Authors: Kami García,Margaret Stohl
Tags: #Infantil y juvenil, #Fantástico, #Romántico
El libro de Sarafine.
Como si la tarde no hubiera sido ya suficientemente mala.
Marian sacó un pañuelo y frotó sus gafas.
—No ha sido exactamente un salvamento. Estoy esperando unos visitantes oficiales, y sé positivamente que sería mejor que no estuvieseis aquí cuando lleguen.
—Sólo será un minuto. Tengo que coger mi bolso. —Lena desapareció de nuevo entre las cajas, pero yo estaba justo detrás de ella.
—¿Qué estás haciendo con eso? —Agarré el libro, pero en el momento en que lo toqué las destrozadas estanterías se desvanecieron en la oscuridad…
La primera vez que le vio ya era tarde. Sarafine sabía que no debía caminar sola a esa hora tardía de la noche. Los Mortales no eran ninguna amenaza para ella, pero sabía que allí fuera había otras cosas. Sin embargo, las voces habían empezado a susurrarla, y tuvo que salir de casa.
Cuando vio la figura en una esquina, su corazón empezó a palpitar. Pero cuando el hombre se acercó, Sarafine comprendió que no era una amenaza. Su larga barba era blanca, del mismo color que su cabello. Vestía un traje oscuro y una corbata de lazo, y se apoyaba en un brillante bastón negro.
Estaba sonriendo, como si se conocieran.
—
Buenas noches, niña. He estado esperándote.
—
¿Discúlpeme? Creo que me confunde con otra persona.
—
Sonrió. Sin duda estaba senil.
El anciano se rio.
—
No hay ningún error. Reconozco a una Cataclyst en cuanto la veo.
Sarafine sintió que la sangre se le helaba en las venas.
Él lo sabía.
El fuego se encendió a lo largo de la acera, a sólo unos metros del bastón del anciano. Sarafine cerró los ojos, tratando de controlarlo, pero no podía.
—
Deja que arda. Esta noche toca el lado frío.
—
Sonrió, sin alterarse por las llamas.
Sarafine estaba temblando.
—
¿Qué es lo que quiere?
—
He venido a ayudarte. Somos familia, ¿sabes? Tal vez deba presentarme.
—
Le tendió la mano
—.
Soy Abraham Ravenwood.
Ella conocía el nombre. Lo había visto en el árbol genealógico de sus hermanastros.
—
Hunting y Macon dijeron que había muerto.
—
¿Parezco muerto?
—
Sonrió
—.
No podía morir todavía. Estaba esperándote.
—
¿A mí? ¿Por qué?
—
Si ni siquiera la propia familia de Sarafine le hablaba. Era difícil imaginar que alguien la estuviera esperando.
—
¿Aún no entiendes lo que eres, verdad? ¿Estás oyendo la llamada? ¿Las voces?
—
Miró hacia las llamas
—.
Veo que ya has encontrado tu don.
—
No es un don. Es una maldición.
La cabeza de
él se giró bruscamente en su dirección, y pudo ver sus ojos negros.
—Bueno, ¿quién te ha contado eso? Los Caster, imagino.
—
Sacudió la cabeza
—.
No me sorprende. Los Caster son unos mentirosos, a sólo un paso de distancia de los Mortales. Pero tú no. Una Cataclyst es el Caster más poderoso de nuestro mundo, nacida del Fuego Oscuro. Demasiado poderosa para ser considerada una Caster, tal y como yo lo veo.
¿Era posible? ¿Era poseedora del más grande y poderoso don del mundo Caster? Una parte de ella ansiaba que fuera verdad
—
poder ser especial, en lugar de una marginada
—.
Una parte de ella quería rendirse a esa avidez.
Quemar todo lo que estuviera en su camino.
Hacer que todos los que la habían herido lo pagaran.
¡No!
Apartó esos pensamientos de su mente. John. Se concentró en la imagen de John y en sus bonitos ojos verdes.
Sarafine estaba temblando.
—
¡No quiero ser Oscura!
—Es
demasiado tarde para eso. No puedes luchar contra lo que eres.
—
Abraham se rio, con una siniestra carcajada
—.
Y ahora veamos esos hermosos ojos amarillos tuyos.
Abraham tenía razón. Sarafine no podía luchar contra lo que era, pero podía ocultarlo. No le quedaba otra solución. Tenía dos almas disputando por el mismo cuerpo. El bien y el mal. La bondad y el demonio. Luz y Oscuridad.
John era la
única cosa que le ataba a la Luz. Le amaba, aunque a veces ese amor lo sentía más bien como un recuerdo. Algo lejano que podía ver pero no alcanzar.
Y, sin embargo, aún intentaba atraparlo.
El recuerdo era más fácil de ver cuando yacían en la cama, enlazados el uno al otro.
—
¿Sabes lo mucho que te quiero?
—
susurraba John, sus labios rozando apenas su oreja.
Sarafine se estrechaba contra
él, como si su calor pudiera, de alguna forma, penetrar en su piel fría y cambiarla desde el interior.
—
¿Cuánto?
—
Más que a nada y a nadie. Más que a mí mismo.
—Yo siento lo mismo.
—
Mentirosa. Incluso ahora pudo escuchar la voz.
John se inclinó hasta que sus frentes se tocaron.
—
Nunca voy a sentir nada igual por nadie. Siempre serás tú.
—
Su voz baja y ronca
—.
Ahora ya tienes dieciocho años. Cásate conmigo.
Sarafine escuchó otra voz en el fondo de su mente, una voz que se coló en sus pensamientos y en sus sueños de esa noche algo más tarde. Abraham.
Crees que le quieres, pero no es así. No puedes amar a alguien que no sabe quién eres. No eres una Caster; eres uno de nosotros.
—
¿Izabel?
—
John la estaba mirando, buscando en sus ojos a la joven de la que se había enamorado. Una joven que se estaba consumiendo poco a poco.
¿Cuánto quedaba de ella?
—
Sí.
—
Sarafine echó sus brazos alrededor del cuello de John, atándose a sí misma una vez más
—.
Me casaré contigo.
Lena abrió los ojos. Estaba tendida en el sucio suelo de cemento junto a mí, las puntas de nuestras playeras casi tocándose.
—Dios mío, Ethan. Todo empezó cuando conoció a Abraham.
—Tu madre ya se estaba volviendo Oscura.
—Eso no lo sabes. Tal vez hubiera podido luchar contra ello, igual que el tío Macon.
Sabía lo mucho que Lena necesitaba creer que había algo bueno en su madre. Que no estaba destinada a ser el monstruo asesino que ambos conocíamos.
Tal vez.
Nos levantamos cuando Marian se asomó por una esquina.
—Se está haciendo tarde. Por mucho que eche de menos teneros repantingados en el suelo, necesito que os marchéis. No se trata de un asunto agradable, me temo.
—¿A qué te refieres?
—El Consejo va a hacerme una visita.
—¿El Consejo? —No estaba seguro de a cuál de ellos se refería.
—El Consejo del Custodio Lejano.
Lena asintió, y yo sonreí comprensivo.
—El tío Macon me lo contó. ¿Hay algo que podamos hacer? ¿Escribir cartas o firmar alguna petición? ¿Repartir octavillas?
Marian sonrió, parecía cansada.
—No. Sólo están cumpliendo con su trabajo.
—¿Qué es?
—Asegurarse de que el resto de nosotros seguimos las reglas. Creo que eso entra en la categoría de asumir tus fallos. Estoy preparada para aceptar cualquier responsabilidad por lo que sea que haya hecho. Pero nada más. «El precio de la grandeza es la responsabilidad». —Me miró expectante.
—Hmm, ¿Platón? —aventuré.
—Winston Churchill —suspiró—. Eso es todo lo que pueden pedirme, y todo lo que puedo exigirme. Es hora de que os vayáis.
Ahora que la señora English y mi padre se habían ido, advertí que Marian iba vestida con prendas muy poco de su estilo. En lugar de sus vestidos de colores brillantes, llevaba un abrigo negro sobre un vestido negro. Como si fuera a asistir a un funeral. Precisamente el último lugar al que quería permitir que Marian fuera sin mí.
—No nos vamos a ninguna parte.
Ella sacudió la cabeza.
—Salvo a casa.
—No.
—Ethan, no estoy segura de que sea una buena idea.
—Cuando Lena y yo estuvimos frente al pelotón de fusilamiento, tú apareciste justo en la línea de fuego. Macon y tú. No pienso ir a ninguna parte.
Lena se dejó caer en una de las pocas sillas que quedaban y se puso cómoda.
—Ni yo tampoco.
—Sois muy amables los dos. Pero quiero manteneros al margen de todo esto. Creo que es lo mejor para todos.
—¿Nunca te has fijado que cuando alguien dice eso no suele ser lo mejor para nadie, y menos para la persona que lo dice? —Miré intencionadamente a Lena.
Ve a buscar a
Macon. Yo me quedaré con Marian. No quiero que pase sola por esto.
Lena ya estaba en la puerta, el cerrojo se soltó solo antes de que Marian pudiera decir una palabra.
Estoy
en ello.
Pasé mi brazo alrededor de los hombros de Marian y le di un apretón.
—¿No es ésta una de esas ocasiones en las que deberíamos sacar un libro que mágicamente nos dijera que todo va a ir bien?
Se rio, y durante un segundo sonó como la vieja Marian, la Marian que no era sometida a juicio por cosas que no había hecho, y que no estaba preocupada por cosas que no podía evitar.
—No recuerdo haber encontrado nada de ese estilo en los libros que hemos consultado últimamente.
—Sí. Mantengámonos alejados de la letra P. Nada de Edgar Allan Poe por hoy.
Sonrió.
—No todas las «P» son tan malas. Siempre te queda Platón, por ejemplo. —Me dio un golpecito en el brazo—. «El valor es una forma de salvación», Ethan. —Rebuscó en una caja y
sacó
un libro ennegrecido—. Y te alegrará saber que Platón ha sobrevivido al Gran Incendio de la Biblioteca del Condado de Gatlin.
Las cosas podrían estar mal, pero por primera vez desde hacía semanas, me sentí mejor.
E
stábamos sentados en el archivo, bajo la parpadeante luz de una vela. La habitación no parecía demasiado dañada, lo que era un milagro. El archivo había quedado inundado, pero no calcinado, gracias a los rociadores automáticos del techo. Los tres esperábamos en la larga mesa dispuesta en el centro de la habitación, tomando té de un termo.
Me revolví inquieto con la mente en otra parte.
—¿No debería visitarte el Consejo en la
Lunae Libri?
Marian negó con la cabeza.
—Ni siquiera estoy segura de si me quieren de vuelta allí. Éste es el único lugar en el que hablarán conmigo.
—Lo siento —dijo Lena.
—No hay nada que sentir. Sólo espero…
El chasquido de un relámpago inundó la habitación, seguido del retumbar de un trueno y de cegadores destellos de luz. No era el desgarrador sonido de Viajar, sino algo nuevo. El libro apareció primero.
Las Crónicas Caster.
Ése era el nombre que figuraba en la portada. Aterrizó sobre la mesa, entre nosotros. El libro era tan enorme que la mesa crujió bajo su peso.
—¿Qué es eso? —pregunté.
Marian se llevó un dedo a los labios.
—Chist.
Tres figuras envueltas en capas aparecieron, una detrás de otra. La primera, un hombre alto de cabeza afeitada, levantó su mano. Los truenos y rayos cesaron de inmediato. La segunda, una mujer, retiró su capucha hacia atrás revelando una blancura abrumadora y sobrenatural. Cabello blanco, piel blanca y sus iris tan blancos que parecían casi invisibles. Y por último, un hombre del tamaño de un defensa de fútbol americano que apareció entre la mesa y el antiguo escritorio de mi madre, removiendo sus papeles y libros en el proceso. Sostenía un enorme reloj de arena de bronce. Pero estaba vacío. No había un solo grano de arena en su interior.
Lo único que tenían en común los tres era lo que llevaban puesto. Cada uno vestía una pesada capa negra con capucha y un extraño par de gafas, como si fuera alguna clase de uniforme.
Miré detenidamente las gafas. Parecían hechas de oro, plata y bronce imbricados en una sola pieza. El cristal de las lentes estaba tallado en múltiples facetas, como el diamante del anillo de compromiso de mi madre. Me pregunté cómo podrían ver algo.
—Salve, Marian de la
Lunae Libri,
Guardiana de la Palabra, la Verdad y del Mundo sin Fin. —Casi di un respingo cuando escuché que hablaban al unísono, como si fueran una sola persona. Lena me agarró la mano.
Marian dio un paso hacia delante.
—Salve, Gran Consejo del Custodio Lejano. Consejo de Sabios, de Lo Conocido y de Lo Que No Puede Conocerse.
—¿Conoces el propósito por el que hemos venido a este lugar?
—Sí.
—¿Tienes algo más que añadir a lo que ya sabemos?
Marian sacudió la cabeza.
—No.
—¿Admites haber intervenido en el Orden de las Cosas, violando tu sagrado juramento?
—Permití que alguien que estaba a mi cargo lo hiciera, sí.
Quise darles una explicación, pero entre el eco perfecto de sus voces corales y los ojos blancos de la mujer, apenas podía respirar.
—¿Dónde está esa persona?
Marian se ciñó el abrigo fuertemente sobre el cuerpo.
—No está aquí. La despedí.
—¿Por qué?
—Para evitar que sufriera algún daño —contestó Marian.
—De nosotros. —Dijeron sin el más mínimo matiz de emoción.
—Sí.
—Eres astuta, Marian de la
Lunae Libri.
Marian no parecía demasiado astuta en ese momento. Parecía aterrorizada.
—He leído
Las Crónicas Caster,
las historias e informes de los Castor que guardáis. Y sé lo que habéis hecho a los Mortales que han transgredido la norma como ella. Y a los Caster.
La escrutaron como a un insecto bajo la lupa.
—¿Te preocupas por ella? ¿La guardiana que no lo será? ¿Una niña?
—Sí. Es como una hija para mí. Y no os corresponde a vosotros juzgarla.
Las voces se alzaron.
—No nos hables de nuestras competencias. Somos nosotros los que debemos hablarte de las tuyas.