nuestro colegio no se enseña ni se consiente. No eres el primero, ni serás el último, que no sabe controlar su magia. Pero te comunico que el colegio puede expulsar a los alumnos no gratos, y el Ministerio de Magia (sí, existe un ministerio) impone castigos aún más severos a los infractores de la ley. Todos los nuevos magos, al entrar en nuestro mundo, deben comprometerse a respetar nuestras leyes.
—Sí, señor —repitió Tom.
Era imposible saber qué estaba pensando porque su rostro seguía sin revelar emoción alguna. Devolvió el pequeño alijo de objetos robados a la caja de cartón y, cuando hubo terminado, se volvió hacia Dumbledore y dijo sin rodeos:
—No tengo dinero.
—Eso tiene fácil remedio. —Y sacó una bolsita de monedas—. En Hogwarts hay un fondo destinado a quienes necesitan ayuda para comprar los libros y las túnicas. Algunos libros de hechizos quizá tengas que adquirirlos de segunda mano, pero…
—¿Dónde se compran los libros de hechizos? —lo interrumpió el chico, que había cogido la pesada bolsita sin darle las gracias y examinaba un grueso galeón de oro.