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Authors: Brian W. Aldiss

Heliconia - Verano (32 page)

BOOK: Heliconia - Verano
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Tres personas aguardaban en la habitación, y observó que también ellas estaban tosiendo. La delicada elegancia, la precisión de su estructura ósea, revelaban que se trataba de sibornaleses. Uno de ellos era una mujer, muy hermosa en su chagirack de fina seda —el equivalente norteño del charfrul— estampada con grandes flores blancas y negras. Más atrás, en la penumbra, había dos hombres. SartoriIrvrash reconoció de inmediato a Madame Dienu Pasharatid, esposa del embajador que había desaparecido el día en que Taynth Indredd llevara los arcabuces al palacio.

Se inclinó ante ella, excusándose por toser.

—Todos lo hacemos, canciller. El volcán produce esta irritación de la garganta.

—Lo que irrita la mía es la aflicción. No debes llamarme por mi antiguo título. —No le preguntó de qué volcán hablaba, pero ella notó la incertidumbre en su rostro.

—La erupción volcánica de las montañas Rustyjonnik. Sus cenizas llegan hasta aquí.

Ella le dirigió una mirada cordial, mientras aguardaba a que se repusiera. Aunque él sabía que era una mujer inteligente, había en su boca cierta dureza que no le agradaba y muchas veces había evitado su compañía.

SartoriIrvrash miró a su alrededor. Las paredes estaban cubiertas con un fino papel desgastado en algunas partes. Había un cuadro colgado: era un dibujo a pluma de Kharnabhar, la montaña sagrada de los sibornaleses. La única ventana, situada a un lado, iluminaba el perfil de Dienu Pasharatid y dejaba ver una escarpa rocosa de la que pendían enredaderas; la vegetación estaba cubierta por una capa de cenizas grises. Roba, sentado en el suelo con las piernas cruzadas, chupaba una brizna de hierba y sonreía a las personas reunidas.

—¿Qué deseas de mí? Debo llegar a mi barco antes de que me ocurran nuevos desastres —dijo SartoriIrvrash.

Dienu Pasharatid tenía las manos a la espalda y desplazaba suavemente su peso de uno a otro pie.

—Te pedimos perdón por traerte aquí de modo tan poco usual, pero deseamos utilizar tus servicios, los cuales retribuiremos con generosidad.

Siguió adelante con su propuesta, volviéndose en ocasiones a los hombres para solicitar su confirmación. Los sibornaleses eran un pueblo profundamente religioso que creía, como el ex canciller sabía, en Dios el Azoiáxico, el cual existía antes de la vida y alrededor de quien toda la vida giraba. Aquellos diplomáticos despreciaban la religión de Akhanaba, a la que consideraban poco más que una superstición. Por consiguiente, aunque se escandalizaron, no los tomó por sorpresa que JandolAnganol decidiera romper su matrimonio y contraer otro.

Los sibornaleses —y el Azoiáxico a través de ellos consideraban el vínculo entre hombre y mujer como una decisión igualitaria que debía mantenerse toda la vida. El amor era un asunto de voluntad y no de capricho.

SartoriIrvrash, deseoso de iniciar su viaje, asentía automáticamente durante esta parte del discurso, reconociendo en ese tono sentencioso una característica de los habitantes del continente norte.

Roba, sin escuchar siquiera, guiñó un ojo al ex canciller y le dijo por lo bajo:

—Aquí es donde el embajador Pasharatid se reunía con una mujer de la ciudad. Es una casa de putas histórica… pero esta señora se limitará a hablarte.

SartoriIrvrash le pidió que se callara.

Ignorando la interrupción, Madame Dienu dijo que los sibornaleses consideraban que sólo él, el canciller SartoriIrvrash, representaba el conocimiento en la corte de Borlien. Entendían que el rey lo había tratado tan mal como a la reina, y posiblemente peor. Esa injusticia les dolía, como a todos los miembros de la Iglesia de la Paz Formidable. Ahora, ella retornaba a su hogar. Invitaba a SartoriIrvrash a unirse a ellos, asegurándole que en Askitosh dispondría de una buena residencia y de un buen cargo en el gobierno como consejero, así como total libertad para completar la obra de su vida.

Él sintió un estremecimiento que en estos últimos tiempos padecía con frecuencia. Contemporizando, preguntó:

—¿Qué tipo de cargo?

La respuesta fue que como consejero en los asuntos de Borlien, los cuales conocía tan bien. Y la partida de Matrassyl sería inmediata.

SartoriIrvrash sintió tal asombro ante este ofrecimiento que ni siquiera preguntó el motivo de tanta prisa. Agradecido, aceptó.

—¡Excelente! —exclamó Madame Dienu.

Los dos hombres que estaban detrás de ella demostraron una habilidad casi propia de phagors para pasar de la quietud a una intensa actividad sin pasos intermedios. Abandonaron la habitación de inmediato, provocando ruidos y dando voces en todos los pisos y escaleras mientras personas y equipajes descendían al patio apresuradamente. De los depósitos emergieron coches de los establos hoxneys, y de cuartuchos escondidos, mozos de cuadra transportando arneses. Se organizó así una pequeña procesión en menos tiempo del que hubiera necesitado un borlienés para calzarse las botas. Todo el mundo, reunido en círculo, entonó una rápida plegaria, y luego partieron dejando la casa totalmente vacía.

Se dirigieron hacia el norte, a través de esa conejera que era el barrio antiguo, rodearon la gran Cúpula del Esfuerzo, semienterrada, y pronto se encontraron en el camino hacia el norte, con el Takissa relumbrando a su izquierda. Roba gritaba y cantaba.

Siguieron semanas de viaje.

La principal característica de aquella primera etapa era la capa de ceniza gris volcánica que todo lo cubría. La montaña Rustyjonnik, fuente continua de gruñidos y ocasionales derramamientos de lava, estaba en plena erupción. Bajo el manto de ceniza, el terreno se convertía en el país de los muertos. Los campos estaban yermos, los árboles marchitos, los arroyos quedaban taponados. Aves y animales morían o escapaban. Las familias humanas y phagors se alejaban de sus hogares.

Una vez que el grupo atravesó el río Mar, la plaga disminuyó, hasta desaparecer poco más tarde. Habían entrado en Mordriat, nombre que causaba terror en Matrassyl. La realidad era más pacífica. La mayoría de las tribus mostraban una actitud amigable debajo de sus típicos turbantes y túnicas de braffista.

Para garantizar un viaje seguro se contrataron guías; eran hombres macilentos con aspecto de villanos que se prosternaban al alba y al poniente. Por la noche, en torno del fuego del campamento, el principal de ellos, el Señalador del Camino, como él mismo se llamaba, explicaba a los viajeros cómo la ornamentación de sus vestiduras indicaba el rango. Se jactaba, además, de las numerosas jerarquías que tenía por debajo.

Nadie más escuchaba con más atención que SartoriIrvrash.

—Es extraña la propensión humana a establecer jerarquías sociales —observó al resto de sus compañeros.

—Una propensión tanto más notable cuando se observa en las zonas inferiores de la sociedad —dijo Madame Dienu—. En nuestro país se evitan esas degradantes categorías. Te gustará Askitosh. Es un modelo para todas las comunidades.

SartoriIrvrash tenía algunas reservas al respecto. Pero encontraba cierto reposo en la permanente severidad de Madame Dienu, después de tratar durante años con un rey tan voluble. A medida que el paisaje se tornaba más árido, su ánimo mejoraba; al tiempo que la locura de Roba parecía sosegarse. Pero SartoriIrvrash no lograba dormir. Sus huesos, acostumbrados a los cojines de plumas, no podían adaptarse a una manta sobre el duro suelo. Yacía despierto mirando las estrellas y los relámpagos, con una excitación que no sentía desde que sus hermanos y él eran niños. Hasta su resentimiento contra JandolAnganol disminuyó un poco.

El tiempo continuaba siendo seco. La caravana hacía grandes progresos a través de las sierras bajas. Llegaron a una pequeña ciudad comercial llamada Oysha (“probablemente —explicó a los demás SartoriIrvrash— debe su nombre a una corrupción de la palabra osh, que en Olonets local no significa otra cosa que ciudad"). Las explicaciones que se derivaban de los acontecimientos cotidianos hacían más entretenido el viaje. En Oysha —de dondequiera que derivara su nombre— el Takissa, que descendía rugiendo desde el este, se unía con un formidable afluente, el Madura. Ambos ríos nacían en el Nktryhk. Más allá de Oysha, hacia el norte, se extendía el desierto de Madura.

En Oysha cambiaron los hoxneys por kaidaws. El Señalador del Camino realizó el trueque, entrechocando muchas veces su frente con las de los vendedores. El kaidaw era un animal digno de confianza para cruzar desiertos. Las bestias de color herrumbre aguardaban en la polvorienta plaza del mercado de Oysha, indiferentes a la negociación.

El ex canciller estaba sentado sobre un cofre. Secaba su frente y tosía. La ceniza del Rustyjonnik le había dado fiebre y ardor en la garganta, y aún sentía sus efectos. Miraba las largas caras altaneras de los kaidaws, legendarias monturas de los guerreros phagor en el Gran Invierno. Era difícil ver en esas bestias cansinas el torbellino que con sus jinetes había asolado Oldorando y otras ciudades de Campannlat en la época del frío.

En el Gran Verano, esos animales acumulaban agua en su giba. Esto explicaba su utilidad en el desierto. Parecían muy mansos, pero excitaban el sentido histórico de SartoriIrvrash.

—Debería comprar una espada —dijo a RobaydayAnganol—. Cuando joven fui un esgrimista bastante bueno.

Roba dio una vuelta acrobática de lado.

—Ahora que estás libre del Águila, pones el año patas arriba. Por supuesto, harás bien en defenderte. En estas sierras vive el maldito Unndreid. Aquí los pastores duermen todas las noches con sus numerosas hijas, y el crimen es tan común como los escorpiones.

—La gente parece animosa.

Roba se puso de rodillas; su cara demostraba suspicacia.

—¿Por qué parecen tan amistosos? ¿Por qué ahora Unndreid está armado hasta los dientes con armas de fuego de Sibornal? ¿Has descubierto por qué el negro Io Pasharatid abandonó tan súbitamente la corte?

Tomando a SartoriIrvrash del brazo, lo condujo detrás de un coche, donde sólo podían ser vistos por los ojos inocentes de los kaidaws.

—Ni siquiera mi padre puede comprar amor o amistad. Estos sibornaleses compran la amistad. Es su forma de ser. Venderían a sus madres con tal de tener paz. Han pagado su seguridad en la ruta a Borlien con los arcabuces regalados a los caudillos locales. Esas armas de fuego no son un juego. Ni siquiera el rey favorito de Akhanaba, JandolAnganol, hijo de VarpalAnganol, padre de un amante de los Madis (aunque algo menos loco), pudo jugar con ellas. Lo derrotaron en la Batalla del Cosgatt. ¿Has visto la herida en su muslo?

—Tuvo postrado a tu padre bastante tiempo. No vi la herida, sino sus consecuencias.

—Tiene una pierna un poco tiesa. Sólo por suerte puede tener aún otra parte algo tiesa. Esa herida fue un beso de Sibornal. Bajando la voz, SartoriIrvrash dijo: —Tú sabes que jamás confié en los sibornaleses. Cuando se hizo la demostración de los arcabuces en la corte, recomendé que no hubiera ninguno presente. No fui escuchado.

Poco después de la demostración, Io Pasharatid desapareció.

Roba alzó un dedo, a modo de advertencia, y lo movió lentamente.

—Desapareció porque sus trampas quedaron a la vista de su esposa, nuestra hermosa compañera, y de su gente de la embajada. Estaba comprometida una muchacha de Matrassyl, que era la intermediaria, y con quien también yo intermediaba de vez en cuando… Por eso sé todo acerca de Pasharatid.

Se echó a reír.

—Los arcabuces que poseía Taynth Indredd, y que con tanta arrogancia obsequió a mi aguileño padre (y que mi aguileño padre tuvo a bien aceptar con tanta inconsciencia como aceptaría una costra de la peste si un mendigo se la ofreciera), se los había comprado a bajo precio a Pasharatid. ¿Por qué a bajo precio? Porque no eran suyos. Si hubiesen sido de Pasharatid, no habría podido dejar de lucrar. Eran propiedad de su gobierno, y estaban destinados a comprar la amistad de estos bandidos que ves aquí, y de Darvlish la Calavera, que ha demostrado esa amistad mil veces.

—Es una conducta inusitada en un sibornalés. Y en particular en uno con un alto cargo.

—Alto cargo, bajo personaje. Todo fue por la muchacha. ¿Nunca has visto cómo miraba a mi madre…, quiero decir, esa señora que era mi madre antes de partir sin despedirse?

—De haberlo sabido, tu padre habría mandado que lo ejecutaran. Supongo que estará de vuelta en Sibornal.

RobaydayAnganol se encogió de hombros significativamente.

—Estamos yendo tras él. Madame Dienu quiere su sangre. Para comprender por qué Pasharatid corre detrás de otras mujeres basta pensar en ella. ¿Te acostarías con un arcabuz? Estará muy atareado componiendo una mentira para ocultar sus pecados. Ella llegará y tratará de denunciarlo. ¡Ah, Rushven, no hay dramas como los de familia! Recuerda mis palabras: el viejo Io terminará encerrado en la Gran Rueda de Kharnabar. Antes era un lugar de culto; ahora meten allí a los criminales. Bueno, también los sacerdotes son prisioneros. Un gran drama. Conoces el dicho: "Hay algo más que un brazo en la manga de un sibornalés". Querría ir contigo, para ver qué ocurre.

—¿Cómo? Pero si vendrás, querido muchacho.

—Ah, no, tío, nada de afecto. Y menos por un Anganol. No protestes. Aquí nos separamos. Tú vas al norte con Madame Dienu. Yo, al sur con este coche. Tengo que cuidar de mis padres… Mis ex padres…

La decepción se dibujó en el rostro de SartoriIrvrash.

—No me abandones, muchacho, no con estos villanos. Me matarán en cualquier momento.

Mientras hacía una divertida parodia de fuga, el príncipe dijo:

—Después de todo, eso sería una forma de escapar y dejar de ser un ser humano, ¿verdad? Yo me convertiré en un Madi. Otra escapada. Para mí, el Ahd.

Dio un salto y besó la calva de SartoriIrvrash.

—Buena suerte en tu nueva carrera, querido tío. ¡De nosotros dos crecerán ramas verdes!

Saltó al coche, chasqueó el látigo por encima de los hoxneys y se alejó rápidamente. Los hombres de las tribus, alarmados, lo maldijeron en nombre de los ríos sagrados. Una nube de polvo devoró el veloz vehículo.

El desierto de Madura. Matrassyl parecía muy lejos. Pero las estrellas estaban muy cerca, y en las noches claras la hoz del cometa de YarapRombry ardía como una señal en el camino.

Al alba, cuando el fuego de la hoguera ya se había extinguido y los demás aún dormían, SartoriIrvrash temblaba. Su fiebre no desaparecía del todo. Pensaba en BillishOwpin. En la inmensidad del desierto se le hacia más creíble que hubiese venido de otro mundo.

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