Read Héctor Servadac Online

Authors: Julio Verne

Tags: #Aventuras, Ciencia Ficción, Clásico

Héctor Servadac (47 page)

BOOK: Héctor Servadac
8.96Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

No queriendo los ingleses reunirse con los colonos de Tierra Caliente, se decidió prescindir de su concurso. Los galianos habían cumplido su deber previniéndoles y, puesto que, incrédulos o desconfiados, no aceptaban ayuda de nadie, que salieran del paso como mejor pudiesen.

Precisaba tratar la grave cuestión del nuevo encuentro que debía ocurrir entre el cometa y el esferoide terrestre.

En principio, se reconoció que había sido un verdadero milagro que en el primer choque el capitán Servadac, sus compañeros, los animales y, en suma, todos los seres tomados de la Tierra por el cometa, hubieran sobrevivido, lo que se debía sin duda a que el movimiento se había verificado con lentitud, a consecuencia de circunstancias desconocidas. Si la Tierra contaba algunas víctimas, es cosa que se sabría más adelante; pero, de todos modos, era cierto que ninguno de los seres que el cometa se había llevado de la isla Gurbí, de Gibraltar, de Ceuta, de Magdalena y de Formentera, había sufrido personalmente a causa de la colisión.

¿Ocurriría lo mismo cuando volvieran a la Tierra? No era muy probable.

El día 10 de noviembre se puso sobre el tapete esta importante cuestión. El conde Timascheff, el capitán Servadac y el teniente Procopio reuniéronse en la excavación que les servía de sala común, y, como de ordinario, Ben-Zuf fue admitido a la sesión. En cuanto a Palmirano Roseta, aunque se le había convocado, se había negado a asistir, por no interesarle la cuestión de ninguna manera, según declaró él mismo.

Desde que había desaparecido Nerina, estaba inconsolable; y, amenazado de perder su cometa como había perdido su satélite, sólo deseaba que lo dejaran en paz. Y en paz se le dejó.

El capitán Servadac y el conde Timascheff, cada vez más fríos uno respecto de otro, no revelaron en sus semblantes sus pensamientos secretos, pero discutieron la cuestión en interés común.

El capitán Servadac, que fue el primero que hizo uso de la palabra, dijo:

—Señores: estamos a 10 de noviembre y, si los cálculos de mi ex profesor son exactos, y seguramente lo son, dentro de cincuenta y un día volverán a chocar el cometa y la Tierra.

¿Tenemos alguna precaución que adoptar en previsión de este suceso?

—Evidentemente, capitán —respondió el conde Timascheff—, es necesario adoptar alguna determinación; pero falta saber si nos encontramos en situación de adoptarla o estamos absolutamente a merced de la Providencia.

—La Providencia no prohibe a los hombres que se ayuden a sí mismos, señor conde —dijo el capitán Servadac—, sino que, por el contrario, ordena que así lo hagan.

—¿Tiene usted alguna idea de lo que podemos hacer, capitán Servadac?

—Ninguna; no se me ha ocurrido nada.

—¡Cómo, señores! —dijo entonces Ben-Zuf—. ¿Son ustedes sabios y no son capaces de dirigir este endiablado cometa adonde quieran y como quieran?

—En primer lugar, no somos sabios, Ben-Zuf —respondió el capitán Servadac—; pero, aunque lo fuéramos, no lograríamos nada en ese sentido. Mira tú si Palmirano Roseta, que es un sabio…

—Mal educado —interrumpió Ben-Zuf.

—Sí, pero sabio, que, a pesar de su sabiduría, no puede impedir que Galia vuelva a chocar con la Tierra.

—Entonces, ¿para qué sirve la ciencia?

—En la mayor parte de los casos —dijo el conde Timascheff— sirve para saber que se ignoran muchas cosas.

—Señores —dijo el teniente Procopio—, es cierto que en este nuevo choque tenemos que arrostrar diversos peligros y, si ustedes me lo permiten, voy a enumerarlos, y veremos si es posible combatirlos, o, por lo menos, atenuar sus efectos.

—Habla, Procopio —respondió el conde Timascheff.

Todos hablaban de estas cosas con tanta tranquilidad como si no les interesaran de cerca.

—Señores —dijo el teniente Procopio—, en primer término, es preciso saber de qué modo ha de producirse el nuevo choque entre el cometa y el globo terrestre. Luego, veremos lo que hay que temer y lo que hay que esperara en cada uno de los casos posibles.

—Nada más lógico —dijo el capitán Servadac—; pero no hay que olvidar que los dos astros se dirigen uno hacia otro y que su celeridad en el momento del choque será de noventa mil leguas por hora.

—¡Dos magníficos trenes! —añadió Ben-Zuf.

—Veamos, pues, cómo ha de efectuarse el choque —dijo el teniente Procopio—. Los dos astros se encontrarán oblicua o normalmente. En el primer caso, puede ocurrir que Galia no haga más que rozar a la Tierra como la primera vez, y después de haber arrancado algún otro fragmento, gravite nuevamente por el espacio. En tal caso, su órbita cambiará, seguramente, y tendremos pocas probabilidades, si sobrevivimos, de volver a ver a nuestros semejantes.

—Es lo que conviene al señor Palmirano Roseta, pero no a nosotros —dijo el juicioso Ben-Zuf.

—Prescindamos de esta hipótesis —respondió el conde Timascheff—. Conocemos ya muy bien sus ventajas y sus inconvenientes. Lleguemos al choque directo, es decir, al caso en que Galia, después de chocar con la Tierra, permanezca adherida a ella.

—Como una verruga a la cara —dijo Ben-Zuf.

—Silencio, Ben-Zuf —repuso Héctor Servadac.

—Está bien, mi capitán.

—Veamos, pues —añadió el teniente Procopio—, las hipótesis que presenta un choque directo. En primer lugar, es preciso admitir que, siendo la masa de la Tierra muy superior a la de Galia, su celeridad no ha de sufrir retraso en este choque y que se llevará consigo el cometa.

—Admitido —respondió el capitán Servadac.

—Pues bien, señores, en la hipótesis de un choque directo, Galia encontrará a la Tierra en la parte de su superficie que ocupamos en el ecuador, en la parte situada en nuestros antípodas, o, por último, en uno u otro de sus polos. En ninguno de estos diversos casos es probable que sobreviva al choque ninguno de los seres vivientes que ahora lleva consigo.

—Explíquese usted, teniente —dijo el capitán Servadac.

—Si en el momento del encuentro nos hallásemos en la parte por donde se verifique el choque, quedaremos aplastados.

—Eso por supuesto —dijo Ben-Zuf.

—Si nos encontramos en los antípodas, además de la certidumbre de ser aplastados, porque la celeridad del cometa quedará de pronto aniquilada, lo que equivale a un choque, pereceremos seguramente asfixiados, porque la atmósfera galiana se mezclará con la atmósfera terrestre, y no habrá aire respirable en la cumbre de la montaña de cien leguas de alta que formará Galia sobre la Tierra.

—Y si Galia choca con uno u otro de los polos de la Tierra, ¿qué ocurriría? —inquirió el conde Timascheff.

—En ese caso —respondió el teniente Procopio— seremos inevitablemente arrojados al espacio y destrozados en una caída espantosa.

—¡Muy bonito! —comentó Ben-Zuf.

—En el caso imposible de que ninguna de estas hipótesis se realizara, pereceríamos infaliblemente abrasados.

—¡Abrasados! —exclamó Héctor Servadac.

—Sí, porque aniquilada la celeridad de Galia, a causa del obstáculo que le opondrá la Tierra, su fuerza de celeridad se transformará en calor, y el cometa será parcial o totalmente incendiado bajo la influencia de una temperatura que se elevará a varios millones de grados.

Lo que decía el teniente Procopio era rigurosamente exacto. Sus oyentes le escuchaban profundamente asombrados con el desarrollo de sus hipótesis.

—Pero, mi teniente —dijo Ben-Zuf—, permítame que haga una pregunta. ¿Y si Galia cayera en el mar?

—Por profundo que sea el Atlántico o el Pacífico —respondió el teniente Procopio— y su profundidad no pasa de algunas leguas, el colchón de agua no amortiguaría el choque y, por lo tanto, se producirían igualmente los efectos que acabo de indicar.

—Y, además, nos ahogaríamos —respondió Ben-Zuf.

—Así, señores —dijo el capitán Servadac—, descuartizados, ahogados, aplastados, asfixiados o asados, lo cierto es que hemos de perecer, cualquiera que sea el modo en que se verifique el choque.

—Sí, capitán Servadac —respondió resueltamente el teniente Procopio.

—Pues bien —dijo Ben-Zuf—, siendo así, no creo que haya más que una medida que adoptar.

—¿Cuál? —preguntó Héctor Servadac.

—Salir de Galia antes de que se efectúe el choque.

—¿Y el medio?

—El medio es muy sencillo —respondió tranquilamente Ben-Zuf—. No hay ninguno.

—Quizás hay uno —dijo el teniente Procopio.

Todas las miradas se concentraron en el teniente, quien, con la cabeza entre las manos, meditaba seguramente algún audaz proyecto.

—Quizá —repetía— haya uno y, por extravagante que parezca a ustedes, va a ser preciso ponerlo en práctica.

—Habla, Procopio —dijo el conde Timascheff.

El teniente quedó, durante algunos instantes, sumergido en sus reflexiones, y después dijo:

—Ben-Zuf ha indicado el único partido que se puede tomar: el de salir de Galia antes de que se efectúe el choque.

—¿Eso es posible? —preguntó el conde Timascheff.

—Sí…, quizá…, sí.

—¿De qué modo?

—Por medio de un globo.

—¡Un globo! —exclamó el capitán Servadac—. Es un recurso muy gastado y ni aun los novelistas se atreven a utilizarlo en sus obras.

—Óiganme ustedes, señores —dijo el teniente Procopio arrugando el entrecejo—. Conociendo previamente le momento preciso en que se va a efectuar el choque, podemos elevarnos una hora antes en la atmósfera de Galia. Esta atmósfera nos llevará necesariamente con la misma celeridad que el cometa; pero, antes del encuentro, quizá se confunda con la atmósfera terrestre, y, posiblemente el globo se deslizará de una a otra, evitando el choque directo y manteniéndose en el aire, mientras se produce la colisión.

—Bien, Procopio —respondió el conde Timascheff—; te hemos comprendido y haremos lo que acabas de decir.

—De cien probabilidades de salvarnos —repuso el teniente Procopio— tenemos noventa y nueve en contra.

—¡Noventa y nueve!

—Por lo menos, porque, seguramente, en el momento en que cese el movimiento de traslación, el globo será quemado.

—¡Él también! —exclamó Ben-Zuf.

—Él, lo mismo que el cometa —respondió Procopio—. A no ser que en esta fusión de las dos atmósferas…, no lo sé; me sería difícil explicarlo; pero, de todos modos, creo preferible que no nos encontremos en el suelo de Galia en el momento en que se produzca el choque.

—Sí, sí —dijo el capitán Servadac—, aunque no tuviéramos más que una probabilidad contra mil, tenemos que ponernos en condiciones de aprovecharla, confiando siempre en la bondad divina.

—Pero nos faltará hidrógeno para hinchar el globo —dijo el conde Timascheff.

—El aire caldeado será suficiente —respondió Procopio—, porque no tenemos que permanecer más de una hora en la atmósfera.

—Bien —dijo el capitán Servadac—, un globo como los que inventó Montgolfier. Es fácil de construir… pero, ¿de qué vamos a hacerlo?

—De las velas del
Dobryna
, que son de tela ligera y resistente.

—Bien dicho, Procopio —asintió el conde Timascheff—. Tienes respuestas para todo.

—¡Bravo! —exclamó Ben-Zuf, poniendo término a la conferencia.

En realidad de verdad, era un plan atrevido el que acababa de proponer el teniente Procopio; pero, como en cualquier otra hipótesis la pérdida de los colonos era segura, era preciso intentar la aventura. Para ello importaba conocer con toda exactitud la hora, el minuto, y, si era posible, el segundo, en que debía producirse la colisión.

El capitán Servadac se encargó de preguntarlo a Palmirano Roseta, e inmediatamente, y bajo la dirección del teniente Procopio, empezóse la construcción del globo, que debía ser lo suficientemente grande para llevar a todos los habitantes de Tierra Caliente, menos los ingleses de Gibraltar y de Ceuta, con quienes no se había contado después de su negativa, o sea un total de veintitrés personas.

Además, el teniente Procopio quería aumentar las probabilidades de salvación, haciendo que el globo pudiera sostenerse más tiempo en la atmósfera después del choque, si se tenía la suerte de que lo resistiera. Podía suceder que hubiera necesidad de buscar un sitio conveniente para bajar a la Tierra, y era preciso que no les fallara el vehículo. De aquí la resolución que tomó de llevar cierta cantidad de combustible, hierba o paja seca, para caldear el interior del globo, como lo nacían los primeros aeronautas.

Las velas de la
Dobryna
, almacenadas en la Colmena de Nina, eran de un tejido muy compacto y fácil de impermeabilizar, barnizándolas. En el cargamento de la urca había todos los ingredientes necesarios, y estaban, por lo tanto, a disposición del teniente. Éste trazó con cuidado el plano de las bandas que había de cortar, trabajo que se efectuó en buenas condiciones, ocupándose todo el mundo en la costura, incluso la pequeña Nina. Los marineros rusos, muy prácticos en este género de obras, mostraron a los españoles lo que debían hacer, y el nuevo taller no descansó un momento.

Hemos dicho que todos pusieron manos a la obra, pero tenemos que exceptuar al judío, cuya ausencia nadie lamentaba, y a Palmirano Roseta, que no quería saber siquiera que se construía un globo.

Había transcurrido ya un mes desde que se había empezado la construcción del globo, y el capitán Servadac no había encontrado todavía ocasión de preguntar al profesor en qué momento preciso debía verificarse el segundo encuentro de los dos astros. Nadie podía acercarse a Palmirano Roseta, y pasaban los días sin que se le viera. Como la temperatura era bastante soportable durante el día, confinábase en su observatorio, del que se había posesionado nuevamente, y no dejaba entrar en él a nadie. Servadac había pretendido una vez preguntarle y le había respondido mal. Cada vez más desesperado por tener que volver a la Tierra, no quería ni pensar en los peligros de la vuelta ni hacer nada por la salvación común.

Sin embargo, era esencial saber con exactitud en qué momento habían de reunirse los dos astros, con una celeridad de veintisiete leguas por minuto.

El capitán Servadac tuvo, pues, que esperar con paciencia y esperó.

Entre tanto, Galia continuaba aproximándose progresivamente al Sol. El disco terrestre aumentaba visiblemente a los ojos de los galianos; el cometa, durante el mes de noviembre, había recorrido cincuenta y nueve millones de leguas, y en 1.° de diciembre se encontraba a setenta y ocho millones de leguas del Sol. La temperatura había subido de un modo considerable, produciendo el deshielo.

BOOK: Héctor Servadac
8.96Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Stars Blue Yonder by Sandra McDonald
The End of the Trail by Brett Halliday
Insight by Magee, Jamie
Pillow Talk by Hailey North
Gray Matters by William Hjortsberg
His Brother's Bride by Denise Hunter
Fatal Ransom by Carolyn Keene