Read Harry Potter. La colección completa Online
Authors: J.K. Rowling
Tags: #Aventuras, Fantástico, Infantil y Juvenil, Intriga
—Condúcenos, por favor —pidió el ministro a Ron—. No es necesario que nos acompañes, Arthur.
Harry advirtió que éste le dirigía una mirada de preocupación a su esposa cuando Ron, Hermione y él se levantaron de la mesa. Y mientras guiaban en silencio a Scrimgeour hacia la casa, intuyó que sus amigos estaban pensando lo mismo que él: de algún modo, el ministro debía de haberse enterado de que planeaban no asistir a Hogwarts ese año.
Scrimgeour no dijo nada mientras cruzaban la desordenada cocina y entraban en el salón. Aunque la débil y dorada luz del crepúsculo todavía bañaba el jardín, allí dentro ya estaba oscuro. Al entrar, Harry apuntó con su varita hacia las lámparas de aceite, que iluminaron la acogedora aunque deslucida estancia. El ministro se acomodó en la hundida butaca que solía ocupar el señor Weasley y los tres jóvenes se apretujaron en el sofá. Una vez que los cuatro se hubieron sentado, Scrimgeour tomó la palabra.
—Quiero haceros unas preguntas, y creo que será mejor que lo haga individualmente. Vosotros —señaló a Harry y Hermione— podéis esperar arriba. Empezaré con Ronald.
—No pensamos ir a ninguna parte —le espetó Harry mientras Hermione lo apoyaba asintiendo enérgicamente con la cabeza—. Puede interrogarnos a los tres juntos, o a ninguno.
Scrimgeour le lanzó una fría mirada. Harry tuvo la impresión de que el ministro trataba de decidir si valía la pena iniciar tan pronto las hostilidades.
—Está bien. Los tres a la vez, pues —concedió, y carraspeó antes de proseguir—: Como seguramente suponéis, estoy aquí para hablar con vosotros del testamento de Albus Dumbledore. —Los chicos se miraron perplejos—. ¡Vaya, os he dado una sorpresa! ¿He de deducir, entonces, que no sabíais que Dumbledore os ha dejado algo en herencia?
—¿A todos? —preguntó Ron—. ¿A Hermione y a mí también?
—Sí, a los…
Pero Harry lo interrumpió:
—Dumbledore murió hace más de un mes. ¿Por qué han tardado tanto en entregarnos lo que nos legó?
—Eso es obvio —intervino Hermione—. Querían examinarlo. ¡Pero no tenían derecho a hacerlo! —protestó, y le tembló un poco la voz.
—Tengo todo el derecho del mundo —se defendió Scrimgeour con menosprecio—. El Decreto para la confiscación justificable concede al ministerio poderes para incautar el contenido de un testamento…
—¡Esa ley se creó para impedir que los magos dejaran en herencia artilugios tenebrosos —argumentó Hermione—, y el ministerio ha de tener pruebas sólidas de que las pertenencias del difunto son ilegales antes de decomisarlas! ¿Insinúa que creyó que Dumbledore intentaba legarnos algún objeto maldito?
—¿Tiene intención de cursar la carrera de Derecho Mágico, señorita Granger? —ironizó Scrimgeour.
—No, no es mi propósito. ¡Pero espero hacer algo positivo en la vida!
Ron se echó a reír y Scrimgeour le lanzó un vistazo rápido, pero volvió a prestar atención a Harry, que le preguntaba:
—¿Y por qué ahora ha decidido darnos lo que nos pertenece? ¿Ya no se le ocurre ningún pretexto para retenerlo?
—Debe de ser porque ya han pasado los treinta y un días que marca la ley —respondió Hermione en lugar del ministro—. No es lícito retener los objetos más días, a menos que el ministerio logre demostrar que son peligrosos. ¿No es así?
—¿Opinas que tenías una estrecha relación con Dumbledore, Ronald? —preguntó Scrimgeour, haciendo oídos sordos a la pregunta de Hermione.
Ron se sorprendió.
—¿Yo? No… Bueno, no mucho. Siempre era Harry quien… —Echó una ojeada a sus amigos, y vio que Hermione le lanzaba una mirada de advertencia: «¡No digas ni una palabra más!»; pero el mal ya estaba hecho. Por lo visto, el ministro acababa de oír exactamente lo que quería, de manera que se abatió sobre la respuesta de Ron como un ave de presa.
—Si no tenías una relación muy estrecha con él, ¿cómo explicas que te recordara en su testamento? Hizo poquísimos legados personales, ya que la mayoría de sus posesiones (la biblioteca privada, los instrumentos mágicos y otros efectos personales) se las legó a Hogwarts. ¿Por qué crees que te eligió a ti?
—Pues… no lo sé. Yo… Cuando digo que no teníamos una relación muy estrecha… Es decir, creo que yo le caía bien…
—No seas tan modesto, Ron —terció Hermione—. Dumbledore te tenía mucho cariño.
Esa afirmación significaba estirar al máximo la verdad; que Harry supiera, Dumbledore y Ron nunca hablaron a solas, y el contacto directo entre los dos fue insignificante. Sin embargo, Scrimgeour no parecía escucharlos; metió una mano en su capa y sacó una bolsita no mucho más grande que el monedero que Hagrid le había regalado a Harry. Extrajo un rollo de pergamino, lo desenrolló y leyó en voz alta:
—«Última voluntad y testamento de Albus Percival Wulfric Brian Dumbledore…» Sí, aquí está: «… a Ronald Bilius Weasley le lego mi desiluminador, con la esperanza de que me recuerde cuando lo utilice».
El ministro sacó de la bolsa un objeto que Harry ya conocía; era parecido a un encendedor plateado, pero poseía el poder de absorber toda la luz de un lugar, y el de devolverla mediante un simple clic. Inclinándose hacia delante, el ministro le entregó el desiluminador a Ron, que lo cogió y lo hizo girar entre los dedos, atónito.
—Es un objeto muy valioso —comentó Scrimgeour sin dejar de observar al muchacho—, y es posible que sea único. Lo diseñó el propio Dumbledore, desde luego. ¿Por qué crees que te dejó un artículo tan exclusivo? —Ron negó con la cabeza, apabullado—. El antiguo director de Hogwarts tuvo a su cargo a miles de alumnos… Sin embargo, vosotros tres sois los únicos a quienes tuvo en cuenta en su testamento. ¿A qué se debe eso? ¿Para qué debió de pensar que usarías ese desiluminador, Weasley?
—Para apagar luces, supongo —musitó Ron—. ¿Qué otra cosa podría hacer con él?
El ministro no tenía ninguna otra sugerencia. Tras mirar a Ron con los ojos entornados, siguió leyendo:
—«A la señorita Hermione Jean Granger le lego mi ejemplar de
Los Cuentos de Beedle el Bardo
, con la esperanza de que lo encuentre ameno e instructivo.»
Scrimgeour sacó de la bolsa un librito que parecía tan antiguo como el ejemplar de
Los secretos de las artes más oscuras
que Hermione conservaba en el piso de arriba; la tapa estaba manchada y en algunos puntos despegada. Ella lo cogió sin decir nada, se lo puso en el regazo y se quedó observándolo. Harry se fijó en que el título estaba escrito con runas, pero él nunca había aprendido a leerlas. Mientras hacía estas consideraciones, percibió que una lágrima caía sobre los símbolos grabados.
—¿Por qué crees que te dejó Dumbledore este libro, Granger? —Era más o menos la misma pregunta que le había hecho a Ron.
—Porque… porque sabía que me encantan los libros —respondió Hermione con voz sorda, y se enjugó las lágrimas con la manga.
—Pero ¿por qué este libro en particular?
—No lo sé. Debió de pensar que me gustaría.
—¿Alguna vez hablaste con él de códigos, o de cualquier otra forma de transmitir mensajes secretos?
—No, nunca —contestó Hermione, que seguía enjugándose las lágrimas—. Y si el ministerio no ha encontrado ningún código oculto en este libro en treinta y un días, dudo que lo encuentre yo.
La chica reprimió un sollozo; estaban tan apretujados en el sofá que Ron tuvo dificultades para abrazarla. Scrimgeour siguió leyendo el testamento:
—«A Harry James Potter —dijo, y a Harry la emoción le cerró de golpe el estómago— le lego la
snitch
que atrapó en su primer partido de
quidditch
en Hogwarts, como recordatorio de las recompensas que se obtienen mediante la perseverancia y la pericia.»
Cuando el ministro extrajo la diminuta pelota dorada, del tamaño de una nuez y cuyas alas plateadas se agitaban débilmente, Harry no pudo evitar sentirse decepcionado.
—¿Por qué te dejaría Dumbledore esta
snitch
, Potter?
—Ni idea. Por las razones que usted acaba de leer, imagino: para recordarme lo que puedes conseguir si… perseveras y no sé qué más.
—Entonces, ¿crees que esto no es más que un obsequio simbólico?
—Supongo. ¿Qué otra cosa podría ser?
—Aquí el que hace las preguntas soy yo —le recordó Scrimgeour arrimando un poco más la butaca al sofá. Fuera anochecía, y por las ventanas se veía la carpa que se alzaba, fantasmagórica, detrás del seto—. He observado que tu pastel de cumpleaños tiene forma de
snitch
. ¿A qué se debe?
—Uy, no puede ser una referencia a que Harry sea un gran buscador, porque resultaría demasiado obvio —ironizó Hermione—. ¡Debe de haber un mensaje secreto de Dumbledore escondido en el recubrimiento de azúcar glasé!
—No creo que haya algo oculto en el glaseado —replicó Scrimgeour—, pero una
snitch
sería muy buen sitio para guardar un objeto pequeño. Ya sabéis por qué, ¿verdad?
Harry se encogió de hombros; Hermione, sin embargo, contestó, y él pensó que su amiga no había conseguido controlarse debido a lo arraigado que tenía el hábito de responder correctamente a cualquier pregunta.
—Porque las
snitch
es tienen memoria táctil —dijo ella.
—¿Quéeee? —saltaron Ron y Harry a la vez, extrañados, pues ambos consideraban que Hermione no sabía nada de
quidditch
.
—Correcto —confirmó el ministro—. Nadie toca una
snitch
hasta que la sueltan; ni siquiera el fabricante, que utiliza guantes. Ese tipo de pelotas lleva incorporado un sortilegio mediante el cual identifican al primer ser humano que las coge; facultad que resulta útil en caso de que se produzca una captura controvertida. Esta
snitch
—especificó sosteniendo en alto la diminuta pelota dorada—: recordará tu tacto, Potter. Se me ha ocurrido que quizá Dumbledore, que pese a sus muchos defectos poseía una prodigiosa habilidad mágica, encantó la
snitch
para que sólo pudieras abrirla tú.
A Harry se le aceleró el corazón, porque creía que Scrimgeour tenía razón. ¿Cómo podía evitar tocar la bola con la mano desnuda delante de él?
—No haces ningún comentario —observó Scrimgeour—. ¿No será que ya sabes qué contiene?
—No, no lo sé —contestó Harry, sin dejar de pensar en cómo se las ingeniaría para engañar al ministro y coger la
snitch
sin tocarla. Si hubiera dominado la
Legeremancia
, lo sabría y le habría leído el pensamiento a Hermione, a quien casi le detectaba los zumbidos del cerebro.
—Cógela —le ordenó Scrimgeour con serenidad.
Harry clavó la mirada en los amarillentos ojos del ministro y comprendió que no tenía opción. Así que tendió, una mano con la palma hacia arriba. Scrimgeour volvió a inclinarse y, con mucha parsimonia, se la puso encima.
Pero no pasó nada. Cuando Harry aferró la
snitch
, las cansadas alas de ésta se agitaron un poco y luego se quedaron quietas. Scrimgeour, Ron y Hermione siguieron observando la pelota con avidez, ahora parcialmente oculta, como si todavía esperaran que sufriera alguna transformación.
—Ha sido muy teatral —comentó Harry con frialdad, y sus amigos rieron.
—Bueno, ya está, ¿no? —dijo Hermione, e intentó levantarse del sofá.
—No del todo —replicó Scrimgeour con gesto de enojo—. Dumbledore te dejó un segundo legado, Potter.
—¿Qué es? —La emoción de Harry se reavivó.
Esta vez, el ministro no tuvo que leer el testamento, sino que dijo:
—La espada de Godric Gryffindor.
Hermione y Ron se pusieron en tensión. Harry miró alrededor en busca de la empuñadura con rubíes incrustados, pero Scrimgeour no sacó la espada de la bolsita de piel que, de cualquier forma, era demasiado pequeña para contenerla.
—¿Dónde está? —preguntó el muchacho con recelo.
—Por desgracia —replicó Scrimgeour—, Dumbledore no podía disponer de esa espada a su gusto, puesto que es una importante joya histórica y, como tal, pertenece…
—¡Le pertenece a Harry! —saltó Hermione—. La espada lo eligió, él fue quien la encontró, salió del Sombrero Seleccionador y fue…
—Según fuentes históricas fidedignas, la espada puede presentarse ante cualquier miembro respetable de Gryffindor —aclaró Scrimgeour—. Pero eso no la convierte en propiedad exclusiva de Potter, independientemente de lo que decidiera Dumbledore. —Se rascó la mal afeitada mejilla escudriñando el rostro de Harry—. ¿Por qué crees que…?
—¿… que Dumbledore quería regalarme la espada? —completó Harry, esforzándose por controlar su genio—. No sé, quizá imaginó que quedaría bien colgada en la pared de mi habitación.
—¡Esto no es ninguna broma, Potter! ¿No sería porque él creía que sólo la espada de Godric Gryffindor lograría derrotar al heredero de Slytherin? ¿Quería darte esa espada, Potter, porque estaba convencido, como creen muchos, de que estás destinado a ser quien destruya a El-que-no-debe-ser-nombrado?
—Es una teoría interesante —repuso Harry—. ¿Ha intentado alguien alguna vez clavarle una espada a Voldemort? Quizá el ministerio debería enviar a alguien a probarlo, en lugar de perder el tiempo desmontando desiluminadores o tratar de que no se sepa nada de las fugas de Azkaban. ¿De modo que eso hacía usted, señor ministro, encerrado en su despacho: intentar abrir una
snitch
? Ha muerto gente, ¿sabe?; yo mismo estuve a punto de morir porque Voldemort me persiguió por tres condados y asesinó a
Ojoloco
Moody… Pero de eso el ministerio no ha dicho ni una palabra, ¿verdad que no? ¡Y encima espera que cooperemos con usted!
—¡Te estás pasando, chico! —gritó Scrimgeour levantándose de la butaca.
Harry también se puso en pie. El ministro se le aproximó cojeando y, al hincarle la punta de la varita en el pecho, le hizo un agujero en la camiseta, como quemada con un cigarrillo encendido.
—¡Eh! —exclamó Ron, levantándose asimismo y sacando su varita mágica, pero Harry gritó:
—¡Quieto, Ron! No le des una excusa para detenernos.
—Has recordado que ya no estás en el colegio, ¿verdad? —le espetó Scrimgeour, resollando y con la cara muy próxima a la de Harry—. Has recordado que yo no soy Dumbledore, que siempre perdonaba tu insolencia e insubordinación, ¿verdad? ¡Quizá lleves esa cicatriz como si fuera una corona, Potter, pero ningún bribonzuelo de diecisiete años me dirá cómo tengo que trabajar! ¡Ya va siendo hora de que aprendas a tener un poco de respeto!