Read Harry Potter. La colección completa Online
Authors: J.K. Rowling
Tags: #Aventuras, Fantástico, Infantil y Juvenil, Intriga
—¿Norma del colegio? —se extrañó Harry—. No.
—¿Ni ningún decreto ministerial? —puntualizó Fudge con enojo.
—Que yo sepa, no —contestó él con suavidad. El corazón seguía latiéndole muy deprisa. Valía la pena decir aquellas mentiras sólo para observar cómo a Fudge le aumentaba la presión sanguínea, pero Harry no veía cómo demonios iba a salirse con la suya; si alguien le había dado un chivatazo a la profesora Umbridge y le había hablado del
ED
, él, que era el líder, ya podía empezar a preparar su baúl.
—Entonces, ¿no sabes que hemos descubierto una organización estudiantil ilegal en este colegio? —continuó Fudge con una voz cargada de profunda ira.
—No, no lo sabía —aseguró Harry fingiendo inocencia y sorpresa; pero la expresión de su cara no resultaba muy convincente.
—Creo, señor ministro —intervino la profesora Umbridge con voz melosa—, que ahorraríamos tiempo si fuera a buscar a nuestra informadora.
—Sí, sí, claro —afirmó Fudge, y miró maliciosamente a Dumbledore mientras la bruja salía del despacho—. No hay nada como un buen testigo, ¿verdad, Dumbledore?
—Nada, Cornelius —dijo el director con gravedad, e inclinó la cabeza.
Esperaron unos minutos, y durante ese tiempo nadie miró a nadie; entonces Harry oyó que la puerta se abría detrás de él. La profesora Umbridge entró en el despacho y pasó por su lado, sujetando por el hombro a Marietta, la amiga de pelo rizado de Cho, que se tapaba la cara con las manos.
—No tengas miedo, querida, no pasa nada —le aseguró la profesora Umbridge con ternura, dándole unas palmaditas en la espalda—. Tranquila, tranquila. Has hecho lo que tenías que hacer. El ministro está muy contento contigo. Le dirá a tu madre lo bien que te has portado. La madre de Marietta, señor ministro —añadió dirigiéndose a Fudge—, es Madame Edgecombe, del Departamento de Transportes Mágicos, Oficina de la Red Flu. Ha sido ella quien nos ha ayudado a vigilar las chimeneas de Hogwarts.
—¡Estupendo, estupendo! —exclamó Fudge, entusiasmado—. De tal palo, tal astilla, ¿eh? Bueno, querida, mírame, no seas tímida. Cuéntanos qué es lo que… ¡Gárgolas galopantes!
Cuando Marietta levantó la cabeza, Fudge pegó un salto hacia atrás, horrorizado, y estuvo a punto de caer al fuego de la chimenea. Maldijo en voz alta y le tuvo que dar un pisotón al dobladillo de su capa, que había empezado a humear. Marietta soltó un gemido y se levantó el cuello de la túnica hasta la altura de los ojos, pero todos habían visto ya que tenía la cara completamente desfigurada por una apretada franja de pústulas moradas que le cubrían la nariz y las mejillas formando la palabra
«CHIVATA»
.
—Ahora no te preocupes por los granos, querida —dijo la profesora Umbridge con impaciencia—. Quítate la túnica de la boca y cuéntale al ministro… —Pero Marietta emitió otro amortiguado gemido y movió con energía la cabeza haciendo un gesto negativo—. Está bien, boba, ya se lo contaré yo —le espetó la profesora, quien volvió a dibujar su repugnante sonrisa y dijo—: Verá, señor ministro, la señorita Edgecombe ha venido a mi despacho esta noche, poco después de la cena, y me ha comunicado que tenía que contarme una cosa. Me ha dicho que si iba a una sala secreta que hay en el séptimo piso, conocida como la Sala de los Menesteres, descubriría algo que me convenía saber. Le he formulado unas cuantas preguntas y ella ha reconocido que allí iba a celebrarse una especie de reunión. Desgraciadamente, en ese preciso instante ha entrado en funcionamiento este maleficio —señaló con desdén la cara tapada de Marietta—, y al verse la cara en mi espejo, la niña se ha alterado tanto que no ha podido explicarme nada más.
—Muy bien —dijo Fudge, y dirigió a Marietta una mirada que pretendía ser amable y paternal—, has sido muy valiente, querida, yendo a contárselo a la profesora Umbridge. Has hecho precisamente lo que tenías que hacer. Y ahora, ¿quieres explicarme qué ha pasado en esa reunión? ¿Cuál era su propósito? ¿Quién participaba en ella? —Pero Marietta, que tenía los ojos muy abiertos y cara de susto, se negó a hablar y se limitó a negar de nuevo con la cabeza—. ¿No tenemos ningún contraembrujo para esto? —le preguntó Fudge a la profesora Umbridge, impaciente, señalando el rostro de Marietta—. ¿Para que podamos hablar con libertad?
—Todavía no lo he encontrado —admitió de mala gana la profesora Umbridge, y Harry se sintió orgulloso del dominio que Hermione tenía de los embrujos—. Pero no importa que la niña no quiera hablar. Yo puedo relatar el resto de la historia. Como recordará, señor ministro, en octubre le envié un informe en el que explicaba que Potter se había reunido con unos cuantos compañeros suyos en el pub Cabeza de Puerco de Hogsmeade…
—¿Y qué pruebas tiene de eso? —la interrumpió la profesora McGonagall.
—Tengo el testimonio de Willy Widdershins, Minerva, que casualmente se encontraba en el pub en ese momento. Iba vendado de pies a cabeza, no lo niego, pero eso no le impedía oír —respondió la profesora Umbridge con petulancia—. Oyó todo lo que dijo Potter y se apresuró a venir al colegio para contarme…
—¡Ah, de modo que por eso no lo procesaron por poner los inodoros regurgitantes! —se indignó la profesora McGonagall arqueando las cejas—. ¡Qué gran ejemplo del funcionamiento de nuestro sistema judicial!
—¡Escándalo! ¡Corrupción! —bramó el retrato del mago corpulento de nariz roja que estaba colgado en la pared detrás de la mesa de Dumbledore—. ¡En mis tiempos el Ministerio no hacía tratos con pequeños delincuentes, no, señor!
—Gracias, Fortescue, ya basta —dijo Dumbledore con voz queda.
—El propósito de la reunión de Potter con esos estudiantes —continuó la profesora Umbridge— era convencerlos de que entraran a formar parte de una asociación ilegal, cuyo objetivo era estudiar hechizos y maldiciones que el Ministerio ha catalogado de inapropiados para su edad…
—Creo que comprobará que en eso se equivoca, Dolores —terció Dumbledore con serenidad mientras la miraba por encima de las gafas de media luna, que se le apoyaban hacia la mitad de la torcida nariz.
Harry observó al director. No veía cómo Dumbledore iba a salvarlo de aquel lío; si era verdad que Willy Widdershins había oído todo lo que él había dicho en Cabeza de Puerco, no tenía escapatoria.
—¡Aja! —explotó Fudge, que volvía a balancearse sobre la punta de los pies—. ¡Sí, oigamos el último cuento chino pensado para sacarle las castañas del fuego a Potter! Adelante, Dumbledore, adelante… Willy Widdershins mintió, ¿no? ¿O era el gemelo de Potter el que estaba en Cabeza de Puerco aquel día? ¿O esta vez hay también una sencilla explicación en la que intervienen una inversión en el tiempo, un muerto que resucita y un par de
dementores
invisibles?
Percy Weasley soltó una sonora carcajada.
—¡Muy bueno, señor ministro, muy bueno! —exclamó.
A Harry le habría encantado pegarle una patada. Entonces percibió, para su gran asombro, que Dumbledore también sonreía discretamente.
—Cornelius, no voy a negar, y estoy seguro de que Harry tampoco, que él estuvo en Cabeza de Puerco aquel día, ni que intentaba reclutar a estudiantes para formar un grupo para aprender hechizos y maldiciones. Me limitaba a señalar que Dolores se equivoca al afirmar que el grupo era ilegal en ese momento. Si haces memoria recordarás que el decreto ministerial que prohibía toda asociación estudiantil no entró en vigor hasta dos días después de que Harry celebrara esa reunión en Hogsmeade, y por lo tanto en Cabeza de Puerco no se violó ninguna norma.
Percy se quedó como si le hubieran tirado un cubo de agua helada por la cabeza. Fudge, por su parte, se quedó inmóvil a medio balanceo con la boca abierta.
La profesora Umbridge fue la primera en recuperarse.
—Todo eso está muy bien, señor director —dijo con una dulce sonrisa—, pero ya han pasado casi seis meses desde la entrada en vigor del Decreto de Enseñanza número veinticuatro. Aunque la primera reunión no fuera ilegal, sí lo han sido las que se han celebrado posteriormente.
—Bueno —admitió Dumbledore mirándola con educación e interés por encima de los entrelazados dedos—, lo serían, en efecto, si hubieran continuado después de la entrada en vigor del decreto. ¿Tiene usted alguna prueba de que esas reuniones hayan seguido celebrándose?
Mientras Dumbledore hablaba, Harry oyó un murmullo detrás de él y como si Kingsley susurrara. Habría jurado que también notaba algo que le rozaba el costado, algo muy suave, como una corriente de aire o un ala, pero miró hacia abajo y no vio nada.
—¿Alguna prueba? —repitió la profesora Umbridge con aquella espantosa y ancha sonrisa de sapo—. ¿Acaso no nos ha estado escuchando, Dumbledore? ¿Por qué cree que hemos llamado a la señorita Edgecombe?
—Ah, ¿es que puede hablarnos ella de seis meses de reuniones? —preguntó Dumbledore arqueando las cejas—. Tenía la impresión de que sólo nos estaba informando sobre una reunión que se celebraba esta noche.
—Señorita Edgecombe —se apresuró a decir la profesora Umbridge—, dinos desde cuándo se celebran esas reuniones, querida. Si quieres puedes limitarte a negar o a afirmar con la cabeza, estoy segura de que eso no hará que te salgan más granos. ¿Se han celebrado regularmente durante los seis últimos meses? —A Harry se le encogió el estómago. Ya estaba, habían llegado a un callejón sin salida, y ni siquiera Dumbledore iba a poder deshacer aquella sólida prueba en su contra— Di sí o no con la cabeza, querida —le indicó persuasivamente la profesora Umbridge a Marietta—. Ánimo, eso no reactivará el embrujo.
Todos los presentes miraron la parte superior de la cara de Marietta. Sólo se le veían los ojos, entre la túnica levantada y el rizado flequillo. Quizá fuera un efecto de la luz del fuego de la chimenea, pero sus ojos tenían una expresión ausente. Y entonces, para gran sorpresa de Harry, Marietta negó con la cabeza.
La profesora Umbridge miró rápidamente a Fudge y luego volvió a mirar a Marietta.
—Creo que no has entendido bien la pregunta, ¿verdad, querida? Te estoy preguntando si has asistido a esas reuniones durante los seis últimos meses. Sí, ¿verdad? —Marietta volvió a negar con la cabeza—. ¿Qué quieres decir con ese gesto? —inquirió la profesora Umbridge con mal genio.
—A mí me parece que está clarísimo —terció la profesora McGonagall con aspereza—. Que no ha habido reuniones secretas en los seis últimos meses. ¿Es eso correcto, señorita Edgecombe?
Marietta asintió.
—Pero ¡esta noche ha habido una reunión! —gritó furiosa la profesora Umbridge—. ¡Ha habido una reunión en la Sala de los Menesteres, tú misma me lo has dicho, Edgecombe! Y Potter era el jefe, ¿no?, Potter la organizó, Potter… ¿Por qué sigues negando con la cabeza, niña?
—Bueno, normalmente, cuando alguien mueve la cabeza de un lado a otro significa «No» —apuntó la profesora McGonagall con frialdad—. Así que, a menos que la señorita Edgecombe esté utilizando un lenguaje de signos que los humanos todavía no conocemos…
La profesora Umbridge agarró a Marietta por los hombros, la hizo girar para colocarla frente a ella y empezó a zarandearla con brusquedad. Dumbledore se puso en pie de inmediato con la varita levantada; Kingsley dio un paso adelante y la profesora Umbridge soltó a la chica y se apartó de ella agitando las manos, como si se las hubiera quemado.
—No puedo permitir que maltrate a mis alumnos, Dolores —afirmó Dumbledore, que, por primera vez, parecía enfadado.
—Haga el favor de calmarse, Madame Umbridge —dijo Kingsley con su lenta y grave voz—. Supongo que no querrá meterse en problemas, ¿no?
—Sí —dijo la profesora Umbridge, jadeante, y levantó la cabeza hacia la altísima figura de Kingsley—. Es decir, no… Tiene razón, Shacklebolt, es que… he perdido el control.
Marietta se había quedado exactamente donde la profesora Umbridge la había soltado. No parecía alterada por el repentino ataque de la profesora ni aliviada porque la hubiera soltado; seguía sujetando el cuello de su túnica bajo sus ojos ausentes, y miraba fijamente hacia delante.
De pronto Harry tuvo una sospecha relacionada con el susurro de Kingsley y con aquella cosa que había notado pasar a su lado.
—Dolores —dijo Fudge, como si intentara zanjar definitivamente el asunto—, la reunión de esta noche, la que estamos seguros de que se ha celebrado…
—Sí —repuso la profesora Umbridge serenándose—, sí… Bueno, la señorita Edgecombe me avisó y yo me dirigí de inmediato al séptimo piso, acompañada por ciertos alumnos dignos de confianza, para sorprender a los que participaban en la reunión. Sin embargo, al parecer se los previno de mi visita, porque, cuando llegamos al séptimo piso, los vimos correr por los pasillos en todas direcciones. Pero no importa. Tengo sus nombres, pues pedí a la señorita Parkinson que entrara en la Sala de los Menesteres para ver si se habían dejado algo allí. Necesitábamos pruebas, y la sala nos las ha proporcionado. —Harry vio, horrorizado, cómo la profesora Umbridge se sacaba del bolsillo la lista de nombres que habían colgado en la pared de la Sala de los Menesteres, y se la entregaba a Fudge—. En cuanto vi el nombre de Potter en la lista comprendí de qué iba el asunto —añadió con voz queda.
—Excelente —dijo Fudge, y exhibió una sonrisa de oreja a oreja—. Excelente, Dolores. Y… ¡rayos y truenos! —Miró a Dumbledore, que seguía de pie junto a Marietta, con la varita en la mano aunque sin apretarla—. ¿Ha visto cómo se llaman? —comentó Fudge en voz baja—. «Ejército de Dumbledore.»
El director estiró un brazo y cogió el trozo de pergamino de las manos de Fudge. Dio un vistazo al título que Hermione había escrito meses atrás y durante un momento pareció quedarse sin habla. Pero luego levantó la cabeza con una sonrisa en los labios.
—Bueno, el juego ha terminado —afirmó con sencillez—. ¿Quiere una confesión mía firmada, Cornelius, o bastará con una declaración ante estos testigos?
Harry vio que la profesora McGonagall y Kingsley se miraban. El miedo se reflejaba en sus caras. Y él no entendía qué estaba pasando, como tampoco parecía entenderlo Fudge.
—¿Una declaración? —repitió el ministro lentamente—. Pero ¿qué…?
—Ejército de Dumbledore, Cornelius —dijo el director sin dejar de sonreír mientras agitaba la lista de nombres ante la cara de Fudge—. Ejército de Potter no. Ejército de Dumbledore.
—Pero…, pero… —De pronto el rostro de Fudge se iluminó. Dio un paso hacia atrás, horrorizado, gritó y volvió a apartarse de un brinco del fuego—. ¿Usted? —susurró mientras volvía a patear su chamuscada capa.