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Authors: Julio Verne

Tags: #Aventuras, Ciencia Ficción, Clásico

Héctor Servadac (4 page)

BOOK: Héctor Servadac
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—Sí, mi capitán —respondió Ben-Zuf—, y ante todo terminemos de una vez nuestro asunto con el conde Timascheff.

Más allá de la zanja extendíase un prado de media hectárea de superficie, alfombrado de una hierba blanda, sobre la que formaban un cuadro delicioso varios árboles plantados hacía unos cincuenta años, encinas, palmeras, algarrobos, sicómoros y algunos cactus y áloes, dominados por dos o tres grandes eucaliptos.

Aquél era, precisamente, el lugar donde debía efectuarse el encuentro de los adversarios. Héctor Servadac dirigió una rápida mirada a la pradera y, como en ella no viera a nadie, dijo:

—¡Pardiez! De todos modos, hemos sido los primeros en acudir a la cita.

—O los últimos —replicó Ben-Zuf.

—¿Cómo los últimos? No son las nueve aún —dijo el capitán, sacando su reloj, que había puesto en hora, mirando al sol, antes de salir del gurbí.

—Mi capitán, ¿ve usted ese disco blanquecino, a través de las nubes?

—Ya lo veo —dijo el capitán, mirando un disco completamente cubierto por la bruma, que en aquel momento se presentaba en el cenit.

—Pues ese disco —prosiguió Ben-Zuf— no puede ser más que el sol, u otro astro que haga sus veces.

—¡El sol en el cenit, en el mes de enero, y a los treinta y nueve grados de latitud Norte! —exclamó Héctor Servadac.

—Sí, mi capitán, y señala el mediodía, si no lo toma usted a mal. Hoy debía tener prisa, y apuesto mi quepis contra una cazuela de alcuzcuz, a que se pone antes de tres horas.

Héctor Servadac permaneció un rato inmóvil, con los brazos cruzados. Después dio una vuelta alrededor, lo que le permitió examinar los diversos puntos del horizonte, y murmuró:

—¡Las leyes de la gravedad se han modificado, los puntos cardinales han cambiado por completo y la duración del día ha quedado reducida a la mitad! Estas son cosas suficientemente graves para aplazar indefinidamente mi encuentro con el conde Timascheff. Aquí ha pasado algo, sin duda alguna, porque ni Ben-Zuf ni yo nos hemos vuelto locos.

Y el indiferente Ben-Zuf, a quien el fenómeno cósmico más extraordinario no le habría arrancado la más ligera interjección, miraba con tranquilidad al oficial.

—¡Ben-Zuf! —dijo éste.

—Mi capitán.

—¿No ves a nadie?

—A nadie; el ruso se ha ausentado.

—Aun admitiendo que el ruso se haya ausentado, mis testigos han debido esperar, y, al no verme venir, habrán ido a buscarme al gurbí.

—Cierto, mi capitán.

—Cuando así no lo han hecho, es porque no han venido.

—¿Y por qué no han venido?

—Seguramente porque les ha sido imposible venir. En cuanto al conde Timascheff…

Y se interrumpió para acercarse a las rocas que dominaban el litoral, y ver si la goleta
Dobryna
estaba a pocos cables de allí. Podía suceder que el conde Timascheff acudiera por mar al lugar de la cita, como había hecho el día antes.

El mar estaba completamente desierto, y por primera vez el capitán Servadac observó que, aunque no se movía ninguna ráfaga de aire, encontrábase extraordinariamente agitado, como si el agua estuviera sometida a una prolongada ebullición junto a un fuego ardiente. Era indudable que la goleta no habría podido mantenerse con facilidad sobre aquellas oleadas anormales.

Además, y también por primera vez, advirtió, estupefacto, que el radio de aquella circunferencia, en que se confundían el cielo y el agua, había disminuido muchísimo.

Efectivamente, para el observador situado en la cima de aquellas peñas, la línea del horizonte debía estar a cuarenta kilómetros de distancia; pero, esto no obstante, la vista se detenía a los diez kilómetros a lo sumo, como si el volumen del esferoide terrestre hubiera disminuido de una manera considerable en pocas horas.

—Lo que sucede es muy extraño —dijo el oficial de Estado Mayor.

Entre tanto, Ben-Zuf, con ligereza extraordinaria, había trepado a la cima de un eucalipto y desde allí examinaba el continente, tanto en dirección a Túnez y a Mostaganem, como hacia la parte meridional. Después bajó de su punto de observación, asegurando que la llanura estaba absolutamente desierta.

—Al Cheliff —dijo Héctor Servadac—. Lleguemos hasta el río, y allí sabremos a qué atenernos. A lo que Ben-Zuf respondió:

—Vamos al Cheliff.

Tres kilómetros, a lo sumo, separaban el prado del río que el capitán Servadac pensaba atravesar, a fin de marchar en seguida a Mostaganem; pero era necesario apresurarse para llegar a la ciudad antes que el Sol desapareciera del horizonte. A través de la oscura capa de nubes, veíase que el Sol declinaba rapidísimamente y, por inexplicable singularidad, en vez de trazar la curva oblicua que exigía la latitud de Argelia en aquella época del año, caía perpendicular al horizonte.

Mientras caminaban, el capitán Servadac iba reflexionando en todas estas diversas singularidades. Si un fenómeno absolutamente inaudito había modificado el movimiento de rotación del globo, considerando el paso del Sol por el cenit, debía admitirse que la costa argelina había sido trasladada al otro lado del Ecuador y al hemisferio austral; pero parecía que la tierra, salvo en lo concerniente a su convexidad, no había sufrido ninguna transformación importante, a lo menos en aquella parte de África. El litoral continuaba siendo una sucesión de peñas, de playas y de rocas, rojas como si fueran ferruginosas, y, en cuanto alcanzaba la vista, la costa no había sufrido ninguna modificación hacia la izquierda, hacia el Sur o a lo menos hacia lo que el capitán Servadac continuaba llamando el Sur, aunque los dos puntos cardinales habían cambiado de posición.

A unas tres leguas de allí, se desarrollaban los primeros estribos de los montes Meryeyah, y la línea de sus cimas trazaba con toda claridad su acostumbrado perfil sobre el cielo.

En aquel momento rasgáronse las nubes, y los rayos oblicuos del Sol llegaron al suelo. Sin duda alguna, el astro diurno, que se había levantado al Oeste, iba a ponerse al Este.

—¡Diablo! —exclamó el capitán Servadac—. Tengo curiosidad de saber lo que piensan de esto en Mostaganem. ¿Qué dirá el ministro de la Guerra cuando el telégrafo le comunique que la colonia de África está desorientada desde el punto de vista físico, mucho más que lo ha estado en tiempo alguno desde el punto de vista moral?

—La colonia de África —respondió Ben-Zuf— irá toda a la guardia de prevención.

—¿Cuando sepa que los puntos cardinales no están de acuerdo con los reglamentos militares?

—Los puntos cardinales serán enviados a las compañías disciplinarias.

—¿Cuando sepa que en el mes de enero los rayos del Sol nos hieren perpendicularmente…?

—¡Herir a un oficial! ¡Fusilado el Sol!

Ben-Zuf, como se ve, era sumamente severo en materia de disciplina.

Mientras tanto, capitán y ordenanza caminaban lo más de prisa posible. Dotados de la extraordinaria ligereza específica que había llegado a ser su esencia misma, y habituados ya a la menor compresión del aire, que hacía su respiración más fatigosa, corrían como liebres y saltaban como gamuzas. No iban ya por el sendero que serpenteaba por las peñas, y que por los muchos rodeos que hacía hubiera alargado su camino, sino que seguían la línea recta y, por consiguiente, más corta, a vuelo de pájaro, como se dice en el Antiguo Continente, a vuelo de abeja, como se dice en el Nuevo. Ningún obstáculo les detenía, porque los vallados, los arroyos, las cortinas de árboles y cualesquiera otras eminencias que les salían al paso, los salvaban saltando sobre ellos con pasmosa agilidad. Montmartre, en aquellas condiciones, hubiera sido atravesado de un solo salto por Ben-Zuf. Un solo temor tenían ambos, y era prolongar el camino siguiendo la vertical cuando deseaban acortarlo siguiendo la horizontal. Verdaderamente, apenas tocaban al suelo, que parecía ser para ellos un trampolín de ilimitada elasticidad.

Al fin, llegaron a orillas del Cheliff, y en pocos saltos el oficial y su asistente se encontraron a la orilla derecha; pero entonces se vieron obligados a detenerse: el puente había desaparecido.

—¡No hay puente! —exclamó el capitán Servadac—. Aquí ha debido haber una inundación, un nuevo diluvio.

—¡Pse! —dijo Ben-Zuf.

Y, sin embargo, no faltaban motivos para admirarse.

Efectivamente, había desaparecido el Cheliff, de cuya orilla izquierda no quedaba señal alguna. La orilla derecha, que el día anterior se divisaba a través de la fértil llanura, habíase convertido en litoral. Hacia el Oeste, las aguas tumultuosas y bramadoras remplazaban el curso pacífico del río en cuanto la vista llegaba a ver. El río había sido sustituido por el mar, y allí concluía la comarca que el día antes había sido el territorio de Mostaganem.

Héctor Servadac, para convencerse por completo, aproximóse a la orilla oculta entre una espesura de adelfas, tomó agua con el cuenco de la mano y se la llevó a la boca.

—¡Salada! —exclamó—. El mar se ha tragado en pocas horas toda la parte occidental de Argelia.

—Entonces, mi capitán —dijo Ben-Zuf—, esto ha de durar más tiempo que una sencilla inundación.

—El mundo se ha transformado —respondió el oficial de Estado Mayor, moviendo la cabeza—, y este cataclismo puede tener consecuencias inexplicables. ¿Qué suerte habrán corrido mis amigos y mis compañeros?

Era la primera vez que Ben-Zuf veía a su capitán tan vivamente impresionado. Compuso, pues, su semblante con arreglo a las circunstancias, aunque no acertaba a comprender lo ocurrido, y hasta se habría conformado filosóficamente con los acontecimientos, si no hubiera creído que tenía el deber de participar militarmente de las sensaciones de su capitán.

El nuevo litoral, formado por la antigua orilla derecha del Cheliff, extendíase de Norte a Sur, siguiendo una línea ligeramente circular, como si el cataclismo de que aquella parte de África acababa de ser teatro, no la hubiera modificado. Había quedado tal como figuraba en el plano hidrográfico, con sus grupos de grandes árboles, su orilla caprichosamente festoneada y la alfombra verde de sus praderas, pero donde estaba la orilla de un río había la orilla de un mar desconocido.

De pronto, el Sol, al llegar al horizonte del Este, cayó bruscamente como una bala en el mar, impidiendo a Héctor Servadac continuar observando los cambios que habían modificado profundamente el aspecto físico de la región. Si Argelia hubiera estado bajo los trópicos en el 21 de setiembre o en el 21 de marzo, cuando el Sol corta a la eclíptica, el paso del día a la noche no se habría verificado con mayor rapidez. Aquella tarde no hubo crepúsculo, y era probable que a la mañana siguiente no hubiese aurora. La oscuridad envolvió instantáneamente la Tierra, el mar y el cielo en su espeso manto de negruras.

Capítulo VI
DONDE SE INVITA AL LECTOR A SEGUIR AL CAPITÁN SERVADAC EN LA PRIMERA EXCURSIÓN POR SUS NUEVOS DOMINIOS

TANTOS y tan extraordinarios acontecimientos no aturdieron en absoluto al capitán Servadac, quien, menos indiferente que Ben-Zuf, deseaba saber la razón de las cosas, sin importarle nada en efecto cuando lograba conocer la causa. Para él, morir a consecuencia de un disparo de cañón no era nada si se sabía en virtud de qué leyes de balística y por qué trayectoria llegaba la bala a darle en el pecho. Y como ésta era su manera de considerar las cosas del mundo, después de haber examinado con suma atención las consecuencias del fenómeno que se había producido, sólo pensó en descubrir la causa.

—¡Diablo! —exclamó al verse súbitamente envuelto en las sombras de la noche—. Será preciso ver esto cuando sea de día…, admitiendo que vuelva el día, porque quiero que me coma un lobo si sé adonde se ha marchado el Sol.

—Mi capitán —dijo entonces Ben-Zuf—, sin que esto sea mandarle a usted nada, ¿qué vamos a hacer ahora?

—Quedarnos aquí, y mañana, si hay mañana, volveremos al gurbí, después que hayamos reconocido la costa al Occidente y al Sur. Lo importante es saber dónde estamos y lo qué ha pasado aquí, ya que no podemos saber lo qué ha ocurrido allá. Así, pues, seguiremos la costa al Oeste y al Sur…

—Si hay costa —observó el ordenanza.

—Si hay Sur —respondió el capitán Servadac.

—Entonces, ¿podemos dormir?

—Sí, podemos.

Y con esta autorización, Ben-Zuf, a quien no habían conmovido tantos incidentes, introdújose en una cavidad de las rocas del litoral, se puso los puños en los ojos y durmió con la tranquilidad del ignorante, que a veces es mayor que la del justo.

El capitán Servadac recorrió la orilla del nuevo mar, abismado en profundos pensamientos y dirigiéndose a sí mismo un sinnúmero de preguntas que quedaban sin contestación.

Ante todo, ¿qué importancia tenía la catástrofe? ¿Había alcanzado sólo a una pequeña parte de África? ¿Se habían salvado Argel, Oran y Mostaganem? Sus amigos, sus compañeros de la subdivisión militar, ¿se encontraban en aquel momento en el fondo del mar con los habitantes de aquella costa, o el Mediterráneo, desviado de su cuenca por una conmoción cualquiera, no había invadido aquella parte del territorio argelino, sino por la desembocadura del Cheliff? Esto explicaría, en cierto modo, la desaparición del río; pero no explicaba de ninguna manera los demás fenómenos cósmicos.

Otra hipótesis. ¿Había sido transportado de pronto el litoral africano a la zona ecuatorial? Esto explicaría el nuevo arco diurno del crepúsculo; pero no podría explicar por qué el día era de seis horas en vez de doce, ni por qué el Sol salía por Occidente y se ponía por Oriente.

—Y, sin embargo, el hecho es indudable —se repetía el capitán Servadac— que el día ha sido hoy de seis horas y que los puntos cardinales se han cambiado, por lo menos en lo concerniente al Levante y al Poniente. En fin, veremos mañana cuando aparezca el Sol…, si aparece.

Servadac desconfiaba ya de todo.

En realidad de verdad, era enojoso que el cielo se mostrara cubierto de nubes y no ostentase su habitual manto de estrellas, porque, aunque Héctor Servadac era poco entendido en cosmografía, no dejaba de conocer las principales constelaciones y habría visto si la estrella Polar continuaba en su sitio o si, por lo contrario, la remplazaba alguna otra, lo que irrefutablemente hubiera probado que el globo terrestre giraba sobre un eje nuevo y quizás en sentido inverso, y habría explicado la causa de muchas cosas.

Pero, a juzgar por las apariencias, las nubes eran lo suficientemente densas para contener un diluvio de agua, y el observador, a pesar de estar dotado de ojos muy perspicaces, no logró descubrir ni una sola estrella. En cuanto a la Luna, no había que esperarla, porque era precisamente nueva en aquella época del mes y con el Sol había desaparecido debajo del horizonte.

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