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Authors: J. K. Rowling

Tags: #fantasía, #infantil

Harry Potter y las Reliquias de la Muerte (89 page)

BOOK: Harry Potter y las Reliquias de la Muerte
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Hubo un estremecedor instante de silencio en el cual la conmoción de lo ocurrido quedó en suspenso. Y entonces el tumulto se desató alrededor de Harry: los gritos, los vítores y los bramidos de los espectadores hendieron el aire. El implacable sol del nuevo día brillaba ya en las ventanas cuando todos se abalanzaron sobre el muchacho. Los primeros en llegar a su lado fueron Ron y Hermione, y fueron sus brazos los que lo apretujaron, sus gritos incomprensibles los que lo ensordecieron. Enseguida llegaron Ginny Neville y Luna, y a continuación los Weasley y Hagrid, y Kingsley, y McGonagall, y Flitwick, y Sprout… Harry no entendía ni una palabra de lo que le decían, ni sabía de quién eran las manos que lo agarraban, tiraban de él o trataban de abrazar alguna parte de su cuerpo. Había cientos de manos que intentaban alcanzarlo, todas decididas a tocar al niño que sobrevivió, al responsable de que todo hubiera terminado por fin…

El sol fue ascendiendo por el cielo de Hogwarts y el Gran Comedor se llenó de luz y de vida. Harry se convirtió en parte indispensable de las confusas manifestaciones de júbilo y de dolor, de felicitación y de duelo, pues todos querían que estuviera allí con ellos, que fuera su líder y su símbolo, su salvador y su consejero. Por lo visto, a nadie se le ocurría pensar que el muchacho no había dormido nada, o que sólo anhelaba la compañía de unos pocos amigos. Pese al cansancio, tenía que hablar con los desconsolados, cogerles las manos, verlos llorar, recibir sus palabras de agradecimiento. A medida que transcurría la mañana, iban llegando noticias: los que se encontraban bajo la maldición
imperius
—magos de todos los rincones del país— habían vuelto en sí; los
mortífagos
que no habían sido capturados huían; estaban liberando a todos los inocentes de Azkaban; a Kingsley Shacklebolt lo habían nombrado provisionalmente ministro de Magia…

El cadáver de Voldemort fue trasladado a una cámara adyacente al Gran Comedor, lejos de los cadáveres de Fred, Tonks, Lupin, Colin Creevey y otras cincuenta personas que habían muerto combatiéndolo. La profesora McGonagall volvió a poner en su sitio las mesas de las casas, pero ya nadie se sentaba según la casa a que pertenecía, sino que estaban todos entremezclados: profesores y alumnos, fantasmas y padres, centauros y elfos domésticos. Firenze se recuperaba tumbado en un rincón, Grawp contemplaba el exterior por una ventana rota, y la gente comía entre risas. Al cabo de un rato, agotado y exhausto, Harry se sentó en el banco de una mesa al lado de Luna.

—Yo en tu lugar estaría deseando un poco de tranquilidad —dijo ella.

—Me encantaría.

—Los distraeré a todos. Ponte la capa. —Y antes de que Harry tuviera tiempo de replicar, Luna exclamó—: ¡Oooh! ¡Mirad, un
blibber
maravilloso! —Y señaló hacia los jardines.

Todos volvieron la cabeza, momento que Harry aprovechó para echarse la capa por encima y levantarse de la mesa.

Ahora podría trasladarse por el comedor sin que lo vieran. Así pues, localizó a Ginny sentada dos mesas más allá, con la cabeza apoyada en el hombro de su madre, pero pensó que ya tendrían tiempo —horas, días, quizá hasta años— para hablar. Vio a Neville comiendo con la espada de Gryffindor junto al plato, rodeado por un grupo de fervientes admiradores, y al avanzar por el pasillo entre las mesas descubrió a los tres Malfoy apiñados, como si no estuvieran muy seguros de si debían estar allí o no, aunque nadie les prestaba atención. Allá donde miraba veía familias que se habían reencontrado, y por fin dio con las dos personas cuya compañía más anhelaba.

—Soy yo —murmuró agachándose entre los dos—. ¿Podéis venir conmigo?

Ron y Hermione se levantaron al instante y salieron del Gran Comedor. En la escalinata de mármol había unos agujeros enormes, parte de la barandilla había desaparecido, y al subir por ella no encontraron más que escombros y manchas de sangre.

Oyeron a Peeves a lo lejos. Zumbaba por los pasillos entonando un cántico de victoria que él mismo había compuesto:

¡Los hemos machacado!
¡Menudo tío es Potter!
Y ahora ¡a divertirse,
que Voldy la ha palmado!

—Sabe expresar el alcance y la gravedad de la tragedia, ¿verdad? —comentó Ron al mismo tiempo que empujaba una puerta y dejaba pasar a sus dos compañeros.

Harry suponía que la felicidad llegaría a su debido tiempo, pero de momento la empañaba el agotamiento, y el dolor por la pérdida de Fred, Lupin y Tonks le traspasaba el corazón. Básicamente, sentía un alivio monumental y lo que más le apetecía era dormir. Pero antes que nada les debía una explicación a Ron y Hermione, puesto que llevaban mucho tiempo a su lado y merecían saber la verdad. Les contó, pues, con todo detalle lo que había visto en el
pensadero
y los sucesos del Bosque Prohibido, y cuando sus amigos todavía no habían empezado a expresar su asombro y conmoción, llegaron por fin al sitio adonde se dirigían, aunque ninguno de los tres lo hubiera mencionado.

La gárgola que custodiaba la entrada del despacho del director también había sufrido desperfectos desde la última vez que Harry pasara por allí, pues yacía en el suelo un poco grogui, y el chico se preguntó si todavía sería capaz de reconocer una contraseña.

—¿Podemos subir? —le preguntó.

—Adelante —gimió la estatua.

Pasaron por encima de ella y subieron por la escalera de caracol de piedra que ascendía lentamente como una escalera mecánica. Al llegar arriba, Harry abrió la puerta.

El
pensadero
de piedra todavía estaba sobre el escritorio, donde él lo había dejado, pero se sobresaltó al oír un ruido ensordecedor; le vinieron a la mente maldiciones, el regreso de los
mortífagos
, el renacimiento de Voldemort…

Pero eran aplausos. Desde las paredes, los directores y las directoras de Hogwarts le dedicaban una abrumadora ovación: agitaban los sombreros o las pelucas, sacaban los brazos de sus lienzos para estrecharse las manos unos a otros, daban brincos en las butacas donde los habían retratado, Dilys Derwent lloraba sin ningún reparo, Dexter Fortescue agitaba su trompetilla, y Phineas Nigellus gritaba con su aguda y aflautada voz: «¡Y que conste que la casa de Slytherin ha participado en este acontecimiento! ¡Que nuestra intervención no caiga en el olvido!»

Pero Harry sólo tenía ojos para el hombre que estaba retratado, de pie, en el cuadro más grande, situado justo detrás del sillón del director. Las lágrimas le resbalaban tras las gafas de media luna perdiéndose entre su larga y plateada barba, y el orgullo y la gratitud que irradiaba ejercieron sobre Harry un efecto tan balsámico como el canto del fénix.

Al final el chico levantó las manos y los retratos, respetuosos, guardaron silencio. Sonriendo y enjugándose las lágrimas, todos se dispusieron a escucharlo. Sin embargo, las palabras de Harry eran sólo para Dumbledore, y las escogió con mucho cuidado. Pese a estar exhausto y muerto de sueño, debía hacer un esfuerzo más, porque necesitaba un último consejo.

—El objeto escondido dentro de la
snitch
se me cayó en el Bosque Prohibido —empezó—. No sé exactamente dónde, pero no pienso ir a buscarlo. ¿Está usted de acuerdo, profesor?

—Por supuesto, hijo —respondió Dumbledore; los otros personajes lo miraron con curiosidad y un tanto confusos—. Una decisión sabia y valiente, pero no esperaba menos de ti. ¿Sabe alguien más dónde se te cayó?

—No, nadie —repuso Harry, y el profesor asintió, satisfecho—. Pero voy a conservar el regalo de Ignotus.

—Claro que sí, Harry —sonrió Dumbledore—. ¡Es tuyo para siempre, hasta el día en que se lo pases a alguien!

—Y luego está esto. —Alzó la Varita de Saúco, y Ron y Hermione la miraron con una veneración que, pese a su somnolencia y aturdimiento, a Harry no le gustó nada—. No la quiero —dijo.

—¿Qué? —saltó Ron—. ¿Te has vuelto majara?

—Ya sé que es muy poderosa —comentó Harry con voz cansina—. Pero era más feliz con la mía. Así que…

Rebuscó en el monedero que llevaba colgado del cuello y sacó los dos trozos de acebo, conectados todavía por una delgadísima hebra de pluma de fénix. Hermione había dicho que la varita no podía repararse, que el daño sufrido era demasiado grave. Así pues, Harry sabía que si lo que iba a hacer a continuación no daba resultado, no habría ningún remedio.

Dejó la varita rota encima del escritorio del director, la tocó con la punta de la Varita de Saúco y dijo:


¡Reparo!

La varita de acebo se soldó de nuevo, y unas chispas rojas salieron de su extremo. ¡Lo había logrado! Cogió la varita de acebo y fénix y notó un repentino calor en los dedos, como si aquel instrumento y la mano se alegraran de reencontrarse.

—Voy a devolver la Varita de Saúco al lugar de donde salió —le dijo a Dumbledore, que lo contemplaba con gran cariño y admiración—. Puede quedarse allí. Si muero de muerte natural, como Ignotus, perderá su poder, ¿no? Eso significará su final.

Dumbledore asintió y los dos se sonrieron.

—¿Estás seguro de esa decisión? —preguntó Ron mirando la Varita de Saúco con un deje de nostalgia.

—Creo que Harry tiene razón —opinó Hermione en voz baja.

—Esa varita genera más problemas que beneficios —dijo Harry—. Y sinceramente —dio la espalda a los retratos; ya sólo pensaba en la cama con dosel que lo esperaba en la torre de Gryffindor, y se preguntó si Kreacher podría subirle un bocadillo—, ya he cubierto el cupo de problemas que tenía asignado en esta vida.

Diecinueve años después

Aquel año, el otoño se adelantó. El primer día de septiembre trajo una mañana tersa y dorada como una manzana, y mientras la pequeña familia cruzaba corriendo la ruidosa calle hacia la enorme y tiznada estación, los gases de los tubos de escape y el aliento de los peatones relucían como telarañas en la fría atmósfera. En lo alto de los dos cargados carritos que empujaban los padres se tambaleaban dos grandes jaulas con sendas lechuzas que ululaban indignadas. Una llorosa niña pelirroja iba detrás de sus hermanos, aferrada al brazo de su padre.

—Dentro de poco tú también irás —la consoló Harry.

—Faltan dos años —gimoteó Lily—. ¡Yo quiero ir ahora!

La gente que había en la estación lanzaba miradas de curiosidad a las lechuzas mientras la familia zigzagueaba hacia la barrera que separaba los andenes nueve y diez. La voz de Albus alcanzó a Harry por encima del bullicio que los rodeaba; sus dos hijos varones reanudaban la discusión que habían iniciado en el coche.

—¡No, señor! ¡No van a ponerme en Slytherin!

—¿Quieres parar ya, James? —dijo Ginny.

—Sólo he dicho que podrían ponerlo en Slytherin —se defendió James, sonriendo con burla a su hermano pequeño—. ¿Qué tiene eso de malo? Es verdad que a lo mejor lo ponen…

Pero James detectó la severa mirada de su madre y se calló. Los cinco Potter habían llegado frente a la barrera. James miró a su hermano pequeño por encima del hombro, con cierta chulería; luego cogió el carrito que conducía su madre y echó a correr. Un instante más tarde se había esfumado.

—Me escribiréis, ¿verdad? —preguntó Albus a sus padres, aprovechando la momentánea ausencia de su hermano.

—Claro que sí. Todos los días, si quieres —respondió Ginny.

—No, todos los días no —se apresuró a decir Albus—. James dice que la mayoría de los alumnos sólo reciben cartas una vez al mes, más o menos.

—Pues el año pasado le escribíamos tres veces por semana —afirmó Ginny.

—Y no te creas todo lo que tu hermano te cuente sobre Hogwarts —intervino Harry—. Ya sabes que es muy bromista.

Juntos, empujaron el otro carrito en dirección a la barrera. Albus hizo una mueca de dolor, pero no se produjo ninguna colisión. La familia apareció en el andén nueve y tres cuartos, desdibujado por el denso y blanco vapor que salía de la escarlata locomotora del expreso de Hogwarts. Unas figuras indistintas pululaban por la neblina en que James ya se había perdido.

—¿Dónde están? —preguntó Albus con inquietud, escudriñando las borrosas siluetas junto a las que pasaban mientras recorrían el andén.

—Ya los encontraremos —lo tranquilizó Ginny.

Pero el vapor era muy denso y no resultaba fácil distinguir las caras de la gente. Separadas de sus dueños, las voces sonaban con una potencia exagerada. A Harry le pareció oír a Percy disertando en voz alta sobre la normativa que regulaba el uso de escobas, y se alegró de tener una excusa para no detenerse y saludarlo…

—Creo que están ahí, Al —comentó Ginny.

Un grupo de cuatro personas surgió entre la niebla, junto al último vagón. Harry, Ginny, Lily y Albus no lograron distinguir sus caras hasta que estuvieron a su lado.

—¡Hola! —dijo Albus con patente alivio.

Rose, que ya llevaba puesta su túnica nueva de Hogwarts, lo miró sonriente.

—¿Has podido aparcar bien? —le preguntó Ron a Harry—. Yo sí. Hermione no confiaba en que aprobara el examen de conducir de
muggles
, ¿verdad que no? Creía que tendría que confundir al examinador.

—Eso no es cierto —replicó Hermione—. Confiaba plenamente en ti.

—La verdad es que lo confundí —le confesó Ron a Harry al oído cuando, entre los dos, subieron el baúl y la lechuza de Albus al tren—. Sólo se me olvidó mirar por el retrovisor lateral y… qué quieres que te diga, para eso puedo utilizar un encantamiento supersensorial.

De nuevo en el andén, encontraron a Lily y Hugo, el hermano pequeño de Rose, charlando animadamente. Trataban de adivinar en qué casa los pondrían cuando fueran a Hogwarts.

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