Read Harry Potter y el Misterio del Príncipe Online
Authors: J. K. Rowling
Tags: #fantasía, #infantil
—… ¡y entonces se produjo otro destello y volví a aterrizar en la cama! —concluyó sonriendo mientras se servía unas salchichas.
Hermione no había sonreído mientras oía la anécdota, y ahora miró a Harry con desaprobación.
—¿No sería ese hechizo, por casualidad, otro de los de ese libro de pociones? —le preguntó.
—Siempre piensas lo peor, ¿eh? —respondió él, ceñudo.
—¿Lo era?
—Bueno… Sí, lo era, ¿y qué?
—¿Estás diciéndome que decidiste probar un conjuro desconocido que encontraste escrito a mano y ver qué pasaba?
—¿Por qué importa tanto que estuviera escrito a mano? —replicó Harry, sin contestar al resto de la pregunta.
—Porque seguramente no está aprobado por el Ministerio de Magia —contestó Hermione—. Y también —añadió mientras sus amigos ponían los ojos en blanco— porque estoy empezando a pensar que ese príncipe no era de fiar.
—¡Fue una broma! —dijo Ron mientras ponía boca abajo una botella de ketchup encima de su plato de salchichas—. ¡Sólo nos divertíamos un poco, Hermione!
—¿Colgar a la gente del tobillo es divertido? —comentó ella—. ¿Quién invierte tiempo y energía en realizar hechizos como ése?
—Fred y George —contestó Ron encogiéndose de hombros—. Es propio de ellos. Y de…
—Mi padre —dijo Harry. Acababa de recordarlo.
—¿Cómo dices? —preguntaron Ron y Hermione a la vez.
—Mi padre usaba ese hechizo. Me lo contó Lupin. —Esto último no era verdad; en realidad, Harry había visto a su padre haciéndole ese hechizo a Snape, pero a sus amigos nunca les había hablado de esa excursión con el
pensadero
. Sin embargo, en ese momento se le ocurrió una fabulosa posibilidad: ¿y si el Príncipe Mestizo era…?
—Quizá tu padre lo utilizó, Harry —dijo Hermione—, pero no es el único. Hemos visto a un montón de gente emplearlo, por si no te acuerdas. Colgar a la gente en el aire… Hacerlos flotar dormidos, indefensos…
Harry la miró. El también recordó, con una sensación amarga, el comportamiento de los
mortífagos
en la Copa del Mundo de
Quidditch
. Ron le echó un cable.
—Eso era diferente —dijo—. Ellos se pasaron. Harry y su padre sólo lo hacían para divertirse. A ti no te gusta el príncipe, Hermione —añadió apuntándola con una salchicha—, porque Harry es mejor que tú en Pociones.
—¡No es por eso! —se defendió ella con las mejillas encendidas—. Lo que pasa es que considero muy irresponsable realizar hechizos cuando ni siquiera sabes para qué sirven. ¡Y deja de hablar del «príncipe» como si fuera un título, seguro que sólo es un apodo absurdo! Además, no me parece que fuera una persona muy agradable.
—No sé de dónde sacas eso —replicó Harry acaloradamente—. Si hubiera sido un
mortífago
en ciernes no habría ido por ahí alardeando de ser mestizo, ¿no te parece? —Mientras lo decía, Harry recordó que su padre era sangre limpia, pero apartó esa idea de la mente; ya pensaría en ello más tarde…
—Todos los
mortífagos
no pueden ser sangre limpia, no quedan suficientes magos de sangre limpia —se empecinó Hermione—. Supongo que la mayoría de ellos son sangre mestiza que se hacen pasar por sangre limpia. Sólo odian a los hijos de
muggles
, pero a vosotros dos os aceptarían sin problemas.
—¡A mí jamás me dejarían ser
mortífago
! —saltó Ron, indignado, y un trozo de salchicha se le desprendió del tenedor que blandía y fue a parar a la cabeza de Ernie Macmillan—. ¡Toda mi familia se compone de traidores a la sangre! ¡Para los
mortífagos
, eso es tan grave como ser hijo de
muggles
!
—Sí, y les encantaría que yo estuviera en sus filas —ironizó Harry—. Seríamos supercolegas, siempre y cuando no intentaran matarme.
Eso hizo reír a Ron e incluso Hermione sonrió a regañadientes. En ese momento llegó Ginny, muy oportuna.
—¡Hola, Harry! Me han pedido que te entregue esto.
Era un rollo de pergamino con el nombre de Harry escrito con una letra pulcra y estilizada que el muchacho reconoció enseguida.
—Gracias, Ginny. ¡Debe de ser la cita para la próxima clase de Dumbledore! —exclamó abriendo el pergamino—. El lunes por la noche —anunció tras leerlo, de pronto feliz y contento—. ¿Vienes con nosotros a Hogsmeade, Ginny?
—Iré con Dean. Quizá nos veamos allí —replicó ella, y les dijo adiós con la mano.
Filch estaba plantado junto a las puertas de roble, como de costumbre, comprobando los nombres de los alumnos que tenían permiso para ir a Hogsmeade. El proceso llevó más tiempo del habitual porque el conserje registraba tres veces a todo el mundo con su sensor de ocultamiento.
—¿Qué más le da que saquemos del colegio cosas tenebrosas? —le preguntó Ron mirando con aprensión el largo y delgado aparato—. ¿No cree que lo que debería importarle es lo que podamos entrar?
Su insolencia le valió unos cuantos pinchazos más con el sensor, y el pobre todavía hacía muecas de dolor cuando bajaron los escalones de piedra y salieron al jardín, azotado por el viento y la aguanieve.
El paseo hasta Hogsmeade no fue nada placentero. Harry se tapó la nariz con la bufanda, pero la parte de la cara expuesta al aire no tardó en entumecérsele. El camino que llevaba al pueblo estaba lleno de alumnos que se doblaban por la cintura para resistir el fuerte viento. En más de una ocasión, Harry se preguntó si no hubiera sido mejor quedarse en la caldeada sala común, y cuando por fin llegaron a Hogsmeade y vieron que la tienda de artículos de broma Zonko estaba cerrada con tablones, lo interpretó como una confirmación de que esa excursión no estaba destinada a ser divertida. Con una mano enfundada en un grueso guante Ron señaló hacia Honeydukes, que afortunadamente estaba abierta, y los otros lo siguieron tambaleándose hasta la abarrotada tienda.
—¡Menos mal! —dijo Ron, tiritando, al verse acogido por un caldeado ambiente que olía a tofee—. Quedémonos toda la tarde aquí.
—¡Harry, amigo mío! —bramó una voz a sus espaldas.
—¡Oh, no! —masculló Harry.
Los tres amigos se dieron la vuelta y vieron al profesor Slughorn, que llevaba un grotesco sombrero de piel y un abrigo con cuello de piel a juego. Sostenía en la mano una gran bolsa de piña confitada y ocupaba al menos una cuarta parte de la tienda.
—¡Ya te has perdido tres de mis cenas, Harry! —rezongó Slughorn, y le dio unos golpecitos amistosos en el pecho—. ¡Pero no te vas a librar, amigo mío, porque me he propuesto tenerte en mi club! A la señorita Granger le encantan nuestras reuniones, ¿no es así?
—Sí —asintió Hermione, obligada—. Son muy…
—¿Por qué no vienes nunca, Harry? —inquirió Slughorn.
—Es que he tenido entrenamientos de
quidditch
, profesor —se excusó. Y era verdad: programaba entrenamiento cada vez que recibía una invitación de Slughorn adornada con una cinta violeta. Gracias a esa estrategia, Ron no se sentía excluido, y los dos amigos podían reírse con Ginny imaginándose a Hermione sola con McLaggen y Zabini.
—¡Espero que ganes tu primer partido después de tanto esfuerzo! Pero un poco de esparcimiento no le viene mal a nadie. ¿Qué tal el lunes por la noche? No me dirás que vais a entrenar con este tiempo…
—No puedo, profesor. El lunes por la noche tengo… una cita con el profesor Dumbledore.
—¡Nada, no hay manera! —se lamentó Slughorn con gesto teatral—. ¡Está bien, Harry, pero no creas que podrás eludirme eternamente!
El profesor les dedicó un afectado ademán de despedida y salió de la tienda andando como un pato, sin fijarse en Ron, como si éste fuera un expositor de cucuruchos de cucarachas.
—No puedo creer que le hayas dado esquinazo otra vez —comentó Hermione—. Esas reuniones no están tan mal. A veces hasta son divertidas. —Pero entonces se fijó en la expresión de Ron y dijo—: ¡Mirad, tienen plumas de azúcar de lujo! ¡Deben de durar horas!
Harry, contento de que Hermione cambiase de tema, mostró más interés por las nuevas plumas de azúcar de tamaño especial del que habría demostrado en circunstancias normales, pero Ron siguió con aire taciturno y se limitó a encogerse de hombros cuando Hermione le preguntó adónde quería ir.
—Vamos a Las Tres Escobas —propuso Harry—. Allí no pasaremos frío.
Volvieron a taparse con las bufandas y salieron de la tienda de golosinas. El frío viento les lastimaba la cara después del dulce calor de Honeydukes. No había mucha gente en la calle; nadie se entretenía para charlar y todos iban derecho a sus destinos. La excepción eran dos individuos plantados un poco más allá, delante de Las Tres Escobas. Uno de ellos era muy alto y delgado. A pesar de llevar las gafas mojadas por la lluvia, Harry reconoció al camarero que trabajaba en Cabeza de Puerco, el otro pub de Hogsmeade. Cuando los tres amigos se acercaron más a ellos, el camarero se ciñó la capa y se alejó, pero el otro individuo se quedó; era más bajito y sostenía algo en los brazos. Estaban a escasos pasos de él cuando Harry también lo reconoció.
—¡Mundungus!
El hombre, achaparrado, patizambo y de largo y desgreñado pelo rojizo, dio un respingo y dejó caer una vieja maleta, que al dar contra el suelo se abrió y esparció lo que parecía mercancía de una tienda de artículos usados.
—¡Ah, hola, Harry! —saludó Mundungus Fletcher con un aire de ligereza nada convincente—. Bueno, no quisiera entretenerte.
Y empezó a recoger del suelo el contenido de su maleta. Era evidente que estaba deseando largarse de allí.
—¿Qué es esto? ¿Para vender? —preguntó Harry mientras Mundungus se afanaba en recuperar su surtido de objetos.
—Bueno, de alguna manera tengo que ganarme la vida… ¡Eh, dame eso!
Ron había recogido una copa de plata.
—Un momento —dijo despacio—. Esto me suena…
—¡Gracias! —exclamó Mundungus, quitándosela de las manos, y la metió en la maleta—. Bueno, ya nos veremos… ¡Pero qué…!
Harry lo agarró por el cuello y lo estampó contra la pared del pub. A continuación lo sujetó fuertemente con una mano y sacó su varita mágica.
—¡Harry! —gritó Hermione.
—Eso lo has cogido de casa de Sirius —lo acusó Harry con la nariz casi pegada a la suya, percibiendo su desagradable aliento a tabaco y licor—. Tiene el emblema de la casa de Black.
—Yo no… ¿Qué…? —farfulló Mundungus, cuyo rostro iba adquiriendo un tono azulado.
—¿Qué hiciste, volviste allí la noche que lo mataron y desvalijaste la casa?
—Yo no…
—¡Dámelo!
—¡No lo hagas, Harry! —suplicó Hermione mientras Mundungus se ponía cada vez más morado.
Se oyó un estallido y las manos de Harry se soltaron del cuello de Mundungus. Resollando y farfullando, el hombre recogió la maleta del suelo y entonces… ¡crac!, se desapareció.
—¡Vuelve, ladrón de…!
—No pierdas el tiempo, Harry. —Tonks había aparecido de la nada, con el desvaído cabello mojado por la aguanieve—. Mundungus ya debe de estar en Londres. De nada te servirá gritar.
—¡Ha robado las cosas de Sirius! ¡Las ha robado!
—Sí, pero de cualquier modo —repuso Tonks, impasible ante esa revelación— deberíais resguardaros del frío.
La bruja se quedó fuera y los tres amigos entraron en Las Tres Escobas. Una vez dentro, Harry explotó:
—¡Esa sabandija ha robado las cosas de Sirius!
—Ya lo sé, Harry, pero no grites, por favor. Nos están mirando —susurró Hermione—. Siéntate. Voy a buscarte algo de beber.
Harry seguía echando chispas cuando, minutos más tarde, su amiga volvió a la mesa con tres botellas de cerveza de mantequilla.
—¿No puede la Orden controlar a Mundungus? —preguntó Harry, esforzándose por no levantar la voz—. ¿No pueden impedir, como mínimo, que robe todo lo que encuentre cuando va al cuartel general?
—¡Chist! Más bajo —insistió Hermione. Un par de magos sentados cerca de ellos miraban a Harry con gran interés, y Zabini se apoyaba contra una columna no lejos de allí—. Yo también estaría enfadada, Harry; ya sé que eso que ha robado es tuyo…
El muchacho se atragantó con la cerveza de mantequilla; se le había olvidado que era el nuevo propietario del número 12 de Grimmauld Place.
—¡Es verdad, todo lo que hay allí es mío! —exclamó quedamente—. ¡Por eso no se alegró de verme!… Se lo contaré a Dumbledore; él es el único a quien Mundungus teme.
—Buena idea —susurró Hermione, aliviada de que Harry se sosegara—. ¿Qué miras, Ron?
—Nada —contestó éste desviando rápidamente la vista de la barra, pero Harry se dio cuenta de que intentaba localizar a la curvilínea y atractiva camarera, la señora Rosmerta, por quien Ron sentía debilidad desde hacía tiempo.
—Creo que «nada» ha ido a la parte de atrás a buscar más whisky de fuego —ironizó Hermione.
Ron ignoró la pulla y se puso a beber su cerveza de mantequilla a pequeños sorbos, sumido en lo que sin duda consideraba un silencio digno. Por su parte, Harry pensaba en Sirius y en que éste, de cualquier modo, detestaba aquellas copas de plata. Hermione tamborileaba con los dedos en la mesa y su mirada iba de la barra a Ron una y otra vez.
Tan pronto Harry apuró el último sorbo de cerveza, Hermione propuso regresar al colegio. Los dos chicos asintieron; la excursión había sido un fracaso y el tiempo empeoraba. Volvieron a ceñirse las capas, enrollarse las bufandas y ponerse los guantes; luego salieron del pub detrás de Katie Bell y de una amiga suya y enfilaron la calle principal.
Mientras avanzaba con dificultad por la nieve semiderretida que cubría el camino de Hogwarts, Harry pensó en Ginny, con quien no se habían encontrado. Supuso que habría ido con Dean al salón de té de Madame Pudipié; lo más probable es que pasaran la tarde bien calentitos, guarecidos en el refugio de las parejas felices. Con gesto ceñudo, agachó la cabeza para protegerse de los remolinos de aguanieve y siguió avanzando trabajosamente.
Tardó un rato en darse cuenta de que las voces de Katie Bell y su amiga, que el viento arrastraba hasta él, se oían más fuertes y chillonas. Harry escudriñó sus figuras, que apenas lograba distinguir. Las dos chicas discutían acerca de un paquete que Katie llevaba.
—¡No es asunto tuyo, Leanne! —exclamó Katie, antes de que ambas desaparecieran tras un recodo del camino.
Fuertes ráfagas de aguanieve golpeaban a Harry y le empañaban las gafas. Al doblar el recodo fue a secárselas, pero en ese preciso instante vio que Leanne intentaba quitarle a Katie el paquete, ésta trataba de recuperarlo y en el forcejeo el paquete caía al suelo.