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Authors: Laini Taylor

Tags: #Fantasía

Hija de Humo y Hueso (20 page)

BOOK: Hija de Humo y Hueso
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Por primera vez desde que la había perdido, fue incapaz de evocar los rasgos de Madrigal. Otro rostro se interponía: el de Karou. Sus ojos, negros y aterrorizados, reflejaban el resplandor de sus alas mientras él se cernía sobre ella.

Era
un monstruo. Nada podría absolver todo lo que había hecho.

Desplegó las alas y se elevó hacia la oscuridad de la noche. No debía estar allí, en la ventana, acechando mientras Karou dormía plácidamente. Regresó de nuevo a su escondite para dormir, él también, y cuando por fin lo consiguió, soñó que se encontraba al otro lado del cristal. Karou —no Madrigal, sino
Karou
— le sonreía y apretaba los labios contra sus nudillos, besándolos uno a uno y borrando las líneas negras de sus manos, hasta que no quedó ninguna.

Inocente.

—Hay otras maneras de vivir —susurró ella, y Akiva despertó con un sabor amargo en la garganta, porque sabía que no era cierto. No había esperanza, solo existía el hacha del verdugo, y la venganza. Y tampoco había espacio para la paz. La paz era imposible. Se apretó los ojos con la base de las manos, sintiendo cómo la frustración crecía en su interior como un alarido.

¿Por qué había regresado? ¿Y por qué era incapaz de marcharse?

26

UNA LIGERA INQUIETUD

El sábado por la mañana, Karou despertó en su propia cama por primera vez en semanas. Se duchó, preparó café, rebuscó algo comestible en la despensa, sin encontrar nada, y abandonó el apartamento con el regalo de Zuzana en una bolsa. De camino, le envió un mensaje de texto a su amiga —«¡Sorpresa! Llegó el gran día. Te llevo el desayuno»— y compró cruasanes en la panadería de la esquina.

Recibió un mensaje de contestación —«Si no lleva chocolate, no es un buen desayuno»— y, con una sonrisa en los labios, dio la vuelta hacia la panadería para comprar unos
kolaches
de chocolate.

Fue entonces, al volverse en la calle, cuando empezó a notar que algo iba mal. Era una ligera sensación de inquietud, pero suficiente para obligarla a detenerse y mirar a su alrededor. Recordó las palabras de Bain sobre vivir como una presa, preocupada en todo momento de quién seguiría sus pasos, y se le erizó el vello. Llevaba el cuchillo en la bota, apretado contra el tobillo, provocándole una sensación de incomodidad que la reconfortaba.

Compró los
kolaches
de Zuzana y siguió su camino, con cautela. Llevaba los hombros rígidos y miró varias veces a su espalda, pero no vio nada extraordinario. No tardó en llegar al puente de Carlos.

Aquel puente medieval, icono de Praga, atravesaba el Moldava y unía el casco viejo con el barrio de Malá Strana. En cada uno de sus extremos se alzaba una torre gótica, y la calzada —peatonal— estaba flanqueada por imágenes de santos. A esa hora tan temprana se hallaba casi desierto, y la sombra de las estatuas aparecía estrecha y alargada por la inclinación del sol matinal. Los vendedores y artistas empezaban a llegar con sus carritos de mano para delimitar el terreno más codiciado de la ciudad, y, en pleno centro, con la colina del castillo de Praga como magnífico telón de fondo, encontró el titiritero gigante.

—Dios mío, es increíble —exclamó Karou sin dirigirse a nadie, porque aquel siniestro titiritero de tres metros de altura estaba sentado solo, con su cruel cara tallada y unas manos de madera del tamaño de palas de nieve.

Karou miró detrás del muñeco —ataviado con una inmensa gabardina—, pero allí tampoco había nadie.

—¿Hola? —llamó, sorprendida de que Zuzana hubiera dejado su creación desatendida.

Pero entonces…

—¡Karou! —escuchó una voz procedente del
interior
de aquella cosa, y la costura trasera de la gabardina se abrió como la entrada de un tipi. Zuzana salió como un rayo.

Y le arrebató la bolsa de bollos a Karou.

—Gracias a Dios —exclamó, y atacó el desayuno.

—Bueno. Yo también me alegro de verte.

—Mmmm.

Mik apareció tras ella y abrazó a Karou.

—Seré su intérprete. Lo que está diciendo, en lenguaje Zuzana, es gracias.

—¿De verdad? —preguntó Karou con tono escéptico—. Pues a mí me suena como un cerdo comiendo.

—Justo.

—Mmmm —asintió Zuzana con la cabeza.

—Está nerviosa —explicó Mik a Karou.

—¿Mucho?

—Terriblemente —Mik se colocó detrás de Zuzana y se inclinó para envolverla en un abrazo—. Enormemente, increíblemente. Está insoportable. Toda tuya. Yo ya he sufrido bastante.

Zuzana le dedicó una caída de ojos y luego chilló, cuando él hundió la cara en su cuello para besarla de forma ruidosa.

Mik tenía el pelo castaño y la piel clara, llevaba patillas y perilla, y sus ojos rasgados insinuaban que descendía de invasores procedentes de las llanuras centroasiáticas. Era atractivo y tenía talento, se ruborizaba con facilidad y tarareaba cuando estaba concentrado, y hablaba con voz suave pero interesante —una buena combinación—. Escuchaba de verdad, en vez de pretender hacerlo mientras esperaba un tiempo prudencial antes de volver a hablar, como hacía Kaz. Y lo mejor de todo, estaba tan colado por Zuzana como ella por él. Parecían dibujos animados, por el modo en que se ruborizaban y sonreían —lo único que les faltaba eran corazones en vez de ojos—, y mirarlos provocó en Karou una profunda felicidad y una terrible tristeza. Casi podía ver sus mariposas —
Papilio stomachus
— bailando el dulce tango de un nuevo amor.

En cuanto a ella, cada vez le resultaba más y más difícil imaginar algo revoloteando en su interior. Más que nunca, se sintió como la chica hueca, y aquel vacío adquirió el aspecto de un ente malicioso que se burlaba de ella por todas las cosas que nunca descubriría.

No. Desterró aquel pensamiento.
Lograría
saberlas. Estaba en el buen camino.

Su sonrisa era sincera cuando Mik comenzó a besar el cuello de Zuzana, sin embargo, un instante después, empezó a notarla como la del señor Patata, de plástico y enganchada a la cara.

—¿Os había mencionado —dijo aclarándose la garganta— que he traído regalos?

Aquello funcionó.

—¡Regalos! —chilló Zuzana escapando del abrazo. No dejaba de saltar y dar palmas—. ¡Regalos, regalos!

Karou le entregó la bolsa. Dentro había tres paquetes envueltos en papel marrón y atados con cordel. Sobre el más grande, una tarjeta en vitela indicaba: MME. V. VEZERIZAC, ANTIGÜEDADES. Los paquetes eran elegantes, y en cierto modo formales. Cuando Zuzana los sacó de la bolsa, su ceja hizo el gesto que correspondía.

—¿Qué es esto? —preguntó con semblante serio—.
¿Antigüedades?
Karou. Por regalo, me refería a unas muñecas rusas del aeropuerto o algo así.

—Tú ábrelos —apremió Karou—. El grande primero.

Zuzana lo desenvolvió. Y empezó a llorar.

—Dios mío, Dios mío —murmuró apretando contra su pecho una cascada de tul.

Era un traje de
ballet
, pero no uno cualquiera.

—Lo llevó Anna Pavlova en París, en 1905 —dijo Karou con excitación.

Le encantaba hacer regalos. Cuando era pequeña, nunca había celebrado la Navidad ni fiestas de cumpleaños, pero en cuanto tuvo edad suficiente para aventurarse sola fuera de la tienda, había disfrutado regresando con pequeños obsequios para Issa y Yasri —flores, frutas raras, lagartijas azules, abanicos—.

—Vale, no tengo ni idea de quién es…


¿Qué?
Es simplemente la bailarina más famosa de
todos los tiempos.

Zuzana arqueó las cejas.

—No importa —suspiró Karou—. Tenía un cuerpo diminuto, así que es probable que te valga.

Zuzana lo levantó.

—Es… es… es… es tan Degas… —tartamudeó.

Karou sonrió.

—Lo sé. ¿No es formidable? Hay una mujer en el mercado de Las Pulgas que vende antigüedades de
ballet…

—Pero ¿cuánto te ha costado? Seguramente una fortuna…

—Bah —dijo Karou—. Se han gastado fortunas en cosas más estúpidas. Y además, soy rica, ¿recuerdas? Asquerosamente rica.
Mágicamente
rica.

Una de las consecuencias de la generosidad de Brimstone era que podía permitirse hacer regalos. Ella también se había comprado algo en París, otra
antigüedad
, aunque no estaba relacionada con el
ballet
. Los destellos de aquellos cuchillos habían atraído su mirada desde una vitrina, y en el instante en que los vio, supo que tenían que ser suyos. Eran cuchillos chinos de luna creciente, una de sus armas favoritas. Su
sensei
guardaba los que ella había utilizado durante su adiestramiento en Hong Kong, adonde no había regresado desde que los portales se incendiaron. En cualquier caso, estos superaban con creces a aquellos.

—Siglo XIV… —había comenzado diciendo Madame Vezerizac, pero Karou no necesitaba escuchar ninguna explicación. Regatear le pareció una falta de respeto hacia los cuchillos, así que pagó el precio solicitado sin pestañear.

Cada cuchillo estaba formado por dos hojas, como lunas crecientes entrelazadas, de ahí su nombre. La empuñadura se encontraba en el centro, y al blandirlos proporcionaban diferentes zonas de corte, puntas, y, quizás lo más importante, puntos de bloqueo. Las lunas crecientes eran un arma perfecta para enfrentarse a varios oponentes, en especial oponentes con armas largas, como las espadas. Si los hubiera tenido en Marruecos, el ángel no la habría acorralado con tanta facilidad.

También había comprado para Zuzana unas zapatillas de puntas de época y un precioso tocado con melancólicos capullos de rosa de seda, todo de la escena parisiense de principios del siglo XX.

—¿Quieres vestirte? —preguntó Karou.

Zuzana, llena de emoción, asintió con la cabeza. Se apretujaron dentro del titiritero y reemplazaron su otro disfraz, mucho más corriente.

Una hora después, los turistas desfilaban por el puente de camino al castillo, con sus guías de viaje bajo el brazo, y un número nada insignificante de ellos se había arremolinado ya en torno al titiritero gigante. En su interior, se apiñaban Karou y Zuzana.

—Deja de retorcerte —dijo Karou levantando la brocha de maquillaje mientras Zuzana entablaba un tira y afloja nada femenino debajo de su tutú.

—Tengo las medias torcidas —se quejó Zuzana.

—¿Quieres que los coloretes te queden también torcidos? Estate quieta.

—De acuerdo.

Zuzana permaneció inmóvil mientras Karou pintaba unos perfectos círculos rosados sobre sus mejillas. Llevaba la cara empolvada y sus labios se habían transformado en una perfecta boca de corazón, con dos líneas negras en las comisuras que simulaban la mandíbula articulada de una marioneta. Sus ojos de color oscuro aparecían enmarcados por pestañas postizas, y llevaba puesto el tutú, que le quedaba perfectamente, y las zapatillas de puntas, que habían vivido épocas mejores. Las medias blancas estaban surcadas de carreras y tenían remiendos en las rodillas; uno de los tirantes del corpiño colgaba descosido; y su pelo estaba recogido en un despeinado moño adornado con capullos de rosa descoloridos. Parecía una muñeca que hubiera permanecido olvidada en un arcón durante años.

De hecho, un arcón esperaba abierto para recibirla tan pronto como su disfraz estuviera terminado.

—Lista —anunció Karou inspeccionando su obra. Dio una palmada de alegría y se sintió como Issa cuando la ataviaba con unos cuernos hechos con chirivías o con una cola de plumero—. Perfecto. Tienes un aspecto adorablemente patético. Estoy segura de que algún turista tratará de llevarte como recuerdo.

—Algún turista se arrepentirá de este día —añadió Zuzana levantándose el tutú para continuar su guerra contra las medias con hosca determinación.

—¿Quieres dejar tranquilas las pobres medias? Están bien.

—Odio las medias.

—A ver, déjame que las añada a la lista. Esta mañana odias, a ver si recuerdo, a los hombres con sombrero, a los perros salchicha…

—A los
dueños
de los perros salchicha —corrigió Zuzana—. Hay que tener el alma del tamaño de una
lenteja
para odiar a los perros salchicha.

—Los dueños de los perros salchicha, la laca para el pelo, las pestañas postizas y ahora las medias. ¿Has terminado?

—¿De odiar cosas? —hizo una pausa, como si consultara una especie de indicador interior—. Sí, creo que sí.
Por ahora.

Mik se asomó por la abertura.

—Tenemos una multitud —anunció.

Había sido idea suya sacar el proyecto semestral de Zuzana a la calle. Él tocaba a veces el violín como músico callejero y se colocaba un parche en el ojo izquierdo, perfectamente sano, para mostrar un aspecto más «romántico». Le había asegurado a Zuzana que en una mañana podría reunir unos cientos de coronas. En aquel momento llevaba puesto el parche, y parecía pícaro y encantador al mismo tiempo.

—Madre mía, estás adorable —exclamó mirando a Zuzana con el ojo descubierto.

Adorable
no era una palabra que normalmente entusiasmara a Zuzana. «Los niños pequeños son adorables», solía ser su airada respuesta. Pero cuando la pronunciaba Mik, todo era distinto. Zuzana se ruborizó.

—Me provocas malos pensamientos —dijo él colándose en el espacio abarrotado y dejando a Karou atrapada contra el armazón del títere—. ¿Es raro que me excite una marioneta?

—Sí —respondió Zuzana—. Muy raro. Aunque eso explica por qué trabajas en un teatrillo.

—No todas las marionetas. Solo tú —Mik la agarró por la cintura y Zuzana chilló.

—¡Cuidado! —exclamó Karou—. ¡El maquillaje!

Mik no la escuchó. Besó apasionadamente la boca pintada de muñeca de Zuzana, corriendo el rojo del pintalabios y el blanco de la cara y tiñendo sus propios labios de color rosa. Zuzana soltó una carcajada y se desembarazó de él. Karou consideró la posibilidad de retocar el maquillaje, pero los churretes de pintura combinaban a la perfección con el aspecto desaliñado del conjunto, así que descartó la idea.

El beso resultó además un bálsamo para los nervios de Zuzana.

—Creo que ha llegado el momento de que empiece la función —anunció alegremente.

—Pues entonces, adelante —añadió Karou—. Al arcón de los juguetes.

Y el espectáculo comenzó.

La historia que Zuzana relataba con su cuerpo —la de una marioneta olvidada a la que sacan de su baúl para interpretar un último baile— era profundamente conmovedora. Empezaba con movimientos torpes e inconexos, como un objeto oxidado que despierta, cayendo varias veces sobre un montón de tul. Al contemplar los rostros embelesados del público, Karou vio cómo deseaban acercarse a la pequeña y triste bailarina para ayudarla a ponerse en pie.

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