Hija de Humo y Hueso (13 page)

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Authors: Laini Taylor

Tags: #Fantasía

BOOK: Hija de Humo y Hueso
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Mil años había vivido de ese modo, y ver a Akiva lo había llenado de gozo.

Izîl no mostraba tanta alegría y se acurrucaba contra el repugnante montón de desperdicios, más asustado de Akiva que de la multitud.

Mientras Razgut repetía «Hermano, hermano» como un cántico extático, el anciano temblaba y trataba de retroceder, pero estaba atrapado.

Akiva se inclinó sobre él, y el brillo de sus alas, ahora visibles, iluminó todo como si fuera de día.

Con ansiedad, Razgut estiró un brazo en dirección a Akiva.

—Mi condena ha terminado y has venido a buscarme. ¿No es así, hermano? Vas a llevarme a casa y a curarme, para que pueda caminar. Para que pueda
volar…

—Esto no tiene nada que ver contigo —respondió Akiva.

—¿Qué… qué quieres? —preguntó Izîl con voz entrecortada en el idioma del serafín, que había aprendido de Razgut.

—La chica —espetó Akiva—, quiero que me hables de ella.

17

UN MUNDO PARALELO

Tras la otra puerta, Karou descubrió un pasadizo de piedra negra mate. Vislumbró que se extendía unos tres metros antes de perderse en la oscuridad y que en el último tramo iluminado había una ventana. Era un estrecho hueco con barrotes cuya orientación no le permitía ver lo que había al otro lado desde donde ella se encontraba, y por el que se derramaba una luz blanquecina que dibujaba rectángulos en el suelo.
El resplandor de la luna
, pensó Karou, y se preguntó qué paisaje contemplaría si se acercara sigilosamente y mirara hacia fuera. ¿Dónde se hallaba aquel lugar? ¿Conduciría esa puerta trasera, al igual que la principal, a múltiples ciudades, o se trataba de algo totalmente distinto, otro nivel en el universo de Brimstone que no podía siquiera imaginar? Unos pasos más y tal vez lo descubriría, si no otra cosa. Pero ¿se atrevería?

Escuchó con atención. Percibió algunos sonidos, pero parecían muy lejanos, como ecos de gritos nocturnos. El pasadizo permanecía en silencio.

Empezó a avanzar. Con los pies descalzos y de puntillas, dio unos cuantos pasos rápidos y silenciosos, alcanzó la ventana y miró al otro lado a través de los pesados barrotes de hierro.

Su rostro, rígido por la ansiedad, se tornó de repente flácido por el asombro, y su boca quedó abierta. Tardó un segundo en darse cuenta y cerrar la mandíbula de golpe; el ruido cortante de sus dientes rompiendo el silencio la estremeció. Se inclinó hacia delante y observó el escenario que se abría frente a ella.

Dondequiera que se encontrara aquel lugar, estaba segura de una cosa: no era su mundo.

En el cielo brillaban dos lunas. Esa fue la primera sorpresa.
Dos lunas
, y ninguna llena. Una era medio disco radiante; la otra, una pálida luna creciente que comenzaba a aclarar la superficie de una montaña. Y por el paisaje que iluminaban, Karou dedujo que se hallaba en una vasta fortaleza. Descomunales lienzos de muralla con bermas confluían en bastiones hexagonales; en el centro, una extensa ciudad; y sobre todo ello, torres almenadas —Karou debía de encontrarse en una de ellas, ya que su posición era muy elevada— con las siluetas de los guardias que rondaban en la parte alta. A excepción de las lunas, el resto recordaba a una antigua ciudad fortificada europea.

Aunque los barrotes le concedían un aspecto singular.

Resultaba extraño, pero la ciudad se encontraba cercada por barrotes de hierro. Jamás había visto algo igual. Las barras formaban arcos sobre todo el conjunto, incrustadas entre un muro de tierra y el siguiente, negras y horribles, encerrando incluso las torres. En una rápida ojeada descubrió que no existía hueco alguno: las barras estaban tan próximas unas a otras que resultaba imposible que nadie pasara entre ellas. Las calles y plazas de la ciudad se hallaban totalmente cubiertas por aquel enrejado, como dentro de una jaula, y la luz lunar proyectaba sombras en cuadrícula sobre todo ello.

¿Qué significaba aquello? ¿Los barrotes eran para mantener algo
encerrado
o
alejado
?

Y entonces, Karou descubrió una figura alada que descendía rápidamente desde el cielo y se estremeció, creyendo que había hallado la respuesta. Un ángel, un serafín —fue lo primero que pensó, al tiempo que el corazón se le aceleraba y sentía punzadas en las heridas—. Pero se equivocaba. Pasó por encima de ella hasta que lo perdió de vista, y apreció claramente que tenía forma de animal —una especie de ciervo alado—. ¿Una quimera? Siempre había supuesto que existirían más, aparte de las cuatro que ella conocía y que jamás hablaban de otras.

De repente se le ocurrió que aquella ciudad debía de estar habitada por quimeras, y que más allá de sus murallas se extendía todo un mundo, un mundo con
dos lunas
, habitado también por quimeras. Tuvo que agarrarse con fuerza a los barrotes para mantenerse en pie, ya que aquel universo pareció temblar y ampliarse a su alrededor.

Existía otro mundo.

Otro mundo.

Entre todas las teorías que había elaborado respecto a la otra puerta, nunca había imaginado esta: un mundo paralelo, con sus propias montañas, continentes, lunas. Aún se sentía aturdida por la pérdida de sangre y aquella revelación la había conmocionado, así que se aferró a los barrotes de la ventana.

Fue entonces cuando escuchó voces. Próximas. Y también familiares. Llevaba toda la vida escuchando sus susurros, mientras inclinaban sus extrañas cabezas y discutían sobre dientes. Eran Brimstone y Twiga, y estaban a punto de doblar la esquina.

—Ondine ha traído a Thiago —iba comentando Twiga.

—Qué loco —musitó Brimstone—. ¿Es que piensa que el ejército puede permitirse su pérdida en un momento como este? ¿Cuántas veces he de decirle que un general no necesita luchar en el frente?

—Tú has provocado que desconozca el miedo —replicó Twiga, a lo que Brimstone respondió tan solo con un resoplido, que sonó peligrosamente cerca.

Karou estuvo a punto de dejarse invadir por el pánico. Miró a toda prisa hacia la puerta por la que había entrado, pero se sintió incapaz de alcanzarla. Así que se apretujó contra el hueco de la ventana y permaneció inmóvil.

Pasaron junto a ella, tan cerca que casi la rozaron. Karou temió que entraran en la tienda y cerraran la puerta tras de sí, dejándola atrapada en aquel extraño lugar. Iba a gritar para avisarlos, pero se desviaron al llegar a la puerta. El pánico se calmó; en su estela surgió algo diferente: indignación.

Indignación por todos aquellos años de secretismo, como si no fuera digna de confianza o de conocer siquiera los detalles esenciales de su propia existencia. Aquella ira le infundió audacia y decidió averiguar más, tanto como pudiera mientras se encontrara allí. Sospechaba que jamás dispondría de otra oportunidad semejante. Así que cuando Brimstone y Twiga giraron hacia el hueco de una escalera, ella los siguió.

Eran las escaleras de una torre, en estrecha espiral. Aquel giro infinito mareó a Karou: vueltas y vueltas y vueltas, de manera hipnótica, hasta tener la sensación de encontrarse atrapada en un purgatorio de escaleras, por el que descendería por siempre. Hasta cierta altura fue encontrando pequeñas troneras, que luego desaparecieron. El aire se volvió fresco y calmado, y Karou tuvo la sensación de hallarse bajo tierra. Solo le llegaban palabras inconexas de la conversación de Brimstone y Twiga, y no comprendía de qué hablaban.

—Dentro de poco necesitaremos más incienso —comentó Twiga.

—Vamos a necesitar más de todo. Hacía décadas que no se producía un ataque como este —añadió Brimstone.

—¿Crees que tienen la mirada puesta en la ciudad?

—¿Y cuándo no?

—¿Cuánto tiempo? —preguntó Twiga con voz temblorosa—. ¿Cuánto tiempo resistiremos?

—No lo sé —respondió Brimstone.

Y justo cuando Karou pensaba que no podría resistir más giros, alcanzaron el final de la escalera. Fue entonces cuando los acontecimientos se tornaron interesantes.

Realmente
interesantes.

La escalera desembocaba en una estancia amplia, con eco. Karou aguardó hasta asegurarse de que Brimstone y Twiga continuaban adelante, y cuando sus voces se atenuaron, empequeñecidas por la inmensidad del espacio que las envolvía, los siguió con sigilo.

Tuvo la sensación de encontrarse en una catedral —siempre que la tierra fuera capaz de proyectar una catedral a lo largo de miles de años de agua goteando sobre la piedra—. Era una gigantesca cueva natural que se elevaba formando un arco gótico casi perfecto. Las estalagmitas, tan antiguas como el mundo, estaban labradas con imágenes de bestias, como si fueran pilares, y las lámparas colgaban de tal altura que parecían grupos de estrellas. Un intenso aroma a hierbas y azufre impregnaba el ambiente, y entre los pilares ascendían volutas de humo, empujadas por ráfagas de viento surgidas de vanos invisibles en los muros labrados.

Y debajo de todo aquello, donde se encontraba la extensa nave por la que Brimstone y Twiga avanzaban, no había bancos, sino mesas: mesas de piedra grandes como menhires, tan enormes que debieron de necesitarse elefantes para transportarlas hasta allí. De hecho, eran suficientemente voluminosas como para acomodar a un elefante tumbado, aunque solo había uno en esa postura.

Un elefante recostado sobre una mesa.

Pero… no, no era un elefante. Se trataba de algo distinto, con garras en los pies y una cabeza imposible que recordaba a un enorme oso pardo con cuernos. Una quimera.

Y estaba muerta.

En cada una de las mesas yacía una quimera muerta, y había docenas. Docenas. Karou paseó la mirada de una mesa a otra de forma errática. No había dos criaturas iguales. La mayoría poseía alguna parte humana, la cabeza o el torso, pero no todas. Había un mono con melena de león; algo parecido a una iguana tan grande que solo podría denominarse dragón; la cabeza de un jaguar sobre el cuerpo desnudo de una mujer.

Brimstone y Twiga se movían entre ellos, tocándolos, examinándolos. La pausa más larga se la dedicaron a un hombre.

También estaba desnudo, y era lo que Karou y Zuzana, con la sonrisa petulante de los entendidos, habrían definido como un «espécimen físico». Hombros robustos que se estrechaban hacia unas caderas bien definidas, abdomen ondulado, y todos los músculos que Karou era capaz de identificar gracias a las clases de dibujo al natural bien marcados. Su poderoso pecho estaba cubierto por una fina pelusilla blanca, y la cabeza, por una larga y sedosa melena también blanca, extendida sobre la mesa de piedra.

Una neblina de incienso envolvía el cuerpo. Procedía de una especie de farol de plata ornamentado, suspendido de un gancho sobre su cabeza, del que salía una espesa humareda.
Un incensario
, pensó Karou, como los que se usan en las misas católicas. Brimstone reposó una mano sobre el pecho del hombre muerto y la mantuvo allí un instante; un gesto que Karou no supo interpretar. ¿Cariño? ¿Tristeza? Cuando Brimstone y Twiga se alejaron y desaparecieron entre las sombras, al final de la nave, ella abandonó su escondite y se aproximó a la mesa.

De cerca, descubrió que el pelo blanco resultaba una incongruencia en aquel hombre, ya que era joven y no tenía arrugas en el rostro. Era muy atractivo, aunque con la inexpresividad y la palidez propias de la muerte no parecía muy
real.

Tampoco era totalmente humano, aunque sí más que la mayoría de las quimeras de la estancia. Hacia la mitad del muslo, la piel y la musculatura de sus piernas se transformaban en patas de lobo, con pelaje blanco, unos grandes pies caninos y garras negras. Sus manos eran híbridas: con el reverso ancho y peludo, como zarpas, y dedos humanos rematados en garras. Las palmas miraban hacia arriba, como colocadas a propósito en aquella posición, de modo que Karou pudo observar lo que tenían grabado en la piel.

En el centro de cada palma había tatuado un ojo idéntico a los suyos.

Retrocedió asustada.

Aquello significaba algo. Algo fundamental, algo
clave
, pero ¿qué? Se volvió hacia la mesa contigua, en la que descansaba la criatura con melena de león. Sus manos eran de simio y tenían la piel oscura, pero aun así pudo adivinar en ellas la silueta de las
hamsas.

Recorrió una mesa tras otra. Incluso la quimera con aspecto de elefante tenía tatuada la planta de sus mastodónticas patas delanteras. Todos y cada uno de aquellos seres muertos tenían
hamsas
, igual que ella. Sintió que los pensamientos le martilleaban la cabeza tan fuerte como el corazón le aporreaba el pecho. ¿Qué estaba sucediendo? Allí había docenas de quimeras, todas muertas y desnudas —sin ninguna herida aparente—, sobre losas de piedra en una especie de catedral subterránea. Sus propias
hamsas
la conectaban de algún modo a ellas, pero ignoraba de qué manera.

Rodeó de nuevo la primera mesa, la del hombre del pelo blanco, y se inclinó sobre ella. Al percibir el humo aromático que se derramaba del incensario, sintió miedo de que aquel olor impregnado en su pelo la delatara ante Yasri e Issa cuando regresara a hurtadillas a la tienda. La tienda. La simple idea de ascender de nuevo por aquella espiral interminable la invitaba a acurrucarse en posición fetal. Notaba cómo le palpitaban las heridas, supurantes bajo los vendajes, y el ungüento de Yasri ya no la calmaba. Estaba
dolorida.

Pero… aquel lugar. Los cuerpos muertos. Confundida, Karou sintió que aquel misterio la desbordaba. La mano del hombre con el pelo blanco descansaba justo delante de ella, con la
hamsa
atrayendo su atención. Karou acercó su mano para comparar las marcas, pero la del hombre quedaba a la sombra del cuerpo, así que la levantó hacia la luz.

Eran idénticas. Karou notó que mientras su mente permanecía ocupada en algo distinto, su sentido común le lanzaba una leve advertencia.

La mano del hombre, aquella mano muerta… estaba
caliente.

No estaba muerto.

Él
no estaba muerto.

Con un movimiento rápido como el rayo, el hombre se puso en pie, girando sobre sus rodillas. Aquella mano que había descansado inerte sobre las de ella aferró la garganta de Karou y levantó su cuerpo del suelo, lanzándola sobre la mesa. Su cabeza golpeó contra la piedra y se le nubló la vista. Cuando recuperó la visión, el hombre estaba sobre ella, con los ojos pálidos como el hielo y los labios retraídos, mostrando los colmillos. Karou no podía respirar; la mano del hombre aún aprisionaba su garganta. Trató de arañarlo, se revolvió para quitárselo de encima, logró colocar las rodillas entre ambos y golpearlo.

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