Read Heliconia - Invierno Online
Authors: Brian W. Aldiss
Al oír este juramento, Besi sintió un profundo disgusto. Sólo alguien muy bajo y desesperado podía hablar así. Retirando bruscamente el brazo, Besi apresuró el paso calle abajo.
—Este hombre acaba de vencer a las fuerzas de Pannoval: es una gran victoria para nosotros. Nos hemos enterado durante el rancho en Askitosh. Pero es un secreto. Los secretos… Sibornal vive de malditos secretos. ¿Por qué crees que lo harán?
—¿Podrías darle algo al vigilante para que no le vaya a Odim con el cuento? —dijo ella, deteniéndose un momento al llegar al portal exterior. Habían pegado un nuevo cartel en el muro. En la oscuridad, Besi no pudo leer lo que decía; además, tampoco le apetecía.
Mientras buscaba algo de dinero en su bolsillo, Fashnalgid dijo con su característico tono monocorde: —Me han destinado a Koriantura para que ayude a organizar la emboscada que se prepara contra el ejército de Asperamanka que regresa de Chalce. Tenemos órdenes de matar hasta el último hombre, Asperamanka incluido. ¿Qué te parece?
—Suena espantoso —dijo Besi—. Será mejor que entre yo primero para evitar problemas.
A la mañana siguiente, el viento había amainado y Koriantura amaneció envuelta en una suave bruma marrón atravesada intermitentemente por los destellos de ambos soles.
Besi observaba la silueta delgada y enjuta de Odim mientras éste tomaba su desayuno. Debía esperar a que él terminase para poder empezar a comer. Aunque Odim callaba, ella sabía que en su ánimo, como casi siempre, se mezclaban el buen humor y la resignación. Incluso cuando hacía el recuento de los placeres que podía ofrecerle el capitán Fashnalgid, Besi no olvidaba que, a pesar de todo, quería a Odim.
Corno si quisiese poner a prueba su humor, Odim permitió que subiera a hablar con él uno de sus parientes lejanos, un primo segundo que decía ser poeta.
—He compuesto un nuevo poema, primo. Una Oda a la Historia —dijo el hombre, haciendo una reverencia. Luego se puso a recitar.
Mí vida, ¿de quién es? ¿Pertenece
la historia sólo a aquel
que la ha forjado? ¿No puede mi mejor
fantasía dársela a mi corazón
para que éste la transforme, así
como ella a mí me transforma?
Y unos cuantos versos más por el estilo.
—Muy bueno —dijo Odim, poniéndose de pie y limpiando sus barbados labios con una servilleta de seda—. Delicados sentimientos, y bien desarrollados. Ahora he de ir a mi oficina, si me lo permites…, refrescado, claro está, por tus ornamentales pensamientos. —Tu elogio me abruma —dijo el primo lejano, y se retiró.
Odim bebió un nuevo sorbo de té. Jamás tocaba el alcohol.
Llamó a Besi a su lado mientras un sirviente se acercaba para ayudarlo a ponerse el abrigo. Su descenso de la escalera, con la obediente Besi detrás, fue lento, obstaculizado por el meloso hostigamiento de la parentela, de aquellos Odim que graznaban como estorninos a cada peldaño, remugando sin mendigar del todo, dando codazos sin llegar a empujar, rozándolo sin golpear, dando voces que tampoco llegaban a gritos, alzando en brazos a unos pequeños Odim para que fuesen inspeccionados sin plantárselos del todo en plena cara, sacando todo el provecho posible de su diaria espiral escaleras abajo…
—Tío, no sabes lo bien que le salen las matemáticas al pequeño Chufla…
—Tío, estoy tan avergonzada que tendré que contarte una nueva infidelidad cuando estemos solos.
—Tiíto querido, deja que te cuente mi terrible sueño de la criatura horrenda y brillante como un dragón que venía y nos devoraba a todos.
—¿Te agrada mi vestido? ¿Quieres que baile para ti con él?
—Perdona, pero ¿tienes alguna novedad de mis acreedores?
—A pesar de tus órdenes, Kenigg me sigue pegando y me tira del pelo y no me deja en paz, tiíto. Por favor, déjame servirte y huir de él.
—Olvidas a aquellos que te aman, querido Eedap. No me cansaré de pedírtelo: sálvanos de la pobreza.
—Qué noble y elegante se te ve hoy, tío Eedap…
El mercader no demostraba la menor impaciencia ante las súplicas de sus parientes ni el más mínimo placer ante sus cumplidos.
Fue avanzando con lentitud a través de los matorrales de carne Odim, de la mezcla espesa de sudor y perfume, pronunciando una palabra aquí, otra allá, sonriendo, permitiéndose en una ocasión exprimir los pechos turgentes como mangos que le presentaba una joven sobrina nieta, llegando incluso a depositar una moneda de plata en una mano más extendida que las demás. Era como el considerarse —y de hecho era así como pensaba— que sólo con sufrimiento se podían superar las dificultades, y por tanto dispensaba el mínimo de favores posible sin por ello abandonar la cuota de humanidad que el respeto de sí mismo le exigía.
Recién al salir, y después de que Besi cerrara la puerta, se permitió Odim expresar alguna emoción. Allí, pegados en los muros exteriores de la casa, había dos carteles. Con un gesto convulso, se estiró la barba.
El primer cartel anunciaba que la plaga amenazaba las vidas de los ciudadanos de Uskutoshk. La plaga era especialmente endémica en los puertos y sobre todo en la RENOMBRADA Y ANTIGUA CIUDAD DE KORIANTURA. Se avisaba a los ciudadanos que, de allí en adelante, quedaban prohibidas las reuniones públicas. La reunión de más de cuatro personas en un lugar público sería castigada con severidad.
En breve se introducirían nuevas regulaciones tendientes a limitar el avance de la muerte gorda, por orden DEL OLIGARCA.
Odim leyó el aviso dos veces de cabo a rabo y con suma atención. Luego se dispuso a leer el otro cartel.
LA RESTRICCIÓN DE LAS PERSONAS EN SITUACIÓN DE RESIDENCIA. Tras una serie de cláusulas en lenguaje obscurantista, se leía en letras más destacadas:
estas limitaciones incluyen casa, solares, alojamientos, habitaciones y demás viviendas, y se aplican particularmente a los hogares cuyo cabeza de familia no sea de sangre uskuti. Se ha observado que estas Personas son especialmente propensas a actuar como Transmisores de la Peste. Por ende, de ahora en adelante se limitará su número a Una Persona por cada Dos Metros Cuadrados de suelo. POR ORDEN DEL OLIGARCA.
La medida no era del todo inesperada. Se pretendía con ella disgregar los barrios más bohemios de la ciudad, donde la Oligarquía no gozaba de especial simpatía. Los amigos de Odim en el consejo local le habían advertido de su inminencia.
Una vez más, los uskuti hacían gala de sus prejuicios racistas, prejuicios que la Oligarquía, ni lerda ni perezosa, no dudaba en emplear a su favor. Hacía tiempo que no se permitía a los phagors ir sueltos por las calles sibornalesas.
No importaban en absoluto los siglos que Odim y sus antepasados llevaban en la ciudad. La Restricción de las Personas en Situación de Residencia le impedía seguir protegiendo a su familia.
Odim echó una rápida mirada en torno y arrancó el cartel, lo enrolló y se lo guardó bajo el abrigo de ante.
Esta actitud alarmó a Besi casi tanto corno el juramento que el capitán había proferido la tarde anterior. Nunca antes había visto a Odim desobedecer la ley. Su inflexible observancia de las normas legales era proverbial. Besi abrió la boca, estupefacta.
—Se acerca el invierno —fue todo lo que dijo Odim. En su expresión se barruntaba cierta amargura—. Cógete de mi brazo, muchacha —dijo con voz ronca—. Algo tendremos que hacer…
La bruma había embellecido la zona del muelle. Un bosquecillo de mástiles oscilantes parecía flotar en el resplandor de color sepia. El mar estaba inmóvil. Hasta el golpeteo de los aparejos contra el mástil era más apagado que de costumbre.
Odim no perdió el tiempo admirando el panorama y se dirigió a la pesada arcada sobre la que un cartel rezaba:
ODIM FINAS PORCELANAS DE EXPORTACIÓN. Besi lo siguió a través del pasillo de reverentes oficinistas hasta su santuario privado. Odim se detuvo bruscamente.
Su despacho había sido invadido. Un oficial del ejército se calentaba junto al fuego de lignito, hurgándose los dientes con un palillo. Cerca, dos soldados armados aguardaban con la típica expresión impasible del guardaespaldas.
A modo de saludo, el oficial escupió el palillo y se llevó rígidamente las manos atrás. Era un hombre alto y vestía un abrigo de piel. Tenía el pelo entrecano y su boca irrumpía hacia afuera con contundencia, como si los dientes, dotados de honda marcialidad, estuviesen a punto de atravesar los labios y morder al primer civil.
—¿Qué puedo hacer por usted? —preguntó Odim.
Sin responder a la pregunta y con gran despliegue dental, el militar procedió a presentarse.
—Soy el mayor Gardeterark, de la Primera Guardia del Oligarca. Célebres pero aborrecidos. Quiero de usted una lista de horarios de navegación de los barcos que a usted interesen. Hoy y la semana entrante. —Hablaba con voz profunda, dándole a cada sílaba el mismo énfasis, como si las palabras fuesen pasos de cuya firmeza dependiese una larga marcha.
—Puedo hacerlo, cómo no. ¿Querrá sentarse y beber un té?
Los dientes del mayor se proyectaron todavía un poco más.
—Quiero esa lista, nada más.
—Desde luego, señor. Por favor, póngase cómodo mientras le pido a mi encargado.
—Estoy cómodo. No me retrase. Ya he esperado seis minutos a que usted llegara. La lista.
A pesar de sus muchas desventajas, el continente norteño de Sibornal contaba con reservas de minerales y vetas de lignito sin parangón en el resto del planeta. También poseía una gran variedad de arcillas.
En Koriantura ya se utilizaban vasos y copas de porcelana y cristal mientras los pequeños señores del Continente Salvaje todavía escanciaban su rathel en cuencos de madera. Ya en la primavera del Gran Año, las lejanas alfarerías de Carcampan y Uskutoshk producían sus porcelanas en hornos de lignito a temperaturas de aproximadamente 1.400°C. Con los siglos, estas lozas se convertirían en preciadas piezas de colección.
Eedap Mun Odim no se dedicaba de lleno a la manufactura de porcelanas, aunque había en su establecimiento vanos hornos auxiliares. Su negocio era la exportación de porcelana fina. Exportaba la famosa porcelana de Koriantura a Shivenink y Bribahr y, sobre todo, a los puertos de Campannlat, donde, como descendiente de kuj-juvecinos, era mejor recibido que sus competidores sibornaleses. Las naves que transportaban su carga no le pertenecían. Odim obtenía sus ganancias del comercio empresarial, de las finanzas y los asuntos bancarios; llegaba a prestar dinero a interés incluso a sus rivales.
La mayor parte de sus beneficios provenían del Continente Salvaje, de los puertos que jalonaban su franja costera septentrional, de Vaynnwosh, Dorrdal, Dowwel y de más lejos todavía, de Powachet y Popevin, donde no llegaban sus competidores. Y fue precisamente este elemento intrépido de su quehacer comercial el que hizo temblar levemente la mano de Odim al entregarle la lista del horario de tráfico marino al mayor. Sabía, sin necesidad de confirmación, que los nombres extranjeros no serían bien recibidos del todo por el hígado del soldado.
La mirada del mayor, marrón y brumosa como la atmósfera de allí fuera, recorrió la página impresa.
—Su comercio toca principalmente puertos foráneos —dijo por fin, con su voz correosa—. Son puertos seriamente atacados por la peste. Nuestro gran Oligarca, que el Azoiáxico lo guarde, está luchando para proteger a sus gentes de la plaga, cuyo foco está localizado en el Continente Salvaje. Quedan prohibidas las salidas a todos los puertos de Campannlat.
—¿Prohibidas las salidas? Pero usted no puede…
—Puedo, y digo que están prohibidas. Hasta nuevo aviso. —Pero el comercio, el negocio, mi buen señor…
—Las vidas de mujeres y niños son más importantes que su negocio. Es usted extranjero, ¿verdad?
—No. No soy extranjero. Mi familia lleva tres generaciones viviendo en Uskutoshk.
—Usted no es uskutoshi. Su aspecto y su nombre me lo dicen.
—¡Señor! Soy kuj-juvecino por ascendencia remota.
—Desde hoy, la ciudad está bajo ley marcial. Usted obedece órdenes, ¿comprende? De no ser así, si uno solo de sus cargamentos zarpa hacia un puerto foráneo, podrá ser sometido usted a una corte marcial y sentenciado…
El mayor dejó que las palabras pendiesen en el aire antes de añadir, con su voz más carrasposa, las dos últimas.
— … a muerte.
—Pero esto significará la ruina para mí y los míos —dijo Odim, forzando una sonrisa.
El mayor gesticuló hacia uno de los soldados y éste extrajo un documento de los pliegues de su túnica.
El mayor lo plantó sobre la mesa.
—Está todo aquí. Fírmelo como prueba de que lo ha comprendido. —Dejó que sus dientes se ventilasen mientras Odim firmaba ciegamente, para añadir:—Así es, como extranjero, deberá presentarse cada mañana a mi oficial inferior a cargo de esta área. Ha establecido una oficina en el almacén de al lado, así que no tendrá usted que desplazarse demasiado.
—Señor, permítame repetirlo: no soy extranjero. Nací a la vuelta de la esquina. Presido la comisión de comercio local. Pregúnteselo a ellos.
Al gesticular, en medio de su súplica, se le cayó a Odim el cartel que llevaba oculto bajo el abrigo. Besi se adelantó y lo arrojó delicadamente al fuego. El mayor pasó por alto este movimiento suyo; era como si no la viese. Se limitó a encajar la lengua entre los dientes y el labio superior, sopesando quizá la impertinencia de Odim, y dijo por fin:
—En el futuro se presentará cada mañana a mi oficial inferior, como ya he dicho. Es el capitán Fashnalgid y vive al lado.
Besi, al oír este nombre, se inclinó sobre el fuego. Seguramente fue el calor que subía del cartel envuelto en llamas la causa del leve rubor de sus mejillas.
Cuando el mayor Gardeterark y su escolta se hubieron retirado, Odim cerró la puerta que daba a la sección de embalaje y se sentó junto al fuego. Entonces, con suma lentitud, se inclinó hacia adelante y, cogiendo una cerilla masticada que había sobre la alfombra, la tiró al fondo de la lumbre. Besi se arrodilló a su lado y tornó su mano. No se hablaron durante largo rato.
Finalmente, tratando de no perder el ánimo, Odim dijo: —Bueno, mi pequeña y querida Besi, parece que tenemos problemas. ¿Cómo resolverlos? ¿Dónde viviremos todos? Tal vez aquí. Podríamos deshacernos de todos esos hornos que casi no usamos y alojar a algunos parientes allí. Se podría arreglar el sitio… Pero si no se me permite comerciar, no sé…, nos espera la ruina. Y los sinvergüenzas lo saben. Esos uskutis prefieren tenernos de esclavos…