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Authors: Julio Verne

Tags: #Aventuras, Ciencia Ficción, Clásico

Héctor Servadac (49 page)

BOOK: Héctor Servadac
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En la isla Gurbí se recogieron la hierba y la paja que habían de servir para hinchar el globo. Si este enorme aparato no hubiera tenido un volumen tan grande, quizá lo habrían trasladado por mar a la isla Gurbí, pero se creyó preferible remontarse al espacio desde Tierra Caliente, y llevar a ésta el combustible destinado a enrarecer el aire.

Ya se quemaba para las necesidades diarias la leña procedente de los restos de los dos buques. Cuando se trató de utilizar la de la urca, Isaac Hakhabut pretendió oponerse a ello; pero Ben-Zuf le hizo entender que si se oponía, le harían pagar cincuenta mil francos por su sitio en la navecilla del globo, y entonces el avariento judío suspiró y guardó silencio.

El 25 de diciembre estaban completamente terminados todos los preparativos para la partida, y se festejó el aniversario de la Natividad de Nuestro Señor Jesuscristo como se había festejado un año antes, aunque con sentimiento religioso más vivo. En cuanto al primer día del año inmediato, los colonos esperaban celebrarlo en la Tierra, llegando Ben-Zuf a prometer buenos regalos para aquel día al joven Pablo y a la niña.

—Mirad —les dijo—, es como si los tuvierais en la mano.

Por muy extraño que parezca, es lo cierto que, al aproximarse el momento supremo, el capitán Servadac y el conde Timascheff pensaban en cosas muy ajenas a los peligros de la llegada a la Tierra. La frialdad que manifestaba el uno del otro no era fingida; los dos años que acababan de pasar juntos lejos de la Tierra, eran para ambos como un sueño olvidado, e iban a encontrarse en el terreno de la realidad, enfrente uno del otro, porque entre ellos se interponía una imagen hechicera, que les impedía verse como en otro tiempo.

Entonces, ocurriósele al capitán Servadac la idea de concluir el famoso rondó cuya última copla había quedado sin terminar. Algunos versos más, y aquel delicioso poemita estaría completo. Galia había arrebatado un poeta a la Tierra y lo devolvería.

El capitán pasaba y repasaba mentalmente todas las rimas.

En cuanto a los demás habitantes de la colonia, el conde Timascheff y el teniente Procopio ansiaban vehementemente volver a la Tierra Los rusos no pensaban más que en seguir a su amo adonde quisiera llevarlos.

Los españoles lo habían pasado tan bien en Galia, que de buena gana habrían permanecido en ella el resto de sus días aunque Negrete y los suyos no dejaban de sentirse atraídos por el deseo de volver a ver las risueñas campiñas de Andalucía.

Pablo y Nina anhelaban también volver a la Tierra con todos sus amigos, pero con la condición de no separarse nunca.

Entre los galianos sólo había un descontento: el malogrado Palmirano Roseta, cuya cólera no cedía.

El iracundo profesor no cesaba de jurar que no se embarcaría en la navecilla; pretendía no abandonar su cometa y continuar en él noche y día haciendo observaciones astronómicas. ¡Ah!

¡Qué falta le hacía su anteojo! Galia iba a entrar en la estrecha zona de las estrellas errantes.

¿No había allí fenómenos que observar y descubrimientos que hacer?

El astrónomo, desesperado, empleó entonces el medio heroico de aumentar la pupila de sus ojos a fin de remplazar algo la fuerza óptica de su anteojo. A este fin se sometió a la acción de la belladona, que tomó de la botica de la Colmena de Nina, y miró y remiró hasta casi cegar. Pero, aunque había aumentado la intensidad de la luz que se pintaba en su retina, no vio nada ni descubrió nada.

Los últimos días transcurrieron en medio de una sobreexcitación febril, de la que nadie estuvo exento. El teniente Procopio, vigilaba la ejecución de los últimos detalles. Los dos mástiles más pequeños de la goleta fueron plantados en la playa para que sirvieran de sostén al enorme globo, todavía no hinchado, pero envuelto ya en la red. La navecilla, de capacidad suficiente para contener a todos los pasajeros, se encontraba también allí. Algunos odres atados a su quilla debían permitirle sobrenadar durante algún tiempo, en el caso de que el globo cayera en el mar, cerca de un litoral, porque si caía en medio del océano, se iría a pique con todos los que llevaba, a no ser que pasara algún buque a punto para recogerlos.

Transcurrieron los días 26, 27, 28, 29 y 30 de diciembre. No quedaban más que veintisiete horas terrestres que pasar en Galia. Y llegó al fin el 31 de diciembre.

Aún faltaban veinticuatro horas, al cabo de las cuales el globo elevado en la atmósfera por el aire caliente y rarificado, se cernería sobre el suelo de Galia. Es verdad que aquella atmósfera era menos densa que la de la Tierra, pero, siendo menor la atracción, el aparato sería menos pesado.

Galia encontrábase a la sazón a cuarenta millones de leguas del Sol, distancia algo superior de la que separa al Sol de la Tierra. Avanzaba con excesiva rapidez hacia la órbita terrestre, que iba a cortar en su nudo ascendente, precisamente en el punto de la eclíptica que había de ocupar a su paso el esferoide. La distancia que separaba al cometa de la Tierra era sólo de dos millones de leguas; y marchando ambos astros uno hacia el otro, aquella distancia iba a ser recorrida a razón de ochenta y siete mil leguas por hora, recorriendo Galia cincuenta y siete mil y la Tierra unas veintinueve mil.

En fin, a las dos de la mañana los galianos se dispusieron a emprender la marcha. La colisión debía efectuarse cuarenta y siete minutos y treinta y cinco segundos después.

A causa de la modificación del movimiento de rotación de Galia sobre su eje, era a la sazón de día, y de día también en la parte del globo terrestre con que iba a chocar el cometa.

El globo había sido hinchado una hora antes y la operación había resultado perfecta. El enorme aparato, balanceándose entre los dos mástiles, que lo sujetaban, estaba dispuesto a partir, y la navecilla, unida a la red, no esperaba más que a los pasajeros.

Galia encontrábase ya a setenta y cinco mil leguas de la Tierra.

Isaac Hakhabut se instaló antes que ninguno en la barquilla; pero en aquel momento el capitán Servadac, advirtiendo que el judío llevaba un enorme cinto, le preguntó:

—¿Qué es eso?

—Esto, señor gobernador —respondió Isaac Hakhabut—, es mi modesto capital, que llevo conmigo.

—Y, ¿cuánto pesa el modesto capital de usted?

—¡Oh! Unos treinta kilos solamente.

—¡Treinta kilos, y nuestro globo no tiene más fuerza ascensorial que la precisa para levantarnos! Maese Isaac, arroje usted ese inútil peso.

—Pero, ¡señor gobernador!

—Es inútil que se lamente, porque no podemos sobrecargar de ese modo la barquilla.

—¡Dios de Israel! —exclamó el judío—. ¡Toda mi hacienda todo mi capital tan penosamente ganado!

—Bien sabe usted, maese Isaac, que su oro no valdrá nada en la Tierra, porque Galia vale doscientos cuarenta y seis trillones.

—Pero, ¡señor gobernador, por piedad!

—¡Vamos, Matatías! —dijo entonces Ben-Zuf—. Líbranos de tu presencia o de tu oro: escoge.

El desdichado judío no tuvo otro remedio que deshacerse de su enorme cinturón, lo que efectuó con lamentaciones y exclamaciones de que no podríamos dar una idea.

Palmirano Roseta motivó otra escena no menos curiosa. El sabio, rabioso, pretendía no abandonar el núcleo de su cometa. Aquello era arrancarlo de su propiedad; por lo demás, aquel globo era un aparato absurdamente imaginado; el paso de una atmósfera a otra no podría efectuarse sin que el globo se quemara como una simple hoja de papel. En su opinión era menos peligroso permanecer en Galia, y en el caso en que Galia no hiciera más que rozar la Tierra, a lo menos, Palmirano Roseta continuaría gravitando con ella. Por último, alegó mil razones acompañadas de imprecaciones furibundas y grotescas, tales como amenazas de imponer un castigo para toda la vida a su rebelde y desaplicado discípulo Servadac.

A pesar de todo, el profesor fue introducido el segundo en la barquilla, atado y sujeto por dos robustos marineros. El capitán Servadac, resuelto a no dejarlo en Galia, lo había embarcado con aquella violencia.

Fue necesario también abandonar los dos caballos y la cabra de Nina, abandono doloroso para el capitán, para Ben-Zuf y para la niña; pero era imposible llevarlos. De todos los animales únicamente la paloma de Nina tuvo un sitio reservado. ¿Quién sabe si aquella paloma no llegaría a servir de mensajero entre los pasajeros de la barquilla y algún punto de la superficie terrestre?

El conde Timascheff y el teniente Procopio se embarcaron a invitación del capitán. Éste encontrábase todavía sobre el suelo galiano con el fiel Ben-Zuf.

—Vamos, Ben-Zuf, a ti te toca —le dijo.

—Después que usted, mi capitán.

—No; debo quedar el último a bordo, como el comandante que se ve precisado a abandonar su buque.

—Sin embargo…

—¡Embárcate! Te lo mando.

—¡Por obediencia, entonces! —respondió Ben-Zuf.

El asistente entró en la barquilla y después que él se embarcó el capitán Héctor Servadac. Entonces se cortaron las últimas cuerdas y el globo se levantó majestuosamente en la atmósfera.

Capítulo XIX
DONDE SE ENUMERAN, MINUTO POR MINUTO, LAS SENSACIONES E IMPRESIONES DE LOS PASAJEROS DE LA BARQUILLA

EL globo ascendió en seguida a dos mil quinientos metros de altura, y el teniente Procopio resolvió mantenerlo en esta zona.

Una hornilla de alambre, suspendida del apéndice inferior del aparato y cargada de hierba seca, estaba dispuesta para encenderse con facilidad con objeto de conservar el aire interior en el grado de rarefacción necesario para que el globo no descendiera.

Los pasajeros de la navecilla miraban en torno suyo, arriba y abajo del sitio en que estaban. Debajo extendíase gran parte del mar galiano, que semejaba un estanque cóncavo. Hacia el Norte había un punto aislado, que era la isla Gurbí.

Hubiera sido inútil buscar hacia el Oeste los islotes de Gibraltar y de Ceuta, porque éstos, como se sabe, habían desaparecido.

Al Sur veíase el volcán, que dominaba el litoral y el vasto territorio de Tierra Caliente. Aquella península uníase al continente que servía de cuenca al mar galiano. Por doquier se ofrecía aquel extraño aspecto, aquella contextura laminar, que irisaban los rayos solares; en todas partes aquella materia mineral de telururo de oro que parecía constituir exclusivamente la armazón del cometa, el núcleo duro de Galia.

En torno de la barquilla y sobre el horizonte que parecía haberse extendido con el movimiento ascensional del globo veíase el cielo con extraordinaria pureza; pero hacia el Noroeste, en dirección opuesta al Sol, gravitaba un astro nuevo, menos que un astro, menos que un asteroide, una especie de bólido. Era el fragmento de Galia, arrancado por una fuerza interior, que se alejaba, siguiendo una nueva trayectoria a una distancia de muchos millares de leguas. A la sazón, era poco visible y, al llegar la noche, debía mostrarse como un punto luminoso en el espacio.

Por último, y encima de la barquilla, y algo oblicuamente, aparecía el disco terrestre en todo su esplendor, como si se precipitara sobre Galia, ocultando una parte considerable del cielo.

Aquel disco, espléndidamente iluminado, deslumbraba la vista. La distancia que lo separaba del globo era ya relativamente tan corta que permitía distinguir a la vez los dos polos. Galia encontrábase a la sazón mucho más cercana a la Tierra que lo está la Luna a su distancia media, distancia que disminuís a cada minuto en una enorme proporción. Diversas manchas brillaban en la superficie del globo terrestre, unas con gran esplendor, que eran los continentes, y otras más oscuras; por lo mismo que absorbían los rayos solares, y que eran los océanos. Encima se movían con lentitud grandes zonas blancas oscurecidas, sin duda, en su faz opuesta, que no eran otra cosa que las nubes esparcidas por la atmósfera terrestre.

Avanzando la Tierra a una velocidad de veintinueve leguas por segundo, el aspecto, un poco vago de su disco, no tardó en dibujarse claramente; se destacaron los grandes cordones litorales, se acentuaron los relieves y dejaron de confundirse las montañas con las llanuras; el mapa se accidentó, y los observadores de la barquilla creyeron contemplar una carta en relieve.

A las dos y veintisiete minutos de la mañana, el cometa encontrábase sólo a treinta mil leguas del esferoide terrestre. Ambos astros volaban el uno hacia el otro, y a las dos y treinta y siete minutos la distancia que los separaba era de quince mil leguas.

Entonces se distinguieron las grandes líneas del disco, v el teniente Procopio, el conde Timascheff y el capitán Servadac gritaron a la vez:

—¡Europa!

—¡Rusia!

—¡Francia!

No se habían equivocado. La Tierra mostraba a Galia la faz en que estaba el continente europeo en pleno mediodía, y se podía distinguir con facilidad la configuración de cada país.

Los pasajeros de la barquilla contemplaban muy emocionados aquella Tierra próxima a absorberlos, pensando en poner en ella el pie sin acordarse de los peligros que iban a correr. Se trataba de volver a entrar en el seno de la humanidad, de la que se habían creído separados para siempre.

Sí, aquella era Europa, que se mostraba visiblemente a sus ojos. Veían sus diversos Estados con la extraña configuración que la Naturaleza o los convenios internacionales le han dado.

Inglaterra en forma de una señora que marcha hacia Oriente, envuelta en una túnica de largos repliegues, con la cabeza adornada de islotes y de islas.

Suecia y Noruega como un león magnífico que desarrolla sus lomos de montañas, precipitándose sobre Europa desde el seno de las comarcas hiperbóreas.

Rusia como un enorme oso polar, con la cabeza vuelta hacia el continente asiático, apoyando la pata izquierda en Turquía, y la derecha en el Cáucaso.

Austria como un gran gato hecho un ovillo, durmiendo con sueño agitado.

España, desplegada como una bandera al extremo de Europa, la bandera gloriosa que sus valientes hijos han paseado en triunfo por los ámbitos del mundo.

Turquía, como un gallo que se levanta después de haber caído, agarrando con una garra el litoral asiático, y con la otra Grecia.

Italia, como una bota elegante y fina, que parece jugar con Sicilia, Cerdeña y Córcega.

Prusia, como una hacha formidable, profundamente empotrada en el imperio alemán, y cuyo filo roza Francia.

Francia, en fin, un torso vigoroso, cuyo corazón es París.

Todo esto se veía y se sentía a la vez; el pecho de todos rebosaba de emoción.

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