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Authors: Julio Verne

Tags: #Aventuras, Ciencia Ficción, Clásico

Héctor Servadac (14 page)

BOOK: Héctor Servadac
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—Señores —dijo el conde Timascheff—, el desastre ha sido inmenso. En toda la parte oriental del Mediterráneo no hemos encontrado vestigio alguno de antiguos territorios ni de Argelia ni de Túnez, exceptuando una roca que sobresalía cerca de la antigua Cartago y que contenía el sepulcro del rey de Francia…

—¿Luis IX, verdad? —dijo el brigadier.

—¡Más conocido bajo el nombre de San Luis, caballero! —repuso el capitán Servadac, a quien el brigadier Murphy se dignó dirigir una semisonrisa de aquiescencia.

Luego, el conde Timascheff refirió que la goleta había bajado al Sur hasta el golfo de Gabes; que el mar del Sahara había dejado de existir, cosa que a los dos ingleses pareció muy natural, por ser una creación francesa; que había aparecido una nueva costa de extraña forma frente al litoral de Trípoli y que subía hasta el Norte siguiendo el duodécimo meridiano hasta la altura de Malta, poco más o menos.

—Y esa isla inglesa —se apresuró a agregar el capitán Servadac—, Malta, con su ciudad, su gola, sus fuertes, sus soldados, sus oficiales y su gobernador, ha corrido la misma suerte que el territorio de Argel sepultándose en el abismo.

La frente de los dos ingleses se oscureció un momento; pero casi inmediatamente su rostro reflejó la duda. Los oficiales de Inglaterra no daban crédito a lo que acababa de decir el oficial francés.

—Ese hundimiento absoluto es inadmisible —dijo el brigadier Murphy.

—¿Por qué? —preguntó el capitán Servadac.

—Porque Malta es una isla inglesa —se apresuró a responder el mayor Oliphant.

—Pues precisamente por ser inglesa ha desaparecido del mismo modo que si hubiera sido china —respondió el capitán Servadac.

—Ustedes han debido equivocarse en sus cálculos durante el viaje de la goleta.

—No, señores —dijo el conde Timascheff—, no nos hemos equivocado, y no hay más remedio que ceder a la evidencia. Inglaterra ha experimentado sin duda alguna grandes pérdidas en este desastre, pues no sólo ha desaparecido la isla de Malta, sino que un nuevo continente ha cerrado completamente el fondo del Mediterráneo. Sin un estrecho paso que rompe en un solo punto la línea de su litoral nos habría sido imposible llegar hasta aquí. Así, pues, por desgracia está averiguado que, si nada queda de Malta, tampoco queda sino muy poca cosa de las islas Jónicas que desde hace algunos años han entrado de nuevo bajo el protectorado inglés.

—Y no creo —añadió el capitán Servadac— que S. E. el alto comisario británico, jefe de ustedes, que residía en estas islas, pueda felicitarse del resultado de la catástrofe.

—¿El alto comisario nuestro jefe? —dijo el brigada Murphy como si no hubiera entendido lo que se le decía.

—Tampoco ustedes tienen grandes motivos de felicitación —agregó el capitán Servadac—, por lo que les queda de Corfú.

—¿Corfú? —preguntó el mayor Oliphant—. ¿El señor capitán ha dicho Corfú?

—Sí, Cor-fú —repitió Héctor Servadac.

Los dos ingleses, profundamente asombrados, guardaron silencio durante algunos instantes, preguntándose qué significaban las palabras del oficial francés; pero su sorpresa subió de punto cuando el conde Timascheff les preguntó si habían recibido noticias de Inglaterra, por los buques ingleses o por el cable submarino.

—No, señor conde, porque el cable se ha roto —respondió el brigadier Murphy.

—Entonces, señores, ¿están ustedes en comunicación con el continente por medio de los telégrafos italianos?

—¿Italianos? —dijo el mayor Oliphant—. Querrá usted decir seguramente los telégrafos españoles.

—Italianos o españoles —repuso el capitán Servadac—, no importa, señores, con tal que hayan ustedes recibido noticias de la metrópoli.

—No hemos recibido noticia alguna —respondió el brigadier Murphy—; pero estamos tranquilos porque no puede tardar…

—A no ser que haya desaparecido también la metrópoli —dijo seriamente el capitán Servadac.

—¡Que haya desaparecido la metrópoli!

—Sí, que no exista Inglaterra.

—¡Que no exista Inglaterra!

El brigadier Murphy y el mayor Oliphant habíanse levantado mecánicamente como impulsados por un resorte.

—Me parece —dijo el brigadier Murphy— que antes que Inglaterra debe haber desaparecido Francia.

—Francia debe ser más sólida porque está en el continente —respondió Servadac animándose.

—¿Más sólida que Inglaterra…?

—Inglaterra es sólo una isla, y una isla de contextura bastante dislocada que puede haber sido aniquilada por completo.

Avecinábase una violenta escena entre los oficiales ingleses y el francés; los primeros habíanse sulfurado y el capitán Servadac estaba decidido a sostener el choque. El conde Timascheff trató de apaciguar a aquellos adversarios a quienes una simple cuestión de nacionalidad irritaba, pero no lo consiguió.

—Señores —dijo el capitán Servadac—, me parece que esta discusión debe continuarse al aire libre, porque ustedes están aquí en su casa y si quieren salir fuera…

Héctor Servadac salió efectivamente de la habitación, seguido por el conde Timascheff y por los dos ingleses, yendo todos a reunirse sobre un terraplén que formaba la parte superior del islote, y que consideraba el capitán como terreno neutral.

—Señores —dijo éste dirigiéndose a los dos ingleses—, por pobre que haya quedado Francia, después de haber perdido la colonia de Argel, se encuentra en disposición de responder a todas las provocaciones, cualesquiera que éstas sean y vengan de donde vinieren. Por lo tanto, yo, oficial francés, tengo el honor de representarla en este islote con el mismo título que ustedes representan a Inglaterra.

—Perfectamente —respondió el brigadier Murphy.

—Y no puedo permitir…

—Ni yo —dijo el mayor Oliphant.

—Y puesto que nos hallamos en terreno neutral…

—¡Neutral! —exclamó el brigadier Murphy—. Ustedes están aquí en territorio inglés, caballero.

—¡Inglés!

—Eso es, en territorio cubierto por el pabellón británico.

Y el brigadier mostró el pabellón del Reino Unido que flotaba en la cima más alta del islote.

—¡Bah! —exclamó con ironía el capitán Servadac—. Porque han tenido ustedes el capricho de izar ese pabellón después de la catástrofe…

—Estaba allí antes del cataclismo.

—Pabellón de protectorado, y no de posesión, señores.

—¡De protectorado! —exclamaron los dos oficiales.

—¡Señores! —dijo Héctor Servadac golpeando el suelo con el pie—. Este islote es cuanto queda ya de un territorio, de una república representativa sobre la que Inglaterra no ha tenido jamás sino un derecho de protección.

—¡Una república! —replicó el brigadier Murphy abriendo desmesuradamente los ojos.

—Y aun así —continuó el capitán Servadac—, ese derecho, diez veces perdido y diez veces recuperado, que Inglaterra se ha arrogado sobre las islas Jónicas, era muy discutible.

—¡Las islas Jónicas! —exclamó el mayor Oliphant.

—Y aquí en Corfú…

—¡Corfú!

Al oír esto, los ingleses expresaron una sorpresa tan extremada que el conde Timascheff, que hasta entonces se había mantenido en una reserva muy prudente, aunque inclinado a defender la causa del oficial de Estado Mayor, creyó que debía intervenir en la discusión. Iba, pues, a dirigir la palabra al brigadier Murphy, cuando éste, tranquilizándose de pronto, dijo al capitán Servadac:

—Caballero, no debo dejar a ustedes durante más tiempo en un error cuya causa me es imposible adivinar. Aquí se encuentran ustedes en terreno inglés por derecho de conquista y de posesión desde 1704; derecho que nos fue confirmado por el tratado de Utrecht. Es verdad que Francia y España han tratado de disputárnoslo muchas veces: en 1727, en 1779, en 1782, pero sin obtener resultado alguno. Así, pues, ustedes se encuentran aquí en este islote, por pequeño que sea, tan en territorio inglés como si estuvieran en la plaza de Trafalgar en Londres.

—¿No estamos, pues, en Corfú, en la capital misma de las islas Jónicas? —preguntó el conde Timascheff profundamente sorprendido.

—No, señores, no —respondió el brigadier Murphy—. Están ustedes en Gibraltar.

¡Gibraltar! Esta palabra estalló como un rayo en los oídos del conde Timascheff y del oficial de Estado Mayor, que creían encontrarse en Corfú, en el extremo oriental del Mediterráneo, y se encontraban en Gibraltar, en el extremo occidental, a pesar de que la
Dobryna
no había retrocedido nunca durante su viaje de exploración.

Era, pues, un acontecimiento nuevo, cuyas consecuencias se necesitaba deducir. El conde Timascheff se disponía a hacerlo, cuando llamaron su atención varios gritos.

Se volvió, y con gran asombro vio a la tripulación de la
Dobryna
luchando a brazo partido con los soldados ingleses.

¿Cuál era la causa del altercado? Sencillamente una disputa entre el marinero Panofka y el cabo Pim, a causa de que el proyectil lanzado por el cañón, después de haber roto una de las berlingas de la goleta, había hecho pedazos la pipa de Panofka, rozando a éste ligeramente la nariz.

Por lo tanto, mientras el conde Timascheff y el capitán Servadac apenas podían entenderse con los oficiales ingleses, la tripulación de la
Dobryna
estaba a punto de venir a las manos con la guarnición del islote.

Como era natural, Héctor Servadac tomó partido por Panofka, y el mayor Oliphant le dijo que Inglaterra no era responsable de sus proyectiles, que toda la culpa de lo ocurrido era del marinero ruso que se había puesto al paso de la bala de cañón y que si hubiera sido chato no le habría acontecido aquel lance.

Esto irritó al conde Timascheff, y después de haberse cruzado palabras descomedidas entre los oficiales ingleses y el ruso, éste ordenó a su tripulación que se embarcara inmediatamente.

—Nos volveremos a ver, señores —dijo el capitán Servadac a los dos ingleses.

—Cuando ustedes gusten —respondió el mayor Oliphant.

En realidad de verdad, aquel nuevo fenómeno que ponía a Gibraltar donde geográficamente hubiera debido encontrarse Corfú, no debía inspirar al conde Timascheff y al capitán Servadac más que un solo pensamiento: volver uno a Rusia y otro a Francia.

Por esta razón, la
Dobryna
aparejó enseguida y dos horas después ya no se veía desde su borda nada de lo que había quedado de Gibraltar.

Capítulo XV
EN EL OUE SE DISCUTE PARA LLEGAR AL DESCUBRIMIENTO DE UNA VERDAD Y LOS DISCUTIDORES SE APROXIMAN
QUIZAS A ELLA

EL conde Timascheff, el capitán Héctor Servadac y el teniente Procopio pasaron las primeras horas de la navegación discutiendo las consecuencias del hecho nuevo e inesperado que acababa de revelarse. Si no debían deducir de esta discusión la verdad entera, iban por lo menos a averiguar algo del misterio de su extraña situación.

Efectivamente, sabían ya de un modo positivo que la
Dobryna
, partiendo de la isla Gurbí, es decir del primer grado de longitud occidental había sido detenida en el nuevo litoral en el grado 13 de longitud oriental, o lo que es lo mismo, que había recorrido 15°. Añadiendo a éstos la longitud de aquel estrecho que le había dado paso a través del continente desconocido, o sean 3 grados y medio aproximadamente, agregando la distancia que separaba el otro extremo de aquel estrecho de Gibraltar, o sean unos 4°, y la que separaba a Gibraltar de la isla Gurbí, esto es, 7°, se completaban 29°.

Por consiguiente, la
Dobryna
, partiendo de la isla Gurbí y volviendo a su punto de partida después de seguir evidentemente el mismo paralelo, o en otros términos, después de describir una circunferencia completa, habría recorrido aproximadamente 29°, esto es, 2.320 kilómetros en total contando 80 kilómetros por cada grado.

Y puesto que los navegantes de la
Dobryna
habían encontrado a Gibraltar en lugar de Corfú y de las islas Jónicas, debía deducirse, por consecuencia, que el resto del globo terrestre, o sea un total de 332°, había desaparecido en absoluto. Antes de la catástrofe, para ir de Malta a Gibraltar siguiendo la dirección de Oriente, se habría precisado atravesar la segunda mitad oriental del Mediterráneo, el canal de Suez, el mar Rojo, el océano Indico, la Sonda, el Pacífico y el Atlántico; pero en vez de este enorme trayecto, un nuevo estrecho de 60 kilómetros había sido suficiente para poner la goleta a 80 leguas de Gibraltar.

Tales fueron los cálculos que hizo el teniente Procopio, y, habida cuenta de los errores posibles, eran bastante aproximados para que sirvieran de base a un conjunto de deducciones.

—Así, pues —dijo el capitán Servadac—, si la
Dobryna
ha vuelto a su punto de partida sin cambiar de rumbo, tenemos que deducir que la circunferencia del esferoide terrestre sólo tiene ya 2.320 kilómetros.

—Sí —respondió el teniente Procopio—, y esto reduce su diámetro a 140 kilómetros únicamente, o sea 16 veces menos que el que tenía antes de la catástrofe, pues que medía 12.792 kilómetros. No hay duda alguna de que acabamos de dar la vuelta a lo que queda del mundo.

—Esto explicaría muchos fenómenos singulares que hemos observado hasta ahora —dijo el conde Timascheff—. En un esferoide de estas dimensiones, la gravedad tenía necesariamente que ser menor, y hasta se comprende que el movimiento de rotación de la Tierra sobre su eje, se haya acelerado de manera que el intervalo de tiempo comprendido entre dos salidas del Sol sólo sea de doce horas. En cuanto a la nueva órbita que el esferoide describe alrededor del Sol…

El conde Timascheff se detuvo por no saber cómo referir este fenómeno a su sistema nuevo.

—Y bien, señor conde —preguntó el capitán Servadac—; ¿en cuanto a esa nueva órbita…?

—¿Qué opinas tú, Procopio? —preguntó el conde Timascheff, dirigiéndose al teniente.

—Señor —respondió Procopio—, sólo hay una mañera de explicar el cambio de órbita.

—¿Y es? —preguntó el capitán Servadac con viveza singular, como si presintiera lo que iba a responder el teniente.

—Es —dijo Procopio— admitir que de la Tierra se ha desprendido un fragmento que se ha llevado consigo parte de la atmósfera y que recorre ahora el mundo solar siguiendo una órbita que no es ya la órbita terrestre.

Después de esta plausible explicación, el conde Timascheff, el capitán Servadac y el teniente Procopio guardaron silencio durante algunos instantes. Seguramente aterrados, reflexionaban respecto a las consecuencias incalculables del nuevo estado de cosas. Si era cierto que un enorme trozo se había desprendido del globo terráqueo, ¿adonde iban? ¿Qué valor había que atribuir a la excentricidad de la órbita elíptica que seguían a la sazón? ¿A qué distancia del Sol serían llevados, ni cuál podía ser la dirección de su revolución alrededor del centro atractivo? El nuevo esferoide, ¿iría, como los cometas, durante centenares de millones de leguas atravesando el espacio, o regresaría pronto a la fuente del calor y de la luz? Por último, ¿coincidía el plano de su órbita con el de la eclíptica y se podía esperar que algún día volviera a unirse al globo de que se había separado de una manera tan violenta?

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