Hermosas criaturas (50 page)

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Authors: Kami Garcia & Margaret Stohl

Tags: #Fantástico, Infantil y juvenil, Romántico

BOOK: Hermosas criaturas
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Esbozó una de esas sonrisas que tanto había echado de menos, aunque sólo habían transcurrido unos pocos días. La habría añorado aun cuando hubieran sido únicamente unos minutos.

—Y hablando de Cocina, debo irme. Le dije a mi tío que iba a la biblioteca y a esta hora ya ha cerrado.

La arrastré a mi regazo. Se me hacía muy cuesta arriba no tocarla constantemente ahora que podía hacerlo otra vez. Me encontré buscando pretextos para hacerle cosquillas o acariciarle el pelo, las manos, las rodillas. La atracción entre nosotros era como la de un imán. Lena se apoyó sobre mi pecho y allí se quedó hasta que en el piso superior oímos unos pasos amortiguados. Reaccionó como un gato asustado: se alejó de mí con un brinco.

—No te preocupes, es mi padre dándose una ducha. Ya no sale del estudio para otra cosa.

—Está peor, ¿verdad? —Me cogió de la mano. Ambos sabíamos que en realidad no era una pregunta.

—Mi padre no era así antes de que muriera mi madre. Se le fue la olla después.

No necesité contarle el resto. Me había oído darle vueltas al asunto un montón de veces; le había hablado del fallecimiento de mi madre, de cómo dejamos de preparar tomates fritos, de la pérdida de algunas piezas del pueblecito del Belén de Navidad, de cómo ella ya no estaba allí para pararle los pies a la señora Lincoln… y nada volvió a ser como antes.

—Lo siento.

—Lo sé.

—¿Por eso fuiste hoy a la biblioteca? ¿En busca de tu madre?

La miré y le aparté el pelo del rostro. Luego, asentí y saqué el romero del bolsillo y lo dejé con delicadeza encima de la mesa.

—Ven, quiero enseñarte algo.

La cogí de la mano y tiré de ella para levantarla de la silla. Nos deslizamos por el viejo suelo de madera con los calcetines empapados y nos detuvimos en la puerta del estudio. Alcé la vista y busqué el cuarto de mi padre con los ojos. Agucé el oído; ni siquiera había empezado a ducharse, así que disponíamos de mucho tiempo todavía. Probé suerte con el picaporte.

—Está echada la llave. —Lena frunció el ceño—. ¿La tienes?

—Un momento, mira lo que pasa…

Nos quedamos delante de la puerta, mirándola fijamente. Me sentí un imbécil, y algo parecido debió de pensar Lena, pues se echó a reír. La puerta se abrió sola justo cuando estaba a punto unirme a sus risillas, que se apagaron de inmediato.

No es un conjuro o lo percibiría.

Se supone que debo entrar, bueno, debemos entrar.

La puerta se cerró cuando retrocedí. Lena alzó una mano y cuando iba a usar sus poderes para abrir el picaporte, le toqué con suavidad la espalda.

—Creo que debo hacerlo yo, Lena.

En cuanto rocé de nuevo el pomo, el cerrojo se descorrió. Entré en el estudio por vez primera en años. Seguía siendo el mismo lugar aterrador y oscuro. El cuadro de la pared, cubierto por un paño, todavía pendía sobre el sofá descolorido. Los folios de la última novela de mi padre se apilaban debajo de la ventana, en el escritorio de caoba, sobre el ordenador y encima de la silla, se hacinaban incluso en la alfombra persa en montones cuidadosamente dispuestos.

—No toques nada. Se daría cuenta.

Lena se puso de cuclillas y observó fijamente la pila más próxima. Cogió una hoja y la puso debajo de la lámpara de bronce del escritorio.

—Ethan.

—No enciendas la luz. No quiero que baje y se ponga fuera de sí al vernos. Me mataría si supiera que estamos aquí. Sólo se preocupa de su libro.

Me dio la hoja sin despegar los labios. La cogí. Estaba llena de garabatos. No eran palabras escritas de mala manera, sólo pintarrajos. Eché mano a un montón de folios cercanos, emborronados todos por líneas llenas de trazos y garabatos. Cogí un papel del suelo, sólo había en él hileras de círculos. Rebusqué entre las pilas de papel desperdigadas por el escritorio y el suelo. Había páginas y páginas llenas de garabatos y dibujos, y ni una sola palabra.

Entonces lo entendí: no existía ningún libro.

Mi padre no era escritor. Ni siquiera era un vampiro.

Estaba como una regadera.

Me acuclillé y apoyé las manos en las rodillas, tenía mal cuerpo. Debería haberlo visto llegar. Lena me acarició la espalda.

Todo va bien. Sólo está pasando un momento difícil. Volverá a ti.

No lo hará. Mi madre se ha marchado y ahora le estoy perdiendo a él.

¿Qué había hecho mi padre durante todo ese tiempo? ¿Evitarme? Si no estaba trabajando en la gran novela americana, ¿qué sentido tenía trabajar de noche y dormir de día? Si estaba trazando una línea de círculos tras otra, ninguno. ¿Acaso estaba escapando de su único hijo? ¿Lo sabía Amma? ¿Estaban al corriente todos menos yo?

No es culpa tuya. No te tortures por esto.

En esta ocasión era yo quien había perdido el control. La ira me desbordó. Le di un manotazo al portátil situado sobre su mesa, haciendo volar un buen número de folios, derribé la lámpara de bronce y, sin pensarlo siquiera, le di un tirón a la tela que cubría el cuadro. El lienzo rebotó en el sofá y dio una voltereta antes de caer al suelo, chocando contra una balda de libros situada a baja altura. Un montón de libros se desparramó por la alfombra.

—Mira el cuadro —me instó Lena mientras lo recogía de entre los libros de la alfombra.

Era un retrato mío.

Un soldado confederado de 1865, pero no había duda posible: era yo.

Ninguno de los dos tuvo que leer la etiqueta escrita a lápiz que había en la parte posterior del marco para conocer su identidad. Nos parecíamos incluso en los mechones de su enmarañada melena castaña, que le invadían el rostro.

—¡Por fin nos conocemos, Ethan Cárter Wate! —le saludé justo antes de oír a mi padre bajar las escaleras con torpeza.

—¡Ethan Wate!

Lena lanzó una mirada a la entrada, asustada, y gritó:

—¡Puerta!

Ésta se cerró de golpe y se atrancó. Alcé una ceja, asombrado. Jamás iba a terminar de acostumbrarme a aquello.

Mi padre llamó con el puño.

—¿Estás bien, Ethan? ¿Qué ocurre ahí dentro?

Le ignoré. Tampoco sabía qué otra cosa podía hacer. En ese momento tampoco me sentía capaz de mirarle a la cara. Entonces fue cuando me fijé en los libros.

—Mira. —Me arrodillé junto al más cercano, abierto por la página tres. Pasé a la página cuatro, pero volvió a la página anterior por sí solo, exactamente igual que el cerrojo de la puerta—. ¿Eso es cosa tuya?

—¿De qué me hablas? No podemos quedarnos aquí la noche entera.

—Marian y yo nos pasamos casi todo el día en la biblioteca y suena a locura, lo sé, pero ella cree que los libros intentan decirnos cosas.

—¿Qué cosas?

—No lo sé. Asuntos sobre el destino, sobre la señora Lincoln o sobre ti.

—¿Sobre mí?

—¡Abre esa puerta, Ethan!

Mi padre se puso a aporrear la puerta. Él me había mantenido fuera del estudio mucho tiempo, ahora me tocaba a mí.

—Encontré en el archivo una fotografía de mi madre en este estudio y también uno de sus libros de cocina con una ramita de romero como marcapáginas en su receta favorita. Romero fresco. ¿Lo pillas? Eso tiene algo que ver contigo y con mi madre, y ahora estamos aquí, es como si algo me quisiera en esta habitación, o bueno, no sé, alguien…

—O tal vez pensaste en ello sólo porque viste la foto.

—Quizá, pero echa un ojo a esto.

Cogí la
Historia constitucional
y pasé otra vez de la página tres a la cuatro, y otra vez la hoja cobró vida para regresar por su cuenta a la tres.

—¡Qué raro!

Lena se volvió hacia el siguiente libro,
Carolina del Sur: de la cuna a la tumba
, que estaba abierto por la página doce. La pasó a la anterior y regresó a la doce por iniciativa propia.

Me aparté el pelo de los ojos.

—Pero esta página no dice nada, es un mapa. Los libros de Marian estaban abiertos en ciertas páginas porque intentaban decir algo, parecían mensajes; en cambio, los de mi madre no parecen transmitir nada.

—Podría ser un código o algo así.

—Mamá era un desastre en mates. Era escritora —repuse, como si eso bastara para explicarlo, pero no era así, y mi madre lo sabía mejor que nadie.

Lena cogió el siguiente libro.

—Página uno. Es la del título, ése no puede ser el contenido.

—¿Por qué iba a dejarme un código? —me pregunté, expresando en voz alta mis pensamientos.

Lena seguía teniendo respuesta para eso.

—Porque siempre te sabes el final de las pelis, porque creciste en compañía de Amma, leyendo novelas de misterio y haciendo crucigramas. Quizá tu madre pensó que te percatarías de algo que los demás pasarían por alto.

Mi padre siguió golpeando la puerta con desgana. Me fijé en el siguiente libro. Página nueve. Otro se abrió por la trece. Todas las cifras eran inferiores a veintinueve a pesar de que todos los libros eran unos tochos con muchísimas más páginas.

—El alfabeto tiene veintinueve letras, ¿no?

—Sí.

—¡Ya está, eso es! Cuando iba a misa de pequeño y no había forma de que me estuviera quieto y sentado con las Hermanas, mi madre empezó a usar el papel con los horarios de misas para entretenerme con pasatiempos: el ahorcado, juegos de letras y éste, el código alfabético.

—Espera, déjame coger un boli. —Cogió uno del escritorio—. Si la letra A es uno y la letra B es dos, a ver qué sale…

—Cuidado, a veces me gustaba hacerlo al revés: la letra Z sería uno en tal caso.

Lena y yo permanecimos sentados en medio de los libros, mirando unos y otros mientras mi padre se dedicaba a aporrear la puerta. Le ignoré, tal y como él había hecho conmigo. No iba a responderle ni darle explicación alguna. Que probase un poco de su propia medicina para variar.

—14, 1, 15, 1, 23, 6.

—¿Qué haces ahí dentro, Ethan? ¿Qué es todo ese ruido?

—1 ,23 , 10… 15, 10, 22, 15, 1.

Miré a Lena. No necesitaba el papel que me tendía: iba un paso por delante.

—Tengo la impresión de… El mensaje es para ti.

Eso estaba tan claro como si mi madre estuviera en el estudio y fuera ella quien pronunciase esas palabras.

Llámate a tí misma.

Era un mensaje para Lena.

En cierto modo, mi madre continuaba allí, en algún lugar del universo. Mi madre seguía siendo mi madre aunque sólo viviera detrás de las puertas cerradas, en sus libros y en el olor a tomates fritos y papel viejo.

Ella vivía.

Mi padre seguía allí delante, en albornoz, cuando por fin abrí la puerta. Su mirada pasó de largo por mí y se fijó en el estudio, donde las páginas de su novela imaginaria yacían dispersas sobre el suelo y el cuadro de Ethan Cárter Wate descansaba sobre el sofá.

—Ethan, yo…

—¿Qué…? ¿Ibas a decirme que te has encerrado durante meses en el estudio para hacer esto? —Alcé una mano con un montón de páginas arrugadas.

Bajó la mirada. Tal vez hubiera enloquecido, pero conservaba la cordura suficiente para saber que yo había averiguado la verdad. Lena se sentó en el sofá con aspecto de estar muy incómoda.

—Sólo deseo saber una cosa: ¿por qué? ¿Estabas ahí encerrado siempre por un libro o para evitarme?

Mi padre alzó la cabeza muy despacio y me miró. Tenía los ojos enrojecidos. Parecía viejo, como si la vida le decepcionase por momentos.

—Mi único deseo era estar cerca de ella. Me siento como si tu madre aún siguiera conmigo mientras estoy aquí dentro, entre sus libros y con sus cosas. Aún puedo oler su perfume, aún huelo sus tomates fritos… —La voz se le apagó como si hubiera vuelto a sumirse en sus pensamientos y se hubiera terminado ese extraño momento de lucidez.

Pasó a mi lado y se agachó para recoger una hoja llena de círculos con mano temblorosa.

—Estaba intentando escribir. —Miró en dirección a la silla de mi madre—. Pero se me ha olvidado cómo hacerlo.

No tenía nada que ver conmigo, jamás lo tuvo, sino con mi madre. Me había sentido exactamente igual hacía escasas horas, cuando salí de la biblioteca, después de estar sentado entre sus cosas, intentando sentir su compañía. Pero todo era diferente para mí ahora que sabía que no había desaparecido. No obstante, mi padre no lo sabía. Su esposa no le abría las puertas ni le dejaba mensajes. Él ni siquiera tenía eso.

La semana siguiente, la víspera de Navidad, el desgastado pueblo de cartón abombado ya no me pareció tan pequeño. La torre del campanario sobresalía erguida por encima de la iglesia mientras la granja aguantaba en pie como si acabara de ponerse. El brillante pegamento blanco centelleaba y la vieja capa de nieve hecha con algodón, firme pese al transcurso del tiempo, mantenía compacto todo el conjunto.

Yo estaba tumbado en el suelo, bajo las ramas más bajas de un grueso pino blanco, como hacía siempre. Las puntiagudas hojas verdeazuladas me rozaban el cuello mientras me esmeraba en colocar una hilera de lucecitas blancas en unos agujeros situados en la parte posterior del pueblo. No había encontrado a sus habitantes y se habían perdido también los coches de hojalata y los animales. El pueblo estaba vacío, pero por primera vez no me parecía desierto ni me sentía solo.

Algo me llamó la atención mientras permanecía tumbado, escuchando a Amma garabatear con un bolígrafo y los viejos y chirriantes discos navideños de mi padre. Era un pequeño objeto oscuro que se había enganchado en un pliegue de tela y permanecía entre las capas de algodón. Era una estrella del tamaño de un penique, pintada de oro y plata y rodeada por un halo arrugado que parecía hecho con un clip. Era un adorno del árbol de Navidad del pueblecito, lo habíamos buscado durante años. Mi madre lo había hecho cuando era pequeña y todavía iba al cole en Savannah.

Me lo metí en el bolsillo con intención de dárselo a Lena en cuanto nos viéramos para que se lo pusiera en su collar de amuletos. Así no volvería a perderse. Así no volvería a perderme.

Esto le habría gustado a mi madre. Y también, si hubiera conocido a Lena, también le habría gustado. A lo mejor sí la conocía.

Llámate a ti misma.

Habíamos tenido la respuesta delante de nuestras narices todo el tiempo, perdida entre los libros del estudio de mi padre, guardada en las páginas del recetario de mi madre.

Parcialmente enganchada entre la nieve polvorienta.

12 DE ENERO
Promesa

H
ay algo en el ambiente. Cuando oyes esta frase, lo normal es que no pase nada, pero cuanto más inminente era el cumpleaños de Lena, la sensación era más intensa. A la vuelta de las vacaciones navideñas nos encontramos las taquillas y las paredes llenas de pintadas, pero no eran las pintadas habituales, no se entendían y, de hecho, de no haber echado antes un vistazo al
Libro de las Lunas
ni siquiera habríamos sabido de qué se trataba.

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