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Authors: Brian W. Aldiss

Heliconia - Verano (29 page)

BOOK: Heliconia - Verano
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El río fluye y nunca dejará de fluir

Ni por la vida misma ni por el amor…

Entre los pasajeros que vagaban por la cubierta se encontraba un arang, destinado a servir de comida para los marineros. Excepto el arang, todos los pasajeros demostraban un marcado respeto por el Capitán del Hielo.

La niebla se enroscaba como un vapor sobre la superficie del Valvoral. El agua se tornó aún más oscura cuando se acercaron a los farallones de Cahchazzerh, cuyas empinadas laderas dominaban el río. Las rocas, plegadas como sábanas antiguas, tenían unos cien metros de altura y estaban coronadas por un denso y exuberante follaje que parecía tender sus manos al agua con sus lianas y enredaderas. El farallón estaba habitado por golondrinas y aves lloronas. Estas últimas descendieron a inspeccionar el Dama de Lordryardry, girando en torno a él y lanzando sus melancólicos graznidos mientras el barco se disponía a amarrar.

Cahchazzerh no tenía nada de particular, excepto su ubicación entre los farallones y el río, y su aparente indiferencia a lo que podía caer en aquellos y a las mareas de éste. El pueblo, al borde del agua, consistía apenas en un muelle y algunas casetas, del frente de una de las cuales pendía un cartel herrumbroso: COMPAÑÍA DE TRANSPORTE DE HIELO DE LORDRYARDRY. Un camino llevaba hasta un pequeño grupo de casas dispersas, y a unos cultivos situados en la cima de la elevación. Era la última escala antes de Matrassyl, río abajo.

Mientras el barco se acercaba, unos trabajadores portuarios se pusieron de pie y varios jovencitos, casi desnudos —siempre presentes en sitios como ése—, llegaron a la carrera. Muntras dejó a un lado su instrumento musical y se irguió majestuosamente en la proa, aceptando los saludos de la gente del muelle; conocía a todos por su nombre.

Fue colocada una plancha. Todo el mundo a bordo se dispuso a desembarcar para estirar las piernas y comprar frutas. Dos mercaderes cuyo viaje terminaba allí se ocupaban de que los marineros descargaran sus pertenencias con cuidado. Los muchachos se zambullían en el río en busca de monedas.

Un objeto incongruente en aquella escena lo constituía una mesa, cubierta con un mantel de colores chillones, situada junto a la entrada del depósito de la compañía. Detrás de esa mesa había tres músicos, quienes, en el preciso momento en que el barco rozó el muelle, comenzaron a ejecutar una animada versión de “Qué gran hombre es el amo”. Esta recepción era la despedida que brindaban a su jefe los tres empleados de la compañía en Cahchazzerh. Después de tocar y cantar, los tres se adelantaron para conducir a sus asientos al capitán Krillio y a Div.

Uno de los empleados era un desmañado joven de aspecto tímido; los otros dos tenían el pelo blanco y eran más viejos que el hombre para quien trabajaran durante tanto tiempo. Los mayores lograron derramar una lágrima mientras estudiaban al joven Div con disimulo, para calcular hasta qué punto el cambio de amo podía hacer peligrar sus puestos.

Muntras dio un apretón de manos a los miembros del trío, y se dejó caer en su silla. Aceptó un vaso de vino en el que introdujo unos trozos brillantes de su propio hielo. Miró el perezoso río. La costa opuesta era apenas visible por la niebla. Mientras un camarero les servía pastelillos, hubo una conversación basada en frases que comenzaban "¿Recuerdas cuando…?" y concluían con risas.

Los chillidos de las aves que aún describían círculos en lo alto, enmascaraban una lejana barahúnda de gritos y ladridos. Cuando este ruido se acercó, el Capitán del Hielo preguntó qué ocurría.

El hombre más joven se echó a reír, y los mayores se mostraron incómodos.

—Hay un drumble en el pueblo, Capitán —dijo, señalando el cerro con el pulgar—. Matan a los peludos. —En Oldorando son buenos para los drumbles —dijo Muntras—. Y muy a menudo los sacerdotes los usan como pretexto para aniquilar no sólo a los phagors sino también a los llamados herejes. ¡Religión! ¡Puaj!

Los hombres continuaron evocando los lejanos tiempos en que se habían esforzado por organizar el comercio de hielo en el interior, a las órdenes del dictatorial padre del Capitán del Hielo.

—Es una suerte que no tengas un padre como él, Div —dijo uno de los hombres de edad.

Div asintió como si no estuviera demasiado seguro al respecto y se puso de pie. Fue hasta el borde del agua y miró el punto de donde venían los gritos distantes.

Un minuto después exclamó:

—¡Es el drumble!

Sin responder, los otros siguieron charlando hasta que el joven volvió a decir.

—El drumble, papá. Van a tirar a los peludos al vacío.

Señaló hacia arriba. Algunos viajeros lo imitaron, mientras estiraban el cuello para mirar mejor.

Sonó un cuerno, y el ladrido de los perros se hizo más intenso.

—En Oldorando, son especialistas en drumbles —repitió el Capitán, poniéndose pesadamente en pie y dirigiéndose hasta el lugar donde su hijo permanecía de pie, con la boca abierta.

—Son órdenes del gobierno, señor —dijo uno de los ancianos, mirando fijamente su rostro—. Matan a los phagors y se apoderan de sus tierras.

—Y después no las trabajan como es debido —agregó el Capitán del Hielo—. Deberían dejar en paz a esas pobres criaturas. Los phagors son útiles, ¿no es verdad?

Se oían ásperos gritos de phagors, pero no se veía gran cosa. Sin embargo, poco después se escucharon voces humanas de triunfo y algo turbó la exuberante vegetación del risco. Cayeron ramas y piedras; una figura emergió de la oscuridad y descendió dando tumbos, para fastidio de las aves lloronas. La figura dio contra un banco de arena al pie del risco y rodó hasta el agua. Una mano de tres dedos emergió para hundirse luego lentamente mientras su propietario era arrastrado por el río. Div dejó escapar una risa hueca.

—¿Has visto eso?

Otro phagor, intentando escapar de sus verdugos, resbaló y cayó de cabeza; rebotó en una saliente de roca y se precipitó en el vacío. Otras figuras lo siguieron, algunas grandes, otras pequeñas. En la cresta, donde el farallón era más empinado, dos phagors lograron liberarse de un salto, sosteniéndose uno al otro de la mano; treparon por las ramas de un árbol suspendido sobre el agua, y saltaron al río evitando las rocas. Un perro saltó tras ellos y se estrelló en la playa.

—Vámonos de aquí —dijo Muntras—. Esto no me interesa. A bordo todos los que quieran ir a bordo. ¡Vamos, rápido! Cambió un formal apretón de manos con su antiguo personal y se dirigió al Dama de Lordryardry para no demorar el cumplimiento de sus órdenes.

Uno de los mercaderes de Oldorando le dijo:

—Me alegra ver que incluso en un lugar tan atrasado como éste la gente trate de librarse de esas bestias.

—No hacen daño a nadie —repuso bruscamente Muntras, sin detener el paso.

—Al contrario, señor; son el enemigo más antiguo de la humanidad, y durante la Edad del Hielo casi la redujeron a la nada.

—Eso sucedió en un pasado muerto. Vivimos en el presente. Todos a bordo. Nos marchamos a toda prisa de este lugar bárbaro.

Los tripulantes, como su capitán, eran de Hespagorat. Sin discusiones subieron la planchada y el barco partió.

Mientras el Dama de Lordryardry derivaba hasta el centro del río, sus pasajeros pudieron ver cadáveres de seres de dos filos flotando en el agua, rodeados de sangre amarilla. Un marinero gritó. Al frente había un phagor vivo, haciendo torpes esfuerzos por nadar.

De inmediato llevaron una pértiga al costado del barco. No se habían izado las velas, puesto que no había viento, pero la corriente los arrastraba a gran velocidad. El phagor comprendió la situación. Debatiéndose con furia, aferró el extremo del palo con ambas manos. El agua lo empujó contra la amurada, de donde fue izado y puesto a salvo.

—Deberías haber dejado que se ahogara. Los peludos no soportan el agua —dijo un mercader.

—Este es mi barco, y aquí mi palabra es ley —respondió Muntras, con una oscura mirada. Si tienes objeciones, puedo dejarte ya mismo en la costa.

El stallun jadeaba sobre la cubierta, en medio de un charco de agua. De una herida en su cabeza manaba un líquido amarillo.

—Dadle un poco de Exaggerator. Sobrevivirá —dijo el Capitán, quien, una vez que el phagor hubo bebido el fuerte licor dimariamiano, se retiró a su cabina.

Con el tiempo, pensaba, sus semejantes se habían vuelto más crueles y despiadados. Tal vez se debiera al calor. Tal vez el mundo estuviera a punto de arder. Bueno, al menos él se retiraría a su vieja ciudad natal, Lordyardry, a su sólida casa frente al mar. Dimariam era más fría que Campannlat. Allí la gente era mejor.

En Matrassyl visitaría al rey JandolAnganol, siguiendo el principio de que siempre resultaba sensato visitar a los soberanos conocidos. La reina se había marchado llevándose el anillo que él una vez le vendiese; tenía que entregar su carta no bien llegase a Ottassol. Mientras tanto se dedicaría a escuchar las últimas noticias acerca de la infortunada reina de reinas. Tal vez visitaría también a Metty; de otro modo quizá no volvería a verla. Pensó con afecto en su bien llevado prostíbulo, mejor que todas las sórdidas casas de Ottassol, aunque ella se daba aires e iba todos los días a la iglesia desde que el rey la recompensara por su ayuda.

Pero ¿qué haría en Dimariam cuando se retirara? Debía reflexionar acerca de ello; su familia no era una gran fuente de satisfacción. Quizá podría hacer alguna pequeña travesura que le ayudara a conservar su felicidad. Se quedó dormido con una mano apoyada en su instrumento musical.

El corpulento Capitán del Hielo llegó a una ciudad enmudecida por los acontecimientos que acababan de desarrollarse.

Los problemas del rey se agravaban. Los informes de Randonan hablaban de compañías enteras de desertores. A pesar de las constantes plegarias en los templos, las cosechas disminuían. El armero real no conseguía fabricar copias de los arcabuces sibornaleses. Y Robayday había regresado.

JandolAnganol se hallaba en las colinas con Lapwing, su hoxney, caminando por el matorral cercano a un monte. Yuli trotaba detrás de su amo, feliz de verse en medio de la maleza. Dos guardias escoltaban al rey, a cierta distancia. Robayday se descolgó de un árbol y cayó junto a su padre.

Hizo una profunda reverencia.

—¡Pero si es el mismo rey, mi amo, paseando por el bosque con su nueva esposa! —Unas hojas cayeron de sus cabellos.

—Roba, te necesito en Matrassyl. ¿Por qué insistes en escaparte?—El rey no sabía si sentirse complacido o irritado por aquella repentina aparición.

—Insistir en escapar nunca es escapar. Sin embargo, desconozco qué me mantiene cautivo. Alguna diferencia debe haber entre el aire fresco y el calabozo del abuelo… Quizá sino tuviera padres, sería libre. —Hablaba con una mirada perdida, como si no se fijara en nada: Su pelo estaba tan desordenado como sus palabras. Estaba desnudo, a no ser por una especie de taparrabos de piel que le cubría los genitales. Se le notaban las costillas y una red de rasguños y cicatrices surcaba su piel. Llevaba una jabalina.

Clavó el arma en el suelo y corrió hacia Yuli; lo abrazó y exclamó afectuosamente:

—Mi querida reina, ¡qué hermosa estás con ese manto de piel blanca y esas borlas rojas! Te las has puesto para resguardarte del sol, para ocultar tu hermoso cuerpo a todos excepto a este lascivo Otro que sin duda te sacude como si fueras una rama. O una marrana. O una promesa rota.

—¡Me haces mal! —gritó el pequeño phagor, intentando liberarse.

JandolAnganol intentó aferrar el brazo de su hijo, pero Robayday se hizo a un lado. Arrancó una enredadera florecida que colgaba de un caspiarn y, con un rápido movimiento, la envolvió alrededor del cuello de Yuli. El phagor se echó a correr, gritando, mientras JandolAnganol sujetaba a su hijo.

—No quiero hacerte daño, pero déjate de tonterías y háblame con el debido respeto.

—¡Ay de mí! Háblame con el debido respeto de mi pobre madre. Le has puesto cuernos, jardinero de pantanos. —Dio un grito y cayó hacia atrás cuando su padre le golpeó la boca.

—Basta de disparates. Calla. Su hubieras sido cuerdo, y por lo tanto aceptable para Pannoval, habrías podido casarte con Simoda Tal en mi lugar. Y así nos habríamos ahorrado muchos males. ¿No piensas en nadie más que en ti, muchacho?

—Nadie caga por mí —dijo Roba, escupiendo las palabras.

—Me debes algo, porque he hecho de ti un príncipe —repuso el rey con amargura—. ¿O has olvidado que lo eres? Bien, en ese caso te encerraremos hasta que pongas tus ideas en orden.

Con su mano libre en su boca ensangrentada, Robayday murmuró:

—Prefiero mis ideas del revés. Y no me importa olvidar lo que soy.

Los dos tenientes se habían acercado, con las espadas desenvainadas. El rey les ordenó que desmontaran y tomaran prisionero a su hijo. En un momento de distracción, Robayday se liberó de la mano de su padre y huyó hacia los árboles gritando y dando grandes saltos.

Uno de los tenientes puso una flecha en su ballesta, pero el rey lo detuvo. No hizo la menor tentativa de seguir a su hijo.

—No gusta Robay —chilló Yuli.

Ignorándolo, JandolAnganol montó en Lapwing y retornó al galope a su palacio. Con las cejas fruncidas, merecía más que nunca el apodo de Águila.

De vuelta a sus habitaciones, se entregó al pauk, algo que hacía contadas veces. Su alma descendió hacia la Observadora Original, y habló con el gossie de su madre. Ella le dio consuelo. Le recordó que la otra abuela de Robayday era Shannana la Salvaje, y le dijo que no se preocupara. Dijo también que no debía considerarse culpable por la muerte de los Myrdólatras, puesto que ellos se proponían traicionar al estado.

El frágil odre de polvo ofreció a JandolAnganol todo el apoyo verbal posible. Sin embargo, su alma regresó conturbada a su cuerpo.

Su malintencionado y anciano padre, que aún vivía en su lúgubre mazmorra, fue más práctico. VarpalAnganol nunca se quedaba corto de consejos.

—Alimenta el escándalo de Pasharatid. Haz que tus agentes difundan rumores. Debes implicar a la esposa de Pasharatid, quien con toda impudencia sigue desarrollando la misión de su marido. La gente cree fácilmente cualquier cuento contra los sibornaleses.

—¿Y qué debo hacer con Robayday?

El viejo se movió en su silla y cerró un ojo.

—Como nada puedes hacer, no hagas nada. Pero sería muy útil que apresuraras tu divorcio y tu nuevo casamiento.

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