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Authors: Julio Verne

Tags: #Aventuras, Ciencia Ficción, Clásico

Héctor Servadac (5 page)

BOOK: Héctor Servadac
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Por consiguiente, no pudo menos de quedar profundamente sorprendido el capitán Servadac cuando, al cabo de hora y media de paseo, vio aparecer por encima del horizonte un gran resplandor, cuyos rayos atravesaban la cortina de nubes.

—¡La Luna! —exclamó—; pero no, no puede ser el satélite de la Tierra. ¿Acaso la casta Diana haría de las suyas también y se levantaría por el Oeste? No, no es la Luna, su luz no es tan intensa, a no ser que se haya acercado muchísimo al globo terráqueo.

Efectivamente, fuese cualquiera aquel astro, la luz que emanaba era tan intensa que atravesó la pantalla de vapores y esparció una semiclaridad por toda la campiña.

—¿Será el Sol? —se preguntó el oficial—. Pero no hace cien minutos que se ha puesto hacia el Este. Y, si no es el Sol ni la Luna, ¿qué es? ¿Algún bólido monstruoso? ¡Ah, diablos! ¿Esas condenadas nubes no se disiparán nunca?

Después, prosiguiendo en sus reflexiones, exclamó:

—Mejor habría sido que hubiese dedicado a aprender astronomía alguna parte del tiempo que he perdido neciamente. Quizás es sencillísimo el fenómeno que ahora me es imposible comprender.

De todos modos, el capitán continuó ignorando los misterios de aquel nuevo cielo. Los rayos luminosos de un disco de dimensiones gigantescas y de enorme resplandor iluminaron la parte superior de las nubes por espacio de una hora poco más o menos, y después, en vez de describir un arco, como todo astro fiel a las leyes de la mecánica celeste, y de bajar hacia el horizonte opuesto, el disco colosal se alejó, al menos aparentemente, siguiendo una línea perpendicular al plano del Ecuador y llevándose tras sí la semiclaridad, suave a la vista, que impregnaba vagamente la atmósfera.

Todo volvió, pues, a quedar sumido en las tinieblas, incluso el cerebro del capitán Héctor Servadac, que no comprendía absolutamente nada de lo que pasaba. Las reglas más elementales de la mecánica se encontraban infringidas; la esfera celeste parecía un reloj, cuyo resorte principal se rompe súbitamente; los planetas no observaban ninguna de las leyes de la gravitación y nada hacía suponer que el Sol debía volver a presentarse en un horizonte cualquiera de este globo.

Sin embargo, tres horas después, el astro del día, sin que lo precediese la aurora, apareció hacia el Oeste, y la luz matinal tiñó de púrpura las nubes amontonadas; el día sucedió a la noche, y el capitán Servadac, consultando su reloj, comprobó que la noche había durado seis horas solamente.

Seis horas de sueño no eran suficientes para Ben-Zuf, pero fue preciso despertar al intrépido durmiente.

Héctor Servadac lo sacudió bruscamente, diciendo:

—Vamos, levántate, y en marcha.

—Hola, mi capitán —respondió Ben-Zuf, frotándose los ojos—. Me parece que he dormido menos que de ordinario, porque tengo aún mucho sueño.

—Has dormido toda la noche.

—Pero ¿ha pasado ya una noche entera?

—Una noche de seis horas, pero una noche entera, con la que será preciso que te contentes.

—Procuraré contentarme.

—En marcha, no hay tiempo que perder. Volvamos al gurbí por el camino más corto y veamos qué suerte han corrido nuestros caballos, y qué
piensan.


Piensan
, sin duda —respondió el asistente—, que no les he dado pienso desde ayer. Así, pues, voy a dárselo y a limpiarlos con gran esmero, mi capitán.

—Bueno, bueno; pero despáchate y, cuando estén ensillados, haremos un reconocimiento del terreno. Necesitamos saber lo que ha quedado de Argelia.

—¿Y después?

—Luego, si no podemos llegar a Mostaganem por el Sur, iremos a Túnez por el Este.

El capitán Servadac y su ordenanza volvieron a emprender la marcha por el sendero de las rocas que conducía al gurbí. Como tenían gran apetito, recogieron por el camino los higos, dátiles y naranjas que pendían al alcance de su mano. En aquella parte del territorio, absolutamente desierto y convertido en un vasto vergel a beneficio de nuevas plantaciones, los guardas no podían denunciarlos.

Hacía hora y media que se habían separado de la playa que fue en otro tiempo orilla derecha del Cheliff, cuando llegaron al gurbí y encontraron a los caballos lo mismo que los habían dejado. Nadie había pasado por allí durante su ausencia, y la parte oriental del territorio parecía tan desierta como la occidental que acababan de recorrer.

Pronto fueron hechos los preparativos para la marcha.

Ben-Zuf llenó su morral con algunos panes de gaceta y cajas de conservas de carne; pero de la bebida no se preocuparon, porque los muchos y límpidos arroyos que atravesaban la llanura eran suficientes para proveerles de agua. Estos antiguos afluentes de un río habíanse convertido en ríos que desaguaban en el Mediterráneo.

Céfiro
, el caballo del capitán Servadac, y
Galeta
(recuerdo del molino de Montmartre), yegua de Ben-Zuf, fueron ensillados rápidamente y al punto salieron los jinetes, galopando hacia el Cheliff.

Los caballos, que en igual proporción que los hombres, experimentaban los efectos de las modificaciones físicas, no eran ya simples cuadrúpedos, sino verdaderos hipogrifos, cuyos pies apenas tocaban el suelo. Por fortuna, Héctor Servadac y Ben-Zuf eran buenos jinetes y, aflojando las riendas, excitaron, en vez de refrenar, a sus cabalgaduras.

Los ocho kilómetros que separaban el gurbí de la desembocadura del Cheliff fueron recorridos en veinte minutos, y, luego, a paso más moderado, comenzaron a bajar hacia el Sudeste, siguiendo la antigua orilla derecha del río.

Aquel litoral conservaba el aspecto que lo caracterizaba cuando era una simple orilla del Cheliff; pero toda la parte de la otra orilla había sido remplazada por el horizonte del mar. Era de suponer, por consiguiente, que, a lo menos hasta el límite trazado por este horizonte, toda aquella parte de la provincia de Oran, delante de Mostaganem, se había sumergido durante la noche del 31 de diciembre al 1.° de enero.

El capitán Servadac conocía muy bien aquel territorio por haberlo explorado y por haber hecho su triangulación, y podía orientarse con perfecta exactitud. Su objeto era, después de haberlo reconocido en la mayor extensión posible, escribir una memoria, que dirigiría…

¿Adonde, a quién y cuándo? No lo sabía.

Durante las cuatro horas que quedaban del día, los dos jinetes anduvieron unos 35 kilómetros desde la desembocadura del Cheliff, y cuando la noche los envolvió en sus sombras, acamparon cerca de un ligero recodo de lo que había sido río y en el que la víspera desaguaba el Mina, afluente de su orilla izquierda, a la sazón absorbido por el nuevo mar.

Tampoco habían encontrado alma viviente durante aquella excursión, lo que no dejaba de ser extraño.

Ben-Zuf organizó el campamento lo mejor que le fue posible; trabó los caballos para que pacieran a su gusto la hierba espesa que tapizaba las orillas; y la noche transcurrió sin incidente alguno digno de ser mencionado.

Al día siguiente, 2 de enero, es decir, en el momento en que debía haber comenzado la noche del 1 al 2 de enero, según el antiguo calendario terrestre, el capitán Servadac y su asistente montaron de nuevo a caballo y continuaron la exploración del litoral. Habiéndose emprendido la marcha al salir el Sol y no cesando de caminar durante las seis horas del día, recorrieron unos 60 kilómetros.

El territorio estaba limitado como siempre por la antigua orilla derecha del río. Sólo a 20 kilómetros poco más o menos, del Mina, una parte importante de la orilla había desaparecido, y con ella habíase sumergido en el mar el pueblo de Surkelmittou con los ochocientos habitantes que contenía. ¿Quién sabe si no habían sufrido la misma suerte otras poblaciones más importantes de aquella parte de Argelia situadas al otro lado del Cheliff, como Mazagán, Mostaganem y Orleansville?

Servadac, después de haber contorneado la pequeña bahía, formada nuevamente por la ruptura de la orilla, encontró la margen del río frente al sitio que debía ocupar el pueblo mixto de AmmiMuza, el antiguo Khamis de los BeniUragh; pero no quedaba vestigio alguno de aquella capital de distrito, ni aun del pico de Mankura, que tenía 1.126 metros y delante del cual estaba el pueblo edificado.

Ambos exploradores acamparon aquella noche en un ángulo que por aquella parte terminaba bruscamente su antiguo dominio. Era casi el lugar en que debía encontrarse la importante población de Memounturroy, de la que no quedaba ya vestigio alguno.

—¡Y yo que había pensado cenar y dormir esta noche en Orleansville! —dijo el capitán Servadac, contemplando el oscuro mar que a la sazón se extendía ante él.

—Imposible, mi capitán —respondió Ben-Zuf—, a no ser que vayamos en barca.

—¿Sabes, Ben-Zuf, que vivimos por milagro?

—Cierto, mi capitán; y no es la primera vez. Ya verá usted cómo encontramos manera de atravesar este mar para pasar a Mostaganem.

—¡Hum! Si estamos en una península, como es de suponer, será más bien a Túnez adonde tengamos que ir en busca de noticias.

—O a darlas —se apresuró a responder Ben-Zuf.

Cuando, seis horas después, volvió a salir el Sol, el capitán Servadac examinó la nueva conformación del territorio.

Desde el punto en que había acampado durante la noche, el litoral seguía entonces la línea SurNorte. No era ya una orilla natural como la del Cheliff, porque una nueva rotura limitaba la antigua llanura, y en el ángulo que formaba, faltaba, como se ha dicho, el pueblo de Memounturroy.

Además, Ben-Zuf subió a la cumbre de una colina situada algo más atrás y no pudo ver nada más allá del horizonte de mar. No había tierra alguna a la vista y, por consiguiente, no existía Orleansville, que debía encontrarse a diez kilómetros hacia el Sudoeste.

Capitán y asistente abandonaron, pues, el lugar en que habían acampado y siguieron la nueva playa entre terraplenes caídos, campos bruscamente cortados, árboles arrancados de raíz y que caían sobre las aguas, y entre los cuales veíanse algunos viejos olivos cuyo tronco, fantásticamente festoneado, parecía haber sido cortado con un hacha.

Los dos jinetes caminaban a la sazón con más lentitud, porque el litoral, festoneado de aberturas y de cabos, les obligaba a dar rodeos con frecuencia, de suerte que al ponerse el Sol, después de haber recorrido treinta y cinco kilómetros, sólo habían llegado al pie de las montañas del Meryeyah, que antes de la catástrofe terminaban por aquella parte la cadena del pequeño Atlas.

En aquel paraje la cadena se había roto violentamente, levantándose a pico sobre el litoral.

A la mañana siguiente atravesaron a caballo una de las gargantas de la montaña, subieron a pie a una de las cimas más altas y reconocieron al fin aquella estrecha porción del territorio argelino, de la que, según todas las apariencias, eran los únicos habitantes.

Desde la base del Meryeyah hasta las últimas playas del Mediterráneo y en una longitud de uno treinta kilómetros, desarrollábase una nueva costa; pero este territorio no estaba unido por istmo alguno con el de Túnez, que había desaparecido. No era, pues, una península, sino una isla la que los dos exploradores acababan de examinar, viéndose obligado el capitán Servadac, desde las alturas que ocupaban, a reconocer, con gran sorpresa suya, que el mar le rodeaba por todas partes, y que en cuanto la vista abarcaba no había tierra alguna.

Aquella isla, de reciente formación en el suelo argelino, tenía la forma de un cuadrilátero irregular, casi un triángulo, cuyo perímetro podía descomponerse de este modo: 120 kilómetros en la antigua orilla derecha del Cheliff; 35 kilómetros del Sur al Norte, subiendo hasta la cadena del pequeño Atlas; 30 kilómetros desde allí, en línea oblicua, hasta el mar, y 100 kilómetros del antiguo litoral del Mediterráneo; total, 285 kilómetros.

—Perfectamente —dijo el oficial—. ¿Pero, puede saberse por qué?

—¡Bah! ¿Por qué no? Las cosas suceden porque tienen que suceder. Si el Padre Eterno lo ha querido, mi capitán, es necesario conformarnos con su santa voluntad.

Ambos descendieron a la llanura, volvieron a montar en sus caballos, que habían estado paciendo tranquilamente, y aquel día llegaron al litoral del Mediterráneo sin encontrar el menor vestigio de la pequeña ciudad de Montenotte, que también había desaparecido como Túnez, de la que no se veía en el horizonte ni una sola casa.

Al día siguiente, 5 de enero, reconocieron la orilla de Mediterráneo, cuyo litoral no había sido respetado tan completamente como pensaba el oficial de Estado Mayor. Las poblaciones de CalatChimah, Agmis, Murabat y PointeBasse habían desaparecido. Los cabos no habían podido resistir el choque y habíanse desprendido del territorio. Por lo demás, los exploradores se cercioraron de que en su isla no había otros habitantes que ellos mismos, a pesar de que la fauna estaba representada por algunos rebaños de rumiantes que erraban por la llanura.

El capitán Servadac y su asistente habían empleado en recorrer el perímetro de la isla, cinco de los nuevos días o, lo que es lo mismo, dos días y medio de los antiguos. Hacía, pues, sesenta horas que habían salido del gurbí cuando entraron de nuevo en él.

—¿Qué le parece a usted de esto, mi capitán? —preguntó Ben-Zuf.

—¿Qué te parece a ti, Ben-Zuf?

—Que ya es usted gobernador general de Argelia.

—¡Una Argelia sin habitantes!

—Pues qué, ¿no soy yo nadie?

—Entonces, tú serás…

—La población, mi capitán, la población.

—¿Y mi rondó? —dijo el capitán cuando se metió en el lecho—. No valía la pena trabajar tanto con la imaginación para hacerlo.

Capítulo VII
EN EL QUE BEN-ZUF CREE DEBER QUEJARSE DE LA NEGLIGENCIA DEL GOBERNADOR GENERAL

NO habían transcurrido diez minutos aún cuando el gobernador general y la población dormían ya profundamente en una de las habitaciones de la casa, porque el gurbí continuaba envuelto en sus ruinas. Esto no obstante, el sueño del oficial fue de poca duración: la idea de que, si había observado tantos efectos nuevos, sus primeras causas continuaban siéndole desconocidas, le desveló. Un esfuerzo de memoria le recordó ciertas leyes generales que creía haber olvidado, y se preguntó si aquellos fenómenos podrían ser efecto de un cambio en la inclinación del eje terrestre sobre la eclíptica. Semejante trastorno habría explicado el trastorno de los mares y quizás el de los puntos cardinales; pero no habría ocasionado la disminución de las horas del día ni la de la intensidad de la gravedad en la superficie del globo. Tuvo, pues, que renunciar a esta hipótesis, lo que le desagradó mucho, porque no tenía otra que hacer. Pero la serie de singularidades no había, sin duda, concluido, y posiblemente algún otro fenómeno le ayudaría a describir la causa de cuanto estaba viendo. Así lo esperaba, por lo menos.

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