Héctor Servadac (48 page)

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Authors: Julio Verne

Tags: #Aventuras, Ciencia Ficción, Clásico

BOOK: Héctor Servadac
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Era un magnífico espectáculo el de aquel mar que se descoyuntaba y se disolvía. Oyóse «la voz de los hielos», según expresión de los balleneros; serpentearon de modo caprichoso los primeros filetes de agua sobre las pendientes del volcán, y se improvisaron torrentes que se convirtieron en cascadas en pocos días. Las nieves de las alturas se derretían por todas partes.

Al mismo tiempo comenzaron a elevarse sobre el horizonte densos vapores que, poco a poco, se transformaron en nubes, movidas rápidamente por los vientos que habían estado callados durante el largo invierno galiano. Seguramente iban a producirse alteraciones atmosféricas, pero, en suma, era la vida la que volvía con el calor y la luz a la superficie del cometa.

Entonces ocurrieron dos accidentes ya previstos que ocasionaron la destrucción de la marina galiana.

Al empezar el deshielo, la goleta y la urca estaban levantadas a cien pies sobre el nivel del mar. Su enorme pedestal habíase inclinado ligeramente, y su base, minada por las aguas más cálidas, como sucede en los témpanos de hielo del mar Ártico, amenazaba sepultarse. Era imposible salvar los buques y sólo el globo podía remplazarlos.

La catástrofe sobrevino durante la noche del 12 al 13 de noviembre A consecuencia del rompimiento del equilibrio, la masa de hielo hundióse de repente y la
Hansa
y la
Dobryna
se estrellaron contra los arrecifes del litoral.

A pesar de que los colonos esperaban esta desgracia, y estaban convencidos de que no podían evitarla, les impresionó dolorosamente, como si les faltara algo de la Tierra.

Mencionar todas las lamentaciones que profirió Isaac Hakhabut ante aquella destrucción instantánea de su urca y las maldiciones que lanzó contra la mala raza, sería imposible. Acusó al capitán Servadac y a los suyos, diciendo que si no le hubieran obligado a llevar la
Hansa
a aquella ensenada de Tierra Caliente y la hubieran dejado en el puerto de la isla Gurbí, no habría ocurrido aquella catástrofe. Todo se había hecho contra su voluntad; los jefes eran responsables y, cuando volvieran a la Tierra, les pediría ante los tribunales que le indemnizaran los daños y perjuicios que le habían ocasionado.

—¡Rayos y centellas! —exclamó el capitán Servadac—. O se calla usted, o mando que lo aten. Isaac Hakhabut adoptó el partido de guardar silencio, volviéndose a su oscura habitación.

El 14 de diciembre quedó terminado el globo, que, cuidadosamente cosido y barnizado, ofrecía notable solidez. La red había sido hecha con las cuerdas más pequeñas de la
Dobryna
, y la navecilla, con los mimbres que formaban los departamentos a bordo de la
Hansa
. En ella podían instalarse convenientemente veintitrés personas. Además, sólo se trataba de una corta ascensión, que duraría el tiempo necesario para penetrar con la atmósfera de Galia en la atmósfera terrestre, y no había que pensar en comodidades.

Únicamente faltaba averiguar la hora, el minuto y el segundo del choque del cometa con la Tierra, acerca de lo cual el terco y avinagrado Palmirano Roseta no había querido todavía decir una palabra.

En aquella época, Galia volvió a cortar la órbita de Marte, que estaba a una distancia de cincuenta y seis millones de leguas, y nada había que temer por esta parte.

Sin embargo, aquel día, 15 de diciembre, durante la noche, temieron los galianos que hubiera llegado su última hora, porque prodújose una especie de terremoto, y el volcán se agitó como si hubiera sido sacudido por alguna convulsión subterránea.

El capitán Servadac y sus compañeros creyeron que el cometa se deshacía y se apresuraron a salir de las profundidades de la roca.

Al mismo tiempo, oyéronse gritos en el observatorio, y se presentó el desdichado profesor, llevando en la mano un trozo de su anteojo.

Nadie lo compadeció; en aquella oscura noche un segundo satélite parecía gravitar alrededor de Galia.

Era un fragmento de este mismo cometa.

A consecuencia de una expansión interior, Galia se había dividido en dos, como en otro tiempo el cometa de Gambart, y un enorme fragmento desprendido del cometa mismo había sido lanzado al espacio, llevándose consigo a los ingleses de Ceuta y a los ingleses de Gibraltar.

Capítulo XVIII
LOS GALIANOS SE PREPARAN PARA CONTEMPLAR DESDE CIERTA ALTURA EL CONJUNTO DE SU ASTEROIDE

QUÉ consecuencia podía acarrear aquel grave acontecimiento a los habitantes de Galia? El capitán Servadac y sus compañeros no se atrevían a responder a esta pregunta.

Apareció nuevamente el Sol sobre el horizonte, con tanta mayor intensidad cuanto que la desmembración de Galia había producido este resultado. Si el cometa no había modificado su rotación y continuaba girando sobre su eje de Oriente a Occidente, la duración de la rotación diurna había quedado reducida a la mitad. El intervalo entre dos salidas del Sol era ya de seis horas en vez de doce. Tres horas después de haber aparecido en el horizonte el astro radiante se ponía en el horizonte opuesto.

—¡Diablos! —exclamó el capitán Servadac—. Nuestro año va a ser ahora de dos mil ochocientos días.

—El almanaque no va a tener santos bastantes para todos los días de este año —dijo Ben-Zuf. Y, en efecto, si Palmirano Roseta hubiera querido rehacer su calendario con arreglo a la nueva duración de los días, habría tenido que hablar del 238 de junio o del 325 de diciembre.

En cuanto al fragmento de Galia que se había llevado a los ingleses y a Gibraltar, no tardó en verse gravitando alrededor del cometa, y que cada vez se iba alejando más de él. ¿Pero se había llevado consigo una parte cualquiera del mar y de la atmósfera de Galia? ¿Tenía suficientes condiciones de habitabilidad? ¿Y, en fin, volvería alguna vez a la Tierra?

Esto no podía saberse entonces.

¿Qué influencia podía ejercer semejante desmembración en la marcha de Galia? Esto era 'o que el conde Timascheff, el capitán Servadac y el teniente Procopio habíanse preguntado desde luego. El primer efecto que habían experimentado era el aumento de sus fuerzas musculares y la nueva disminución de la gravedad. Habiendo disminuido notablemente la masa de Galia, ¿no se modificaría su celeridad, y no podía temerse que se adelantara o retrasara su revolución, evitando con ello el choque con la Tierra?

Ésta habría sido una irreparable desgracia.

¿Había variado la celeridad de Galia? El teniente Procopio no lo creía. Sin embargo, como no tenía conocimientos suficientes en esta materia, no se atrevía a hacer afirmación alguna a este respecto.

Sólo Palmirano Roseta podía responder a esta pregunta, y era preciso a todo trance, por la persuasión o por la violencia, obligarle a hablar y a decir cuál era la hora precisa en que debía ocurrir el choque.

Desde luego, y durante los días siguientes, se advirtió que el profesor estaba de un humor endiablado. ¿Era por haber perdido su famoso telescopio, o porque la división de Galia en dos fragmentos no había alterado su celeridad, y, por consiguiente, iba a encontrar a la Tierra en el momento previsto?

Efectivamente, si a consecuencia de la división del cometa se hubiera adelantado o retrasado en su marcha, hasta el punto de comprometer su vuelta a la Tierra, Palmirano Roseta no habría podido disimular su satisfacción, y, como no manifestaba alegría alguna, era indudable que no tenía motivos para estar alegre, por lo menos desde este punto de vista.

Tales eran las conjeturas que nacían el capitán Servadac y sus compañeros; pero esto no era suficiente, se necesitaba arrancar a aquel erizo su secreto.

Al fin, el capitán Servadac consiguió lo que deseaba, arrancándole el secreto al profesor, lo que acaeció casi por sorpresa.

Era el 18 de diciembre, Palmirano Roseta, exasperado, acababa de discutir agriamente con Ben-Zuf, que había insultado al profesor en su cometa, preguntando qué especie de astro era aquel que se rompía como un juguete de niño, que estallaba como un arpa vieja y que se hendía como una nuez seca. Y tantas y tales cosas llegó a decir de Galia el ordenanza de Héctor Servadac, que si Palmirano Roseta no estalló entonces de cólera, como un triquitraque, debe creerse que lo debió a un milagro de la divina Providencia. Los dos se habían arrojado a la cabeza recíprocamente, el uno Galia, y el otro Montmartre.

La casualidad hizo que el capitán Servadac llegara en el momento en que la discusión era más viva. No sabemos si por inspiración celeste o por otra causa, se le ocurrió que, puesto que la suavidad empleada de nada había servido para obtener la revelación que se esperaba de Palmirano Roseta, acaso la violencia sería más eficaz, y se puso de parte de Ben-Zuf.

Esto aumentó la cólera del profesor que se deshizo en improperios contra su ex discípulo. El capitán Servadac fingió encolerizarse también.

—Señor profesor —dijo—, tiene usted una libertad de lenguaje que no me conviene, y que estoy resuelto a no tolerar durante más tiempo. Usted no recuerda que habla al gobernador general de Galia.

—Y usted —contestó el irascible astrónomo— olvida que está hablando con su propietario.

—No importa, señor profesor; los derechos de propiedad de usted son muy dudosos.

—¿Dudosos?

—Y puesto que no podemos ya volver a la Tierra, se someterá usted en lo sucesivo a las leyes que rigen en Galia.

—¡Ah! ¿De veras? —dijo Palmirano Roseta—. ¿Me someteré en lo sucesivo?

—Sí, señor, y especialmente ahora que Galia no ha de volver a la Tierra, y que, por consiguiente, estamos condenados a vivir aquí eternamente —respondió el capitán Servadac.

—¿Y por qué no ha de volver Galia a la Tierra? —preguntó el profesor con acento despectivo.

—Porque, habiéndose dividido en dos pedazos —respondió el capitán Servadac—, su masa ha disminuido, y, por consiguiente, se habrá modificado su celeridad.

—¿Y quién dice tamaño disparate?

—Yo lo digo; y todo el mundo lo dice también.

—Pues bien, capitán Servadac, usted y todos los que dicen eso son unos…

—¡Señor Roseta!

—Son unos ignorantes, unos asnos que desconocen por completo la mecánica celeste.

—¡Cuidado, señor profesor!

—¡Y no saben nada de la física más elemental!

—¡Señor profesor!

—¡Ah, mal discípulo! —exclamó el profesor, completamente exasperado—. ¡No he olvidado que en otro tiempo era usted la deshonra de mi clase!

—¡Eso es demasiado!

—¡Que era usted la ignominia del colegio Carlomagno!

—¡Si no calla usted…!

—No, no me callaré, y tendrá usted que oírme, por más capitán que sea. ¡Valientes físicos son ustedes! ¡Porque la masa de Galia ha disminuido, creen que se ha modificado su celeridad tangencial! ¡Como si la celeridad no dependiera únicamente de la primordial combinación con la atracción solar! ¡Como si las perturbaciones no se calcularan, prescindiendo de la masa de los astros perturbados! ¿Acaso es conocida la masa de los cometas? No. ¿Y no se calculan, sin embargo, sus perturbaciones? Sí. ¡Ah! ¡Me inspira usted lástima!

El profesor iba entusiasmándose cada vez más, y Ben-Zuf, tomando por lo serio la cólera del capitán Servadac, le dijo:.

—¿Quiere usted que le parta en dos, mi capitán, como se ha partido su cometa?

—¡Imbécil! ¡Atrévase usted a tocarme siquiera con el dedo! —exclamó Palmirano Roseta, irguiéndose cuanto permitía su pequeña estatura.

—Señor profesor —dijo vivamente el capitán Servadac—, sabré hacer entrar a usted en razón.

—Y yo le llevaré a usted ante los tribunales competentes por maltratarme de palabra y de hecho.

—¿Los tribunales de Galia?

—No, señor capitán, los tribunales de la Tierra.

—¡Bah! La Tierra está muy lejos —dijo el capitán.

—Por lejos que esté —repuso Palmirano Roseta, excesivamente sofocado—, no dejaremos de cortar su órbita en el nudo ascendente en la noche del 31 de diciembre al 1.° de enero, y llegaremos a ella a las dos horas cuarenta y siete minutos treinta y cinco segundos y seis décimas de segundo de la madrugada…

—Mi querido, respetado y sabio profesor —respondió el capitán Servadac, saludándolo graciosamente—, no deseaba saber más de usted.

Y separóse de Palmirano Roseta, que se quedó estupefacto, y a quien Ben-Zuf creyó también deber saludar no menos graciosamente que su capitán.

Héctor Servadac y sus compañeros sabían al fin lo que tanto les interesaba saber. A las dos horas, cuarenta y siete minutos, treinta y cinco segundos y seis décimas de la madrugada del 1.º de enero el cometa Galia volvería a chocar con la Tierra.

Faltaban por consiguiente, trece días terrestres, o sea veintiséis días galianos del antiguo calendario, o cincuenta y dos del nuevo.

Mientras tanto, hacíanse los preparativos para la partida con sin igual ardor; todos ansiaban que llegara el momento de salir de Galia, y a todos parecía el globo inventado por el teniente Procopio el medio más seguro de evitar el riesgo que les amenazaba. Deslizarse con la atmósfera galiana en la atmósfera terrestre, parecíales cosa facilísima, olvidándose los mil peligros de aquella situación sin precedente en los viajes aerostáticos. Nada era para ellos más natural; y sin embargo, el teniente Procopio repetía, con razón, que el globo, súbitamente detenido en su movimiento de traslación, se quemaría con toda la gente que llevara, si Dios no hacía un milagro. El capitán Servadac mostrábase en presencia de los colonos entusiasmado, y Ben-Zuf, que siempre había ansiado dar un paseo en globo, pensando haber llegado al colmo de sus aspiraciones.

El conde Timascheff, más frío, y el teniente Procopio, más reservado, reflexionaron acerca de los peligros que ofrecía aquella tentativa; pero estaban dispuestos a todo.

En aquella época el mar, libre de los hielos, había vuelto a ser navegable. Preparóse la chalupa de vapor, y con el carbón que quedaba se hicieron varios viajes a la isla de Gurbí.

El capitán Servadac, Procopio y algunos marinos rusos fueron los primeros que emprendieron este viaje y encontraron que la isla Gurbí y el cuerpo de guardia habían sido respetados por aquel invierno.

Varios arroyuelos regaban la superficie del suelo; las aves que habían abandonado a Tierra Caliente, habíanse vuelto a instalar en aquel rincón de tierra fértil, donde veían de nuevo el verdor de las praderas y de los árboles. La influencia de aquel calor ecuatorial de los días de tres horas, había hecho crecer nuevas plantas, sobre las que el Sol derramaba sus rayos perpendiculares con extraordinaria intensidad. Era el estío ardiente que sucedía casi de repente al invierno.

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